domingo, 7 de agosto de 2016

El hombre equivocado


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Hoy en día, en el camino antiguo que lleva al pueblo, hay una escuela de una sola habitación que aparece y desaparece detrás de las enormes malezas, de los guayabos gigantes y de las hojas oscuras de los laureles. En días de sol, se puede ver moverse a la antigua campana de metal a pesar de que no produce ningún sonido. Cuando Ihawu era una niña, le rogó a su madre que le contara y volviera a contar este cuento.
Una mujer de la ciudad, maestra de escuela, de veintiséis años de edad, llamada Juana María Abate, comprometida en matrimonio con su primo segundo, fue responsable de la muerte de sus diecinueve alumnos, de cuatro a quince años, que murieron ahogados en una tormenta con la repentina crecida del río al final del verano. Aunque ella misma no sobrevivió, se dice que quedó atrapada para siempre en la escuela, buscándolos. A veces, cuando el Pilcomayo crece, se puede oír su voz llamándolos por sus nombres.
Juana vivía en una habitación al lado de la escuela, con una cama y una mesa, y había mandado a sus estudiantes a casa, a pesar de la amenaza de tormenta, porque estaba esperando a su amante, Pedro Bonifacio Salazar. Lo había estado viendo de vez en cuando durante dos años mientras él atravesaba la provincia, de este a oeste y de norte a sur. Vivía en Corrientes y tenía ojos chicos del color de la piedra, el pelo oscuro salpicado de plata, y un torso con la forma del barril. A pesar de que no era alto era un tipo grande, que ocupaba todo el espacio en una habitación y gastaba todo el aire que se pudiera respirar. Tenía, en algún lugar, una esposa y dos hijos y, en otro lugar, otra mujer y otro niño. A todas sus mujeres les hizo promesas que no podía mantener y cada una de ellas quedó atrapada en su ciudad natal, esperando inútilmente que cumpliera su palabra.
Como muchos de los blancos que ocuparon la tierra y consiguieron poder —le dijo su madre a Ihawu, mientras la niña se tapaba hasta la barbilla y cerraba sus deditos alrededor del satén que bordeaba la manta amarilla— Pedro Salazar era un mentiroso brillante, un buen narrador, un trabajador fuerte y un gran hijo de puta de corazón frío. Por cada crimen que cometió, por cada vida que arruinó, había una historia fabulosa para sustituir a la verdad.
—¿Y sabes por qué?—le dijo Piyem a su hija —. Porque la gente ama las historias. Las necesita. Las personas dicen que quieren la verdad, pero no es cierto, quieren una historia. 
—Yo quiero una historia.
—Es cierto.
Dicen que Pedro Bonifacio Salazar fue visto, unos cinco o seis años después de la muerte de Juana María Abate y sus estudiantes, en Siete Palmas, en una pelea de facón con un hombre que no era mejor que él y que por lo tanto podía reconocer a otro hombre oscuro con solo verlo. Salazar sobrevivió y, según se dice, compró un estetoscopio y viajó por Santa Fe como un médico elogiado por sus artes curativas, y murió en un rancho, rico, gordo y feliz a una edad avanzada.
—¿En Perín?— preguntó Ihawu.
—No puedo decírtelo.
—¿En Espinillo?
—No lo sé.
—Pero, ¿está muerto? ¿Seguro?
—No hay hombre más muerto que él.
Una vez que Juana supo que Pedro no iba a llegar ese día cargado de nubes, cuando el agua empezó a rodearla y finalmente entró en la escuela, horas antes del amanecer, confesó todo el asunto por escrito. En los días siguientes, los niños fueron exhumados de su baño de agua colorada, con las caras violáceas y las pestañas empapadas. Se descubrió también la confesión en el corpiño de la maestra ahorcada.
—Un mundo de dolor. Eso —dijo Piyem a su hija— es lo que resulta de elegir al hombre equivocado. Y luego esperarlo. Y esperarlo, y esperarlo.
Cuando la vieja escuela aparece de la nada al borde del camino, está tan limpia y blanca como el día en que fue construida, la campana brilla en la torre de madera cuadrada y los que vienen en sus autos,desde Posadas o desde Resistencia, pueden ver a la pobre mujer con su vestido marrón y blanco y su pelo grueso y rizado azotado por el viento, como si ella, sola, estuviera haciendo señales en medio de una terrible tormenta.
Las historias de los turistas y sus familias atrapados en las crecidas del rio se cuentan todo el tiempo y muchos dicen que Pedro Bonifacio Salazar está detrás de la muerte de cada uno de ellos.
—¿Por qué? —preguntó Ihawu mientras miraba como las sombras de la higuera detrás de la ventana se alargaban en la pared del fondo.
—Porque cada hombre equivocado —respondió Piyem mientras apagaba la luz del farol— es siempre el mismo hombre equivocado.