Subieron un poco antes
de la Zavaleta. Eran cuatro, dos de veintipico y otros dos de doce o trece. Al
principio creí que venían juntos porque se parecían, pero me equivoqué. Se
vestían con ropa vieja, demasiado grande, oscura y sucia. La mirada esquiva, el
gesto hosco, los hombros hundidos y el olor producían un revuelo en el
colectivo. Se fueron para el fondo. Yo estaba en el último asiento al lado de
la ventanilla. Los demás pasajeros se levantaron y se corrieron para adelante.
Inclinan la cancha, pensé, y también que en el bondi adelante estaba la defensa. Yo me quedé con mi
libro de química.
Los chicos se pararon
en los escalones de la puerta de atrás. Uno de los adultos se sentó a mi lado y
el otro se acomodó mirando el piso.
Mi vecino quería
charla.
—¿Qué lee, don? —preguntó.
—Química —contesté
mirándolo a los ojos, bolitas negras espejadas con un punto de luz. Tenía la
cara achinada, triangular, cejas poderosas y el pelo en dos alas de cuervo, con
raya al medio.
Mintió una cara de
admiración, la boca se le torció hacia la izquierda, los párpados se abrieron y
la cabeza asintió cortito.
—¿Es profesor, usté?
—No —sonreí— estoy
leyendo para ayudar a mi hijo que tiene prueba.
Esta vez la sorpresa
fue vívida. Me miró y después al libro, muy serio.
—¡Fijate, vos! Usté sí
que debe ser un buen padre. ¿Escuchaste, boludo? ¿Oíste? —le dijo al que estaba
a su lado.
El otro no le contestó.
Se subió la capucha y sacó algo del bolsillo. Lo acercó a la cara escondida.
—Éste está turuleco —me
dijo, como disculpándolo.
—Lijao —agregó moviendo la mano—. Mi viejo a mí no me daba ni la hora, nada. Ni sabía dónde estaba yo, qué hacía, ¿entendé o no? Yo a los nueve año me fui de mi casa, vivía en la calle con mis amigo. Yo si tuviera hijo…
La frase quedó sin
terminar y vaciló en el aire, después se dio la vuelta y le volvió a entrar por
la boca, subió hasta la cabeza, giró un rato y volvió a salir. Como si se
despertara de un trance gritó:
—A éstos, a éstos —señalando a los chicos—. Si fueran mis hijos los cagaba a trompadas.
Los pibes lo miraron entornando
los ojos e inclinaron la cabeza como si fueran a torearlo.
—¿Qué te pasa gato? —le
dijo uno.
—Sacate la gorra, gil
—lo apuntó el otro con el dedo sucio.
Le hacían señas con las
manos. Manos como pájaros enfermos, como garras. Signos amenazantes,
incomprensibles para mí, con los dedos chiquitos, con los pulgares, con las
palmas medio negras, medio rosadas.
Paró el bondi y se
bajaron todos menos el de la capucha.
—¡Chau, don! — me
saludó mi admirador.
—¡Chau!— contesté—.
Suerte— agregué bajito.
En esa misma parada, la
de la villa, subió una mujer. No tenía ropa, se tapaba con pedazos de telas
anudados y en capas. La piel de la cara y las manos era gris, una combinación
de mugre y palidez. Nos repartió unos papeles. Miré el mío y esperé ver la
estampita o la nota de la compasión. Pero no, era un papelito en blanco cortado
con las manos. Nada más. No decía nada. La realidad se me desordenó como si
viera todos los lados de un cubo al mismo tiempo. Ella volvía a pasar retirando
sus mensajes de aullidos mudos. Los ojos se le movían veloces, de izquierda a
derecha. Murmuraba cosas ininteligibles. Le di cien mangos y no los miró, no
reaccionó, y entonces supe que ya no estaba ahí. Que se había ido y había
dejado su caparazón. Tuve que hacer un esfuerzo para volver a la tranquila
convención de siempre. Disimulé.
El flaco de la capucha
empezó a hablar solo y a mover las manos. Los pasajeros desprevenidos que
habían ocupado los asientos vacíos se fueron también para adelante. De pronto,
levantó la cabeza y miró con los ojos desorbitados. Se paró de un golpe para
bajar y un cigarrillo cayó y rodó por el piso del colectivo. Un paquete de
Malboro quedó desarmado en el asiento. Lo chisté pero no me oyó; entonces me
levanté, le toqué el hombro y le hice un gesto hacia los cigarrillos olvidados.
Los recogió y después
se sacó la capucha. Sonrió. Nunca hubiera imaginado que podía sonreír así. Sonrió
como si precisamente ése fuera su momento para ser feliz. Se transformó. Su
mano abierta se deslizó hacia mi hombro, como una corriente de completa
confianza.
Me palmeó y dijo:
¡Gracias, pa!
Y bajó.