miércoles, 10 de diciembre de 2014

El guardián entre el centeno

“The Catcher in the rye” de Jerome David Salinger fue publicado en Nueva York en 1951.


Está escrito en primera persona por Holden Caulfield, un adolescente de clase media-alta del Nueva York de los años 50.
Holden es sumamente perceptivo y tiene una moral particular y muy aguda, características que le permiten ver con extrema claridad  cómo se mienten sus semejantes entre sí y a sí mismos, o sea que percibe nítidamente la malla de falsedades sobre la que se construye la sociabilidad tradicional de la clase media.  
Los tres días de su vida que Holden nos refiere en la novela constituyen algo así como una iniciación, un pasaje a la adultez que se realiza con gran sufrimiento.  Salinger consigue transmitir perfectamente la sensación de angustia, asco y depresión que los adolescentes sensibles experimentan al entrar en el mundo adulto. La historia comienza cuando Holden es expulsado de su secundaria “Pencey” y decide pasar por su cuenta unos días en Nueva York en un hotel preparándose para darles la mala noticia a sus padres. En estos días se conecta con las miserias habituales de las grandes ciudades: prostitución, esnobismo, estafa, estupidez, desconexión afectiva y violencia. Lo único que logra alegrarlo es su relación con su hermana pequeña o el recuerdo de su hermano muerto que representan a la niñez. 

El título
Deriva de un poema de Robert Burns “Comin' Thro the Rye” del que también se hizo una canción. Holden escucha a un niño tarareando esa canción a la salida de la iglesia y eso lo alegra. Luego le dice a su hermana que se imagina siendo un “guardián entre el centeno” (guardián en el sentido del jugador de béisbol) para atrapar a los niños que juegan en el campo de centeno y evitar que caigan a un abismo.
Este es el poema de Burns y su traducción:
Coming through the rye, poor body /Coming through the rye, /She draiglet a’ her petticoatie. /Coming through the rye
Gin a body meet a body / Coming through the rye; /Gin a body kiss a body, /Need a body cry?
 Gin a body meet a body / Coming through the glen; / Gen a body kiss a body, /Need the world ken?
 Jenny’s a’ wat, poor body;/Jenny’s seldon dry;/She draiglet a’ her petticoatie, /Coming through the rye.
A través del centeno, pobre chica,/A través del centeno,/Arrastraba las enaguas./A través del centeno.
Si dos cuerpos se encuentran/ A través del centeno,/Si dos cuerpos se besan./¿Tiene alguien que llorar?
 Si dos personas se encuentran/ A través de la cañada;/Si dos personas se besan,/¿Tiene el mundo que saberlo?
 Jenny es una pobre chica empapada;/Jenny casi nunca está seca;/Arrastraba las enaguas,/ A través del centeno.

Aquí se puede escuchar la canción cantada por los Carpenters:
https://www.youtube.com/watch?v=fJUIWYX8HlI

El mito
En la sociedad estadounidense el libro no pasó desapercibido. Desde 1960 hasta el 97, distintas preparatorias en Estados Unidos prohibieron leer "The Catcher in the Rye": en Kentucky, Oklahoma, Michigan, Ohio, Florida, Wyoming, California, Illinois y Georgia.
En 1980, hubo una histeria de sus no lectores porque Mark Chapman, el demente que asesinó a John Lennon a balazos en las orillas del mismo Central Park de Caulfield, dejó en un ejemplar de la novela una serie de pasajes subrayados que supuestamente explicaban su delirio. A partir de allí comenzó a construirse una suerte de mito urbano alimentado de sucesos reales y culturales.
John Hinckley, Jr., quien también andaba obsesionado con el libro, intentó matar a Ronald Reagan, por entonces presidente de los Estados Unidos, para impresionar a una joven Jodie Foster a la que acosaba. Robert John Bardo también llevaba el libro consigo el día que asesinó a la actriz Rebecca Shaeffer en su apartamento.
En la película Conspiración (Conspiracy Theory), http://www.peliculasyonkis.com/pelicula/conspiracion-1997/, dirigida por Richard Donner y estrenada en 1997, Mel Gibson interpreta a un taxista de Nueva York, Jerry Fletcher, a quien le obsesionan las conspiraciones y que compra un ejemplar de "El guardián del centeno" cada vez que lo ve en un escaparate. Es esta costumbre la que da lugar a que los sistemas de inteligencia lo localicen por medio de un sofisticado enlace entre el código de barras de la cajera de la librería y las oficinas que controlan una flotilla de helicópteros, desde los que tratan de asesinarlo unos segundos más tarde. Esta película llevó a muchos a creer que la CIA vigila las ventas que se realizan de este libro y tiene forma de saber si alguien compra más de un ejemplar.

El libro en la cultura popular
El cantante, guitarrista y compositor Billie Joe Armstrong, de la banda norteamericana Green Day, escribió la canción 'Who Wrote Holden Caulfield?' para su álbum Kerplunk! (1992) basándose en su percepción sobre Holden. Armstrong declaró: «Es una canción sobre olvidar lo que vas a decir. Sobre intentar motivarte a hacer algo porque tus mayores te dicen 'motívate a hacer algo'. Entonces te frustras y piensas que deberías hacerlo pero al final no haces nada. Y luego lo disfrutas».http://www.youtube.com/watch?v=PsRS-MN4E4k&feature=related
La séptima canción de Chinese Democracy, sexto álbum de Guns N' Roses, lleva el título del libro. http://www.youtube.com/watch?v=V0PuJS-AtuE
La canción "Ze hakol bishbilej" ("Todo es para ti") de la banda israelí Kiveret se pregunta en un momento: "¿A dónde van los patos cuando el río se congela?", tal como Holden. http://www.youtube.com/watch?v=dWLBS88iR7o
En un capítulo de la serie "Me llamo Earl", Crabman (El hombre cangrejo), está creando una cuenta de Facebook falsa para añadir a su mujer. En los datos pone. Nombre: Holden Caulfield. Localidad: Nueva York. Empleo: Guardián ("Catcher" en inglés).
Bring me the horizon, banda de death-core y metal-core del Reino Unido, tiene una canción llamada "Who wants flowers when you're dead? Nobody" en su EP "This Is What The Edge Of Your Seat Was Made For", esta frase fue extraída del final del capítulo 20, cuando el protagonista, reflexionando dice: "Espero que cuando me llegue el momento, alguien tendrá el sentido suficiente como para tirarme al río o algo así. Cualquier cosa menos que me dejen en un cementerio. Eso de que vengan todos los domingos a ponerte ramos de flores en el estómago y todas esas puñetas... ¿Quién necesita flores cuando ya se ha muerto? Nadie." http://www.youtube.com/watch?v=wpJUz8YEYac
En la película The Good Girl (2002) Jake Gyllenhaal se hace llamar Holden en la película, aunque no se llama así, y le habla a la protagonista, Jennifer Aniston, sobre el libro. http://www.peliculasyonkis.com/pelicula/the-good-girl-2002/
En la película de Stanley Kubrick de 1980 El resplandor, a la actriz Shelley Duvall se la ve leyendo este libro mientras desayuna.http://www.peliculasyonkis.com/pelicula/el-resplandor-1980/
El grupo de punk rock "The lawrence arms" hace una referencia al título del libro en la canción "The disaster march" perteneciente al disco "The greatest story ever told".http://www.youtube.com/watch?v=QCbkIH3M3Gk
Bajo el mismo nombre se encuentra titulado el reciente EP (Catcher in the Rye - 2010) de la banda noruega Datarock. http://www.youtube.com/watch?v=XTAxzsQvEtw
Existió una banda de rock llamada Pencey Prep, el nombre del instituto del que Holden es expulsado. Una de sus canciones más famosas es 'The Secret Goldfish', que hace referencia a la historieta que el hermano del protagonista, Allie, escribió. http://www.youtube.com/watch?v=luN2g2McWOA
En la serie “Drake y Josh,” la maestra Haffer le pregunta a Drake que cuál es su novela favorita del siglo XX, a lo que Drake responde "El Guardián entre el centeno" http://www.seriesyonkis.com/capitulo/drake-y-josh/la-maestra-malvada/45403/
En la novela "Tokio Blues" de Haruki Murakami el personaje de Reiko le dice a Toru Watanabe "No sé. Hablas de una manera un poco extraña. No estarás imitando al personaje de "El guardián entre el centeno", verdad?" 
La frase (que más me gustó)
"Eso del sexo es algo que no acabo de entender del todo. Nunca se sabe exactamente para qué lado va uno a tirar. Por ejemplo, yo me paso el día imponiéndome límites que luego cruzo todo el tiempo. El año pasado me propuse no salir con ninguna chica que en el fondo no me gustara de verdad. Pues aquella misma semana salí con una que me daba cien patadas. La misma noche, si quieren saber la verdad. Me pasé horas enteras besando y metiendo mano a una cursi horrorosa que se llamaba Anne Louise Sherman. Eso del sexo no lo entiendo. Se lo juro."

Recomendaciones

Holden nos refiere a muchos libros que ha leído, en general para dar una interpretación diferente de la convencional o para resaltar partes que generalmente no se valoran. Menciona a Beowulf y Lord Randall como sus lecturas escolares. Libros de que le gustaron aunque no lo convencieron totalmente son Romeo y Julieta y La condición humana (el verdadero título es Servidumbre humana) de Somerset Maugham. No le gustó en cambio Adiós a las armas de Hemingway y le fascinaron Fuera de Africa, de Isak Dinesen, el autor Ring Lardner (Ya me conoces, Al – Corte de pelo – La luna de miel dorada – Un día en la vida de Conrad Green), Thomas Hardy y su personaje Eustacia Vye de La vuelta del indígena o según la traducción más habitual El regreso del nativo y El gran Gatsby de F.J. Fitzgerald del cual dice: “¡Qué tío ese Gatsby! ¡Qué bárbaro! Me chifla la novela!”.

jueves, 27 de noviembre de 2014

Amalia

El primer día de clases de mi sexto grado entró por la puerta del aula una mujer bajita, blanca, de ojos claros, llamada Hebe. Junto con ella entraron a mi vida la incredulidad, la crítica y los primeros balbuceos de mi propia voz. La señorita Hebe tenía la voluntad de enseñarnos historia argentina y también tenía un relato de esa historia al que confundía con la verdad. Ahora creo que si esta confusión no hubiese sido tan marcada, tan nítida, tan grotesca, mi vida podría haber andado otros caminos. Pero lo cierto es que la obstinación de esta pequeña mujer en su reparto de héroes y  malvados me llevó a entender mucho más que cualquier lección con pretensiones de objetividad y tolerancia.

Llegado ese año, según mi recuerdo, mis compañeras de primaria y yo estábamos dividas en tres grupos que respondían, con ciertos márgenes borrosos, a cuestiones económicas. Las que tenían más dinero eran también más seguras, más aterciopeladas, mejores alumnas y más sonoras.  Las “del medio” eran grises, en un gris amarronado, un poco beige. No hablaban demasiado, sólo en susurros entre ellas, y tenían peores notas. El tercer grupo, un conglomerado disperso, estaba formado por las inclasificables. Las pésimas estudiantes, las rebeldes con y sin causa y las que tenían algún que otro problema mental. Ahí estaba yo, excelente alumna, pero pobre; rubia, pero gorda; visible, pero sin purpurinas. Gracias a que no le hacía asco a nadie y ayudaba con la tarea a quien me lo pidiese, me llevaba relativamente bien con todo el mundo y pivotaba de un núcleo al otro.
El viernes 26 de marzo, la señorita Hebe comenzó con las guerras civiles. Primero hizo una larga introducción sobre lo triste, pero realmente tristísimo, de la sangre derramada entre hermanos. Nada peor, nos dijo, nada más terrible; hasta citó al Martín Fierro: “Los hermanos sean unidos,/Porque ésa es la ley primera./Tengan unión verdadera/En cualquier tiempo que sea /Porque si entre ellos pelean /Los devoran los de ajuera.” Como yo era hija única, no le presté mucha atención a estos mandatos fraternales y me aburrí bastante. Después habló brevemente de un terrible tirano que había gobernado mucho, muchísimo tiempo nuestro país y que se llamaba Juan Manuel de Rosas. Finalmente, nos dio como tarea para el fin de semana leer un resumen de una grandiosa novela: “Amalia” de José Mármol.
A la salida de la escuela el aire estaba enrarecido por los petardos. Una manifestación que traía a los estudiantes del Pellegrini y del Liceo 9 bajaba por Callao hacia el Congreso. Mis compañeras, las chicas del Normal 9, corrían a refugiarse en el Pasaje Rauch y apuraban el paso hacia su casa. Yo me quedé mirando la columna, los carteles y banderas, y las caras y las manos de los manifestantes. No sabría hasta dos años después que había sido una manifestación de apoyo al Viborazo el día en que asumía la presidencia Alejandro Agustín Lanusse. Algo de ese fenómeno callejero y estruendoso, juvenil y decidido me conmovió, me sedujo, me sacó de mis ensueños infantiles y me puso por unos minutos en una realidad atemorizante y hermosa. Acompañé a la marcha desde la vereda tratando de aprenderme los cantitos: "¡San José era carpintero y María era modista, y tuvieron un hijito guerrillero y peronista!", "¡Dame una mano, dame la otra, dame un gorila que lo hago pelota!". Con la música del tango “Fumando espero”: "Fumando un puro me cago en Aramburu, y si se enojan también me cago en Rojas, y si se siguen, se siguen enojando, me cago en los comandos, de la libertadora".
En la esquina de Rivadavia y Callao los bombos se fueron haciendo atronadores.  Justo en la confluencia de las columnas de las dos avenidas, pero del lado de Riobamba llegaron uniformados a caballo y carros de asalto con gases. Esas granadas que siseaban y escancían, pero sobre todo los gritos y corridas de los manifestantes me produjeron un terror paralizante. Me quedé parada en la esquina del Molino con los ojos llorosos abiertos como platos, abrazada a mis libros atados con liga y tosiendo desesperadamente. En ese momento, una chica delgadita de pelo negro lacio y ojos negros inmensos que también llevaba guardapolvo me agarró de la mano y me dijo. “¡Vení, corramos!”. Yo le obedecí sin titubeos y seguimos por Entre Rios, doblamos por Alsina y entramos por una puerta desvencijada. Ahí subimos una escalera ancha y sucia hasta el tercer piso y llegamos, por fin a salvo, a una habitación enorme y terriblemente desordenada. Miré a mi bienhechora con inmensa gratitud.
--Muchas gracias –le dije—yo soy Lucrecia, ¿vos?
--Mirta –me contestó y me sonrió con ganas.
Con el corazón volviendo lentamente a su ritmo normal miré a mi alrededor. Una mujer joven cosía en la punta de una mesa repleta de retazos y tres chicos entre cuatro y ocho años jugaban una especie de mancha helada. Mirta me señaló a sus hermanitos y me presentó a su mamá que me dio un beso y una leche con galletitas que me pareció deliciosa. Mi nueva amiga tenía alrededor de trece años, pero todavía estaba en séptimo. Raramente, no hablamos de la marcha sino que nos pusimos a jugar al tuti fruti y a reírnos del caos que los juegos de sus hermanos causaban en el ya atestado y desastroso cuarto. Las manchas de humedad ocupaban casi todo el techo y parte de las paredes. Las camas servían de escondite y parapeto y era imposible no tropezárselas al intentar caminar. Había una especie de pileta y cocina improvisadas en un extremo y el baño estaba en el pasillo. Todo el conjunto me producía una sensación de encanto y tranquilidad, de profunda comodidad.
Tuve que irme antes de lo que hubiese querido porque a pesar de que en mi casa no registraban demasiado mi presencia, el anochecer era una señal de alarma que no se podía soslayar. Le di a Mirta mi teléfono, ella no tenía, y me fui con miedo de no volver a verla. Tal como había anticipado, mi mamá no se había percatado de mi ausencia  así que me saqué el guardapolvo, tiré los libros en un rincón, mientras me distraía con imágenes y sensaciones de la marcha y de su insólito final. Finalmente decidí comenzar con la tarea. Saqué el resumen de “Amalia” y me puse a leer.
Eduardo y Daniel, heroicos enemigos de la tiranía, también habían sido emboscados, igual que nosotros, los chicos de la marcha, en el primer capítulo. Daniel, saliendo de la nada, salvaba a Eduardo a último momento y lo llevaba a un lugar donde pudiera refugiarse, como Mirta había hecho conmigo. Empecé a interesarme. Los malditos represores contaban el dinero que les habían pagado y me imaginé a los de los caballos y los gases contando en sus casas el dinero mal habido. Daniel llevaba a su amigo a la casa de su prima, Amalia. Pero Amalia no estaba cocinando una sopa o cantando sola en el patio, estaba leyendo a Lamartine, un tipo raro de la revolución francesa y tenía una mesa de mármol negro y una lámpara de alabastro. Fui a buscar el diccionario y me enteré que era una piedra de apariencia marmórea, dúctil y traslúcida. Amalia era buena, buenísima, tan perfecta que me daba un poco de desconfianza sin saber por qué. Luego Daniel le pidió que echara a sus sirvientes, a la mitad de ellos, porque no eran de confianza y ella aceptó sin vacilar. Acá su perfección no pareció tan maravillosa, su sensibilidad extrema no le alcanzó para pensar en esos criados despedidos. El autor tampoco pareció reparar en ellos; no les dedicó ni una línea. Yo, en cambio, me preocupé por su suerte. Se iban a quedar sin trabajo y sin casa, sin haber hecho nada malo, de un día para otro, ¿que irían a hacer? Quizás al final no los echaran. Seguí leyendo con esa esperanza.
Pero lo que seguía eran las dos páginas de descripción de las habitaciones de Amalia. Papel aterciopelado, hilos dorados, raso azul, tapiz de Italia, cama de caoba labrada, y seguía y seguía. Yo no lo podía creer. Al tal Mármol no solamente no le daba vergüenza explicar estos excesos de gasto y lujo sino que le parecían virtudes. Y no solamente le parecían virtudes, sino virtudes inherentes a Amalia. Como si fueran rasgos de su carácter. Amalia era buena, blanca y tenía “un servicio de té de porcelana sobredorada”. Era joven, sacrificada y abnegada y tenía “ocho pebeteros de oro cincelado, obra del Perú, de un gusto y de un trabajo admirables”. Amalia era dulce y obediente y tenía “seis magníficos cuadros de paisaje y cuatro jilgueros dentro de jaulas de alambre dorado” ¡eso en el baño! Pensé en el baño de Mirta que estaba en el pasillo y en el mío que no tenía agua caliente y sentí asco e indignación. Tanta sensibilidad, tanto buen gusto, no les alcanzaba para ver la injustica flagrante de esas diferencias, distingos que yo ya sufría como la más diáfana de las realidades. Y no le creí nada a Mármol, nunca más. Yo, tan dispuesta a creer, inauguré mi desconfianza como una flor salvaje. Y esa noche mientras tiraba el libro a un rincón y me iba a cenar me hice rosista de una vez y para siempre, sin saber nada del Restaurador, porque un libro salvajemente unitario me había convertido en partidaria de la Santa Federación.

Sin saberlo, me dirigía hacia el peronismo a paso lento y seguro y, al mismo tiempo, el peronismo se dirigía hacia mí. Era el año 1971, pronto nos encontraríamos.

El día que me senté con Jesús en el patio de atrás y un viento me abrió el kimono y se me vieron los pechos

(Traducción del original de Gloria Sawai, inédito en español)

Cuando te pasa algo extraordinario siempre recordás con una claridad antinatural todos los detalles que había alrededor. Te acordás de formas y sonidos que no estaban relacionados directamente con el suceso pero pululaban en la periferia. Te puede pasar cuando leés un libro sorprendente por primera vez, uno que te desubica y te lleva a pensar en profundidad. Te acordás dónde lo leíste, en qué habitación, y quién estaba cerca.
Todavía recuerdo, por ejemplo cuando leí “Cautivo del deseo” de Somerset Maugham.  Estaba en la cucheta de arriba, en el dormitorio de la escuela, envuelta en una colcha azul. En ese momento vivía en la escuela por deseo de mi padre. Era un hombre muy religioso y quería que yo tuviese una educación espiritual. Que escuchara la Palabra y conociera al Señor, había dicho. Así fue que me mandó a la Academia Luterana San Juan en Regina durante dos años. Tenía confianza, supongo, que allí escucharía la Palabra. En todo caso, puedo escuchar todavía a la señora Sverdrup, nuestra casera, golpeando la puerta a medianoche y suspirando con su acento noruego: “Ahora, Gloria, ya pasan de las doce en punto. Es hora de apagar la luz. Ahora mismo”. Lo que es interesante es que no me acuerdo nada del libro. Pero debe haberme conmovido profundamente cuando tenía dieciséis años, hace ya bastante tiempo.


De modo que pueden imaginarse lo perfectamente que recuerdo el día en que Jesús de Nazaret, en persona, escaló la colina detrás de nuestro patio y llegó hasta donde yo estaba sentada en una reposera. Y cómo se quedó un rato conmigo. Entenderán perfectamente lo claros que están todos los detalles en mi memoria.
El suceso ocurrió una mañana de lunes, el 11 de septiembre de 1972, en la ciudad de Moose Jaw, en Sasktchewan.  Estas fechas son por sí mismos más especiales de lo que pueden parecer a primera vista. Septiembre es mi mes favorito, el lunes es mi día favorito y la mañana mi hora favorita. Y, a pesar de que Moose Jaw puede no ser el lugar más magnífico del mundo, aun así, si estás allí una mañana de lunes en septiembre, el sitio tiene su belleza.

No es difícil comprender por qué estos días y horarios son mis favoritos. Tengo esposo y cinco hijos. Las cosas se ponen frenéticas, especialmente durante los fines de semana y las vacaciones. Niños corriendo alrededor de la casa, comiendo, discutiendo, preguntándome cada hora qué pueden hacer en Moose Jaw. Y la televisión. Los programas son siempre los mismos, solamente cambian los nombres.  “Los jinetes valientes”, “Los bomberos azules”, lo que sea. Así que cuando las clases comienzan en septiembre, tomo por fin el sol de la libertad, especialmente los lunes. Sin peleas, sin televisión. Sólo la mañana, clara y hermosa. Un nuevo día. Un nuevo comienzo.
La mañana del 11 de septiembre, me levanté a las 7, como de costumbre, cociné avena para los chicos y salchichas para Fred y luego los acompañé afuera y me tomé una segunda taza de café en paz. Decidí afrontar el planchado de la semana. No me había vestido todavía y tenía puesto mi kimono rosado, el que compré hace años en mi viaje a Japón, mi único verdadero viaje, un tour de trescientos dólares por Tokyo y otras ciudades. Ahorré para ello trabajando como bibliotecaria en Regina. Y estoy contenta de haberlo hecho. Desde entonces casi no salí de Saskatchewan. Una vez fui a Winnipeg y otra al lago en Montana, a visitar a mi hermana.
Puse la tabla de planchar y saqué de una canasta la ropa arrugada. La primera camisa tenía mucho olor a humedad, la segunda estaba cubierta de pequeñas manchas de moho y la tercera también. Fred enseña ciencias en Moose Jaw. Usa muchas camisas.  Decidí enjuagar toda la ropa y tenderla al sol y así lo hice. Mientras se secaba, me senté afuera para aprovechar el día claro y soleado.
Si conocen Moose Jaw, sabrán sobre la nueva subdivisión en el sudeste llamada Hillhurst. Ahí es donde vivimos, justo en el borde de la ciudad. En realidad, nuestro fondo da al descampado y se puede ver la llanura detrás hasta donde alcanza la vista que, cuando se acerca a nuestro terreno, forma una pequeña colina. A la derecha hay un grupo de álamos y las hierbas han crecido altas entre las rocas. Aparte de esto todo es plano, solamente tierra y cielo. Cuando el sale el sol, las hierbas y las rocas se visten con un brillo anaranjado que me encanta.
Desenchufé la plancha y volví a la cocina. Pensé en llevarme una taza de café o un vaso de jugo de naranja. Para alcanzar el jugo, en la parte de atrás de la heladera, mi mano rozó una botella de vino Calona. Esa era una idea mejor. Un vinito en la mañana del lunes, un pequeño relax después de un fin de semana ruidoso. Tomé la botella y me serví, anticipando un día más que agradable.
En el patio, acomodé una reposera en el sol y me senté. Sorbí mi vino. La belleza y la tranquilidad flotaban hacia mí en la mañana del lunes 11 de septiembre a eso de las 9 y 40.
Al principio era solamente un bulto en el horizonte. Luego era un topo que se aproximaba. Después parecía una animal más grande, un perro quizás, que se movía por la pradera. Ya más cerca se transformó en una persona. Sin duda. Una mujer quizás, todavía con su bata. Pero llegando a las rocas, a través de las hierbas, cerca de la colina, ya lo veía claramente. Y supe quién era. Lo supe como sabía que el sol brillaba.
La razón por la que lo supe es que era exactamente como lo había visto en cinco mil cuadros y pinturas, en los libros y en los folletos de los domingos. Si hubo alguna vez una persona de la que yo hubiera oído hablar una y otra vez, miles de veces, era esta.  Hasta en la primaria, con esas preguntas terribles: ¿amas al Señor? ¿serás salvada por la gracia y sólo por la fe? ¿estás esperando el glorioso día del segundo advenimiento? ¿estarás lista para el Gran Día? Cuando era niña, a veces me escondía debajo de la cama preguntándome si realmente me salvaría por la gracia y por la fe o, sin darme cuenta, estaba probando otro método, como los católicos, que creían que se salvarían por las buenas obras y sin embargo irían directamente al infierno. Excepto algunos, que sabían en sus corazones qué era realmente la gracia, pero no querían dejar la iglesia católica por sus parientes. ¿Entonces era esto? ¿Sonaría la trompeta esta noche y el cielo se dividiría en dos? ¿Descendería el Gran Señor y Rey, alfa y omega, sosteniendo los siete candeleros, desde el cielo con un grito poderoso? ¿Y yo estaba lista? El reverendo Hanson, desde su púlpito en Swift Current, Saskatchewan, rugía en mis oídos y chocaba contra mis tímpanos.
Y ahí estaba. Viniendo. Subiendo la colina hacia mi patio, con su hábito volando por el viento. Venía. Y yo no estaba lista. Con toda esa ropa tirada por el living. Y vestida con esta cosa vieja, hecha en Japón, y tomando vino en la mitad de la mañana.
Ya había llegado, subía por los escalones que daban al patio. Los dedos de Jesús se curvaban sobre mi pasamanos. Estaba ascendiendo. Se dirigía hacia mí.
Se paró en los escalones y me miró. Yo lo miré. Se lo veía tal cual en las ilustraciones, con un hábito blanco, una chalina púrpura, pelo rubio y piel clara. ¿Cómo es que todos ilustradores de los periódicos escolares lo habían reproducido tan exactamente?
Se paró en el último escalón. Yo permanecí sentada, sosteniendo mi vaso. ¿Qué se le dice a Jesús cuando viene? ¿Cómo hay que recibirlo? ¿Lo llamás Jesús? Supuse que ese era su nombre de pila. ¿O Cristo? Me acordé de la mujer que vivía en adulterio que lo llamó Señor. Podría llamarlo así. O podría fingir que no lo reconocía. A lo mejor, por alguna razón, él no quería que lo reconocieran.
“Buenos días”, dijo. “Mi nombre es Jesús.”
“¿Cómo está”, le dije. “Mi nombre es Gloria Olson.”
Mi nombre es Gloria Olson. Eso fue lo que dije, como si él no lo supiera.
Él sonrió. Me levanté y le abrí otra reposera. “Qué hermosa vista que hay aquí”, dijo, sentándose en la reposera y apoyando su pie con sandalia sobre el borde.
“Gracias” le contesté. “Nos gusta mucho.”
Hermosa vista. Esas fueron sus palabras. Todos los que vienen a nuestra casa y van al patio de atrás dicen eso. Todos.
“No esperaba visita hoy.” Me cerré con cuidado el kimono y agarré el vaso del piso donde lo había dejado.
“Pasé mientras me dirigía a Winnipeg. Pensé en venir un rato.”
“He oído mucho de usted”, le dije. “Se parece mucho a sus cuadros.” Me llevé el vaso a los labios y me di cuenta que sus manos estaban vacías. Debería ofrecerle algo. ¿Té? ¿Leche? ¿Cómo le pregunto qué quiere tomar? ¿Qué palabras debería usar?
“¿Le gustaría tomar algo?”, le dije finalmente. Miró el vaso en mi mano. “Puedo hacer té”, agregué.
“Gracias”, dijo. “¿Qué está bebiendo?”
“Bueno, es que los lunes trato de relajarme un poquito después del fin de semana con la familia en casa. Tengo cinco chicos, ya sabe. Así que a veces después del desayuno tomo un poco de vino.”
“Un vaso de vino estaría bien”, dijo.
Por suerte encontré una copa limpia en el armario. Me apoyé en la mesada mientras servía el vino. Y luego, como un relámpago, me di cuenta de mi situación. Oh, Juan Sebastian Bach. Gloria. Honor. Sabiduría. Poder. George Handel. Rey de reyes y Señor de señores. Está en mi patio. Hoy está sentado en mi patio. Le puedo hacer cualquier pregunta, cualquiera, y él sabe la respuesta. Aleluya. Aleluya.
Abrí la puerta de la heladera para guardar la botella. Y vi a mi padre. Era la mañana de año nuevo. Mi padre estaba sentado a la mesa de la cocina. Mi madre había tapado el pavo para dejarlo marinando en el horno. Oí el sonido de la tapa contra la asadera. Se sentó enfrente de papá. Sigrid y Freda estaban en un lado de la mesa, y Raymond y yo en la otra. Teníamos libros de himnos, libros negros y pequeños abiertos en la página uno. Afuera estaba oscuro. En la mañana de año nuevo nos levantábamos antes del amanecer. Papá nos miraba con el mentón levantado. Quería decir, quédate quieto y siéntante derecho. Raymond se sentó derecho y duro como un soldado, esperando que papá se diera cuenta qué bien se había sentado. Empezamos a cantar. Página uno. Himno para el año nuevo. Philipp Nicolai. 1599. No necesitábamos los libros. Habíamos cantado este himno todos los años desde que habíamos nacido. Papá siempre era el que cantaba más fuerte.
Al filo de los gallos,
viene la aurora;
los temores se alejan
como las sombras.
¡Dios, Padre nuestro,
en tu nombre dormimos
y amanecemos!
Como luz nos visitas,
Rey de los hombres,
como amor que vigila
siempre de noche;
cuando el que duerme,
bajo el signo del sueño,
prueba la muerte.
Del sueño del pecado
nos resucitas,
y es señal de tu gracia
la luz amiga.
¡Dios que nos velas!
Tú nos sacas por gracia
de las tinieblas.
Gloria al Padre, y al Hijo,
gloria al Espíritu,
al que es paz, luz y vida,
al Uno y Trino;
gloria a su nombre
y al misterio divino que nos lo esconde.
En realidad no me importaría seguir cantando himnos en año nuevo, siempre y cuando estuviese segura que nadie se iba a enterar. Me daría algo de vergüenza si algunos de mis amigos supieran cómo pasábamos el año nuevo. A cierta edad es fácil avergonzarse de la familia. Me acuerdo de Alice Johnson, qué avergonzada estaba de su padre, Elmer Johnson. Era alcohólico y no podía controlar sus deseos de orinar. Su madre siempre tenía que estar limpiando lo que él ensuciaba. Aun así en la casa había olor. Yo sabía que Alice se avergonzaba cuando veía a Elmer con mirada de loco y manchas de orín en los pantalones. No sé qué es más difícil para un niño, tener un padre que se emborracha o uno que es sobrio, pero canta himnos de año nuevo.
Le llevé el vino a Jesús. Me senté, sosteniendo mi propio vaso sobre el dobladillo de mi kimono. Jesús estaba mirando hacia la pradera. Parecía notar cada cosa que había allí. Obviamente no tenía apuro, pero tampoco tenía mucho para decir. Pensé en qué tema podría tocar.
“Supongo que estará más acostumbrado al mar que a la pradera.”
“Sí”, respondió. “Pasé la mayor parte de mi vida cerca del agua. Pero también me gusta la llanura. Hay algo hermoso en la pradera” Volvió la cabeza hacia el viento, que soplaba con más fuerza, y venía del este.
Hermoso, de nuevo. Si alguna vez hubiera usado esa palabra para describir la pradera, en una tarea del colegio de San Juan, por ejemplo, me la habrían devuelto con tres círculos rojos alrededor. Por lo menos tres. Alcé mi copa hacia el viento. Bien por el viejo San Juan. Bien por el viejo Pastor Solberg, que se paraba en frente del altar de madera, sosteniendo su góspel en la mano.
En el comienzo fue la Palabra
Y la Palabra fue con Dios
Y la Palabra fue Dios
Todas las cosas fueron hechas por Él
Y sin Él nada de lo hecho, estaría hecho.
Yo me sentaba en el banco con Paul Thorson. Compartíamos el libro de himnos. Nuestros pulgares se tocaban en el medio del libro. Era invierno. La capilla estaba fría, estaba construida en un galpón abandonado de la Segunda Guerra. Nos poníamos tapados y nos sentábamos muy juntos. Paul jugaba con su pulgar, empujando el mío hacia un lado y después hacia el otro. El viento aullaba afuera. Veíamos nuestro aliento cuando cantábamos el himno.
En tus brazos descanso,
El enemigo no podrá molestarme
Aquí no puede alcanzarme.
Aunque el cielo se sacuda,
Aunque los corazones se aceleren,
Jesús calma mi temor,
Los relámpagos pueden estallar
Y el trueno puede atronar
Y el pecado puede acosar
Jesús no me fallará…
Y aquí estaba. Alfa y Omega. La Palabra. Sentado en mi reposera y diciéndome que la pradera era hermosa. ¿Qué podía responderle?
“A mí también me gusta”, le dije.
Jesús miraba una urraca que volaba alrededor de los álamos. Era muy bello, la verdad. Pero no era como mi padre. Mi padre era perfecto. Como la gente perfecta muy, muy ocupada. Sin embargo no estaba tan ocupado como Elsie. Elsie era la más ocupada. Nunca podías visitarla sin que tuviera que hacer alguna otra cosa al mismo tiempo. Lavar las hojas de las plantas con leche, por ejemplo.  O doblar las medias en el sótano mientras yo me sentaba en un banco al lado del lavarropas. No me habría importado sentarme en el sótano si ese hubiera sido el único lugar que ella tenía. Pero en realidad disponía de un living lleno de sillones comodísimos, donde nadie se sentaba. Ahora Cristo no tenía aparentemente nada que hacer en absoluto.
Se había levantado viento. Le hinchaba y sacudía el hábito alrededor de las piernas. Dejé mi vaso en el suelo y me sujeté el kimono en las rodillas. Se me volaba alrededor de los tobillos. Traté asegurármelo contra las piernas. Un viento de Saskatchewan vino de pronto. Un golpe de viento que me golpeó de frente y se filtró entre los bordes de la seda, se coló debajo, abombando la tela aflojando incluso la faja, y de pronto el kimono estaba totalmente abierto. Lo supe sin mirar. El viento soplaba sobre mis pechos. Luego, tan rápidamente como había llegado, se fue y nos quedamos con la brisa suave.
Miré a Jesús. Él me estaba mirando. Y a mis pechos. Jesús estaba sentado en el patio mirándome los pechos.
¿Qué debía hacer? ¿Decir disculpe y esconderlos de nuevo en el kimono? ¿Hacer una broma? ¿Ir a mirar si el viento había volado algo más? ¿No decir nada? ¿Guardarlos lo más discretamente posible? ¿Qué se dice cuando viene un viento, te vuela el kimono y Él te ve los pechos?
Ahora, ya sé que hay maneras y maneras de mostrar los pechos. Algunas cosas sé. Leo libros. Y también aprendí mucho de mi prima Millie. Millie es la oveja negra. No se graduó porque abandonó los estudios para dedicarse a ser modelo de un artista en Winnipeg. También baila. De todos modos, Millie me contó algunas cosas acerca de mostrar el cuerpo. Me dijo, por ejemplo, que cuando un artista quiere dibujar a su modelo, la desnuda completamente y la coloca en distintas posiciones para pintarla desde distintos ángulos. O la cubre con telas, generalmente de satén. Cubre una parte del cuerpo con la tela y deja el resto expuesto. Lo hace de una manera estética arrugando el satén sobre el tobillo, por ejemplo. Nunca sobre los pechos. De modo que mi apariencia no debía ser agradable, ni estética ni eróticamente hablando, según el punto de vista de Millie. Mis pechos habían aparecido al abrirse el kimono. Y por alguna razón que no puedo explicar, ni siquiera hoy, no hice nada. Me quedé sentada ahí.
Jesús debe haberse dado cuenta de mi confusión. Me dijo –creo que sinceramente-, “Tiene hermosos pechos.”
“Gracias”, respondí. Y no sabía qué más decir, salvo preguntarle si quería más vino.
“Sí, gracias”, dijo, y fui a rellenar el vaso. Cuando volví estaba mirando la urraca que volaba entre las hierbas altas. Me senté y lo observé.
Entonces tuve una sensación muy, muy peculiar. Sabía que era solamente una ilusión, pero fue tan fuerte que me asustó. Es difícil de explicar porque nunca me había ocurrido nada parecido. La urraca comenzó a flotar en dirección a Jesús. La vi flotar hacia él como si alguna aspiradora la estuviera atrayendo. Y cuando llegó, se apoyó sobre su pecho que estaba desnudo porque el hábito se había deslizado hacia abajo. Picoteó sus pequeños pezones marrones, graznó y despareció. Pareció que desaparecía colándose por sus poros, metiéndose dentro de Él. Luego, lo mismo pasó con una roca. Una roca flotó hasta Jesús, se apoyó sobre su pecho y se disolvió en su piel. Era muy extraño, Jesús y yo sentados juntos con todo eso que estaba pasando. Me sentí un poco mareada, así que cerré los ojos.
Y vi a la mujer en el baño público de Tokyo. Había docenas de mujeres y niños. Algunos se apoyaban contra las paredes. Juntaban agua caliente en vasijas y se lavaban con ella con la ropa puesta, cambiaban el agua varias veces y se enjuagaban. Y luego la vi. La mujer sin pechos. Estaba acuclillada cerca de un grifo. Era la mujer más anciana que yo hubiera visto. Y la más flaca. Piel y huesos. Saludaba y sonreía a todos los que entraban. Tenía solamente tres dientes.  Cuando se agachó para llenar la vasija vi los pliegues de piel donde habían estado sus pechos. Al levantarse, los pliegues desaparecieron. En su lugar había dos pequeñas depresiones. Hasta los pezones habían desparecido en las cuevas de sus senos.
Abrí los ojos y miré a Jesús. Afortunadamente, todo había dejado de flotar.
“¿Alguna vez estuvo en Japón?” pregunté.
“Sí”, dijo. “Unas pocas veces.”
No le presté atención a la respuesta y comencé a contarle sobre Japón como si no lo conociera. No podía parar de hablar, especialmente sobre la anciana y sus pechos.
“Debería haberla visto”, dije. “No era simplemente plana, como algunas mujeres de Moose Jaw que conozco. Sus pechos eran cóncavos. Como si la piel estuviera aspirada allí. ¿Alguna vez vio pechos así?”
Los ojos de Jesús se estaban oscureciendo. Parecía haberse hundido en la reposera.
“Las mujeres japonesas tienen pechos más pequeños, generalmente”, dijo.
Pero no me había comprendido. No eran solamente sus pechos lo que me había sorprendido. Eran sus caderas, sus dientes, su cuello, sus tobilos, sus piernas. Todo. No solamente sus pechos. No dije nada durante un rato. Jesús tampoco hablaba.
Finalmente pregunté “Bueno, ¿qué piensa de los pechos así?”
Supe inmediatamente que había hecho la pregunta equivocada. Si querés respuestas específicas y personales, hacés preguntas específicas y personales. Es así de simple. Tendría que haberle preguntado, por ejemplo, qué pensaba de ellos desde un punto de vista sexual. Si fuera un amante, digamos, ¿le gustaría acariciar esos pechos?
O debería haberle pedido algún tipo de opinión estética. Si fuera un artista, un escultor, ¿usaría el mejor mármol de Florencia, y después noche y día en su estudio reproduciría esos pechos en una estatua?
O si era curador de un gran museo en París, ¿colocaría esos pequeños pliegues en un pedestal de plata en el centro del salón?
O si fuera un patrono de las artes ¿iría a una gran muestra y se pararía frente a esas pequeñas cuevas , tomando champagne y se volvería hacia su acompañante, la de los pantalones de seda negra, y le diría “Mira, querida. ¿Has visto esta maravillosa pieza? ¿Crees que el artista ha capturado la esencia de la forma femenina?”.
Estas eran algunas de las cosas que debería haber dicho si hubiese estado inspirada. Pero mi ingenio no me acompañaba ese día. Todo lo que dije, y no quería decirlo, me salió solo, fue “A mí no me gustan”.
Eché la cabeza hacia atrás y dejé que el viento me soplara en el cuello y los pechos. Soplaba fuerte otra vez. Sentí los pequeños granos de arena contra la piel
Jesús, amante de mi alma, déjame volar hacia tu seno.
Mientras fluye el agua, mientras la tempestad todavía no está cerca.
Cuando lo miré de nuevo sus ojos todavía estaban oscuros y su cuerpo había mermado considerablemente. Se parecía a Jimmy, aquella vez en Alberta. Jimmy era un vecino de Regina.  En su cumpleaños número veintisiete se había unido a un club de motociclismo, y se metió en muchos problemas. Terminó recluido en una cárcel de máxima seguridad. Un verano en un viaje de campamento al norte, paramos para visitarlo –Fred y los chicos y yo. No fue una buena visita, dicho sea de paso. Si vas a visitar presos, tenés que hacerlo con cierta regularidad. Ahora me doy cuenta de eso. Pero, de todos modos, fue entonces cuando sus ojos parecían oscuros como éstos. Pero a lo mejor era que había estado fumando. Jimmy Lebrun.
Finalmente Jesús contestó. Todo le tomaba mucho tiempo, incluso responder a preguntas simples.  Pero no estoy segura de qué fue lo que dijo porque sucedió algo tan extraño  que no pude oírlo. El viento me golpeó en la cara y empujó mi pelo hacia atrás. Mi kimono voló en todas direcciones y sacudí los brazos en el aire, como nadando. Y allí, delante de mis ojos estaba el techo de casa. Vi la basura que había dejado la tormenta de agosto. Y recuerdo que pensé que tenía decirle a Fred que limpiara. Había comenzado a dar vueltas alrededor de la casa y veía la cabeza de Jesús desde arriba. Pero no. Porque en realidad estaba sentada en la reposera a su lado y me miraba a mí misma por encima de su hombro. Pero no era yo, era la mujer vieja de Tokyo. Vi su cabello gris en el viento. El agua se le escurría desde el mentón. Estaba flotando en dirección a su pecho. Pero no era ella. Era yo. Pude saborear el jabón en la lengua y el viento en la espalda y vi los huecos en mis pechos. Estaba sonriendo y saludando y el viento soplaba en mis encías desdentadas. Y después rápidamente, muy velozmente, fui como una bandada de gorriones que se introduce en las ramas de los álamos y exploté en millones de pequeños pedazos y me metí en los infinitesimales hoyos de la piel de Jesús. Fui como la urraca y la roca, como si fuese átomos y moléculas o lo que fuera que era aquello en lo que me había convertido.
Después me sentí mareada. Tuve náuseas, allí sentada en mi reposera. Jesús también parecía enfermo. Y triste y solitario. Oh, Cristo, pensé ¿por qué estamos aquí sentados en un día tan hermoso derramándonos tristezas el uno al otro?
Tuve que levantarme y caminar. Fui hasta la cocina y preparé té.
Puse el agua a hervir ¿Qué era lo que me estaba pasando? ¿Por qué desperdiciaba esta mañana perfecta hablando de pechos? La única oportunidad de mi vida y la estaba desperdiciando. ¿Por qué no me controlaba mejor? ¿Por qué todo siempre se me escapaba de las manos? Pechos. ¿Y por qué mi nombre era Gloria? Un nombre tan pío para alguien a quien no se le ocurre nada mejor que hablar de pechos. ¿Por qué no me llamaba Lucille? ¿O Millie? No se puede hablar de pechos todo el día si te llamás Millie. Pero Gloria. Gloria. Glooooooria. Ya sé por qué tantas Glorias andan por los bares, hablando demasiado alto, riéndose de bromas estúpidas y asegurándose de que todos se dan cuenta de que se ríen de chistes verdes. Están tratando de abandonar su nombre, eso es todo. Saqué las tazas y serví el té.
Todo había vuelto a la normalidad cuando volví. Excepto que Jesús todavía parecía desolado. Le di el té y me senté a su lado.
Ay papá. Y Phillip Nicolai. Oh, Bernard de Clairvoux. O, Sagrada Cabeza Ahora Herida. Váyanse un rato y déjennos sentarnos juntos en silencio, en este pequeño sitio bajo el sol.
Lo miré a la cara. Parecía tan triste que le puse la mano en la muñeca. Me quedé ahí sentada mucho tiempo frotando los pequeños vellos de su muñeca con mis dedos. No podía evitarlo. Después de eso, él me puso el brazo en el hombro y su mano en el cuello y empezó a masajearme. Era muy agradable. Cuando algo excitante o inusual me sucede, lo siento primero en mi cuello. Se me pone duro y anudado. Después me da dolor de cabeza y a veces náuseas. Así que se sentía muy bien un masaje en el cuello. Casi podía percibir como se relajaban mis músculos y me sentía más descansada. Jesús también parecía sentirse mejor. Su cuerpo  era normal de nuevo. Sus ojos también.
Luego, repentinamente, empezó a reírse. Se rió muy fuerte. Todavía no sé de qué se reía. No había nada gracioso. Pero oírlo me hizo reír también a mí. No podía parar. Se reía con tanta fuerza que se derramó té sobre la chalina púrpura. Cuando vi eso me tenté más todavía. Nunca había pensado que Jesús pudiera derramarse el té. Y cuando Jesús vio mis carcajadas, mis pechos bamboleándose, se rió todavía más, hasta que le saltaron lágrimas de los ojos.
Después de eso nos quedamos sentados allí. No sé cuánto tiempo. Sé que vimos a la urraca extender sus alas negras hacia las rocas. Miramos los álamos moverse en el  viento  y luego él tenía que irse.
“Adiós, Gloria Olson”, dijo levantándose de la silla. “Gracias por la hospitalidad.”
Me besó en la boca y me dio un golpecito en el pezón con su dedo. Y se fue. Bajó los escalones. Descendió la colina. Me quedé mirándolo. Miré hasta que se perdió de vista. Hasta que fue solamente un punto en el horizonte lejano.
Descolgué la ropa y la llevé adentro. Guardé mis pechos en el kimono y lo até con la faja.
Eso fue lo que me sucedió en Moose Jaw en 1972. Fue el suceso más importante de ese año.

De Gloria Sawai
A Song for Nettie Johnson
Regina: Coteau Books, 2002. 308.

miércoles, 26 de noviembre de 2014

Algunas reflexiones sobre Anillo de Moebius de Julio Cortázar


La cinta de Moebius como resolución de la dualidad

Cortázar muestra en sus obras preocupación por el tema de los opuestos, de los contrarios, y expresa literariamente la búsqueda de una forma filosófica que resulte adecuada a su concepción del mundo y que pueda resolver este problema. Sobre su experiencia de la duplicidad, Cortázar nos cuenta: "Siempre seré como un niño para tantas cosas, pero uno de esos niños que desde el comienzo llevan consigo al adulto ... una coexistencia pocas veces pacífica de por lo menos dos aperturas al mundo (...) y esa yuxtaposición que hace al poeta y quizá al criminal, y también al cronopio y al humorista (cuestión de dosis diferentes, de elecciones: ahora juego, ahora mato) se manifiesta en el sentimiento de no estar del todo en cualquiera de las estructuras, de las telas que arma la vida y en las que somos a la vez araña y mosca". (La vuelta al día en ochenta mundos, subrayado mío)


Su avatar en  Rayuela, el escritor Morelli, dice:  “Puede descubrir que la luz es continua y discontinua a la vez, que la  molécula de la bencina establece entre sus seis átomos relaciones dobles y que sin embargo se  excluyen mutuamente; lo admite, pero no puede comprenderlo, no puede incorporar a su  propia estructura la realidad de las estructuras profundas que examina”. (Rayuela).  Cortázar está evidenciando una indagación interior que quiere resolver esta contradicción, primero en forma plenamente intelectual y luego también íntimamente, afectivamente.  En sus cuentos nos encontramos con una estructura binaria, muchas veces reflejada en la figura del doble, y hallamos un puente que los personajes atraviesan para pasar de una realidad a otra, de una identidad a otra. Pero esta identidad de los personajes ya está construida con la interferencia que proviene del otro plano y que provoca una inestabilidad.  Irrumpen fuerzas extrañas, perturbaciones de lo normal que nos permiten descubrir dimensiones ocultas. Se  trasluce el intento activo del autor de moldear su conciencia de acuerdo con el paradigma científico relativista y cuántico, no buscando una síntesis, sino más bien una complementariedad.
Lo que se está expresando es la función  individualizadora de la razón, opuesta a la función identificadora: según Heisemberg  cuando observo un proceso, lo modifico, por lo tanto no puedo observar “objetivamente” y este conocimiento objetivo estrictamente no existe. Es el cambio permanente el que no permite nunca que el objeto se identifique consigo mismo. Por otra parte la razón solo puede funcionar con la función identificadora, de modo que se da la paradoja en la ciencia moderna de tener que trabajar con dos hipótesis contradictorias al mismo tiempo y tratar de “acercarnos” a la realidad, sin tener ya ese saber una pretensión de verdad o de absoluto. El sistema actual en epistemología no tiene límites definidos, ni entre los elementos ni al interior de ellos. La totalidad del sistema está ahora constituida por el fenómeno observado y el proceso de observación. Los puntos de control están dispersos, difusos en la estructura de un sistema impredecible. La unidad del sistema es la complementariedad del sujeto y objeto. El todo está en la parte que está en el todo. Los fenómenos son despliegues de consciencia y la consciencia despliegue de fenómenos. Las cosas pueden ser y no ser a la vez, ser implícitas y explícitas, a la vez.
En los comienzos de esta búsqueda cortazariana, Olivera dice: “Si hay conciliación tiene que ser otra cosa que un estado de santidad,  estado excluyente desde el vamos. Tiene que ser algo inmanente, sin sacrificio del plomo por  el oro, del celofán por el cristal, del menos por el más; al contrario, la insensatez exige que el plomo valga el oro, que el más esté en el menos. Una alquimia, una geometría no euclidiana, una indeterminación up to date para las operaciones del espíritu y sus frutos” (Rayuela). Aquí se trasluce también la influencia surrealista que, por su parte, brega por una  “resolución dialéctica de las viejas antinomias: acción y sueño, necesidad lógica y necesidad natural, objetividad y subjetividad, etc.” (Breton, 1971) pero también habla de “la absurda distinción entre los bello y lo feo, lo verdadero y lo falso, lo bueno y lo malo”. Es complejo y arduo lograr una lógica tan contraria a la razón, Cortázar lo intenta. A pesar de todo, él busca la unidad y habría que pensar si esta búsqueda no es la única posible para el hombre.  Dice sobre John Keats: “Que el día no sea también la noche lo aterra y lo encoleriza; que cada cosa  aprehendida suponga su contrario remoto e inalcanzable, lo humilla. El acto genético de  apartar la luz de la tiniebla le parece a Keats taxativo, y al gesto escindente responde con el abrazo que reconcilia sin confundir, que busca la oneness (Imagen de John Keats, subrayado mío).
Ahora bien, si la solución consiste en poner de relieve la falsa contradicción de los contrarios, podríamos encontrarnos con la indistinción entre ellos y esto no es lo que se persigue.  Cortázar encuentra la figura que anda buscando en la banda de Moebius. Su forma revela por sí misma la ilusión de los sentidos, donde vemos dos sólo hay uno.  Cortázar ya utiliza la estructura de la cinta de Moebius, aunque sin hacerla explícita, en cuentos como “La noche boca arriba” y “Lejana” entre otros. Hay dos planos, uno cotidiano y otro extraordinario, en el momento en que se realiza la unión de los dos, se revelan como uno: anverso y reverso y se forma la cinta.
El plano anverso: Es el que revela lo real. Dos jóvenes que se encuentran. Janet va en bicicleta, es virgen, tiene miedo del sexo pero también inconscientemente lo ansía. Robert es un marginal, ha tenido una vida dura, ha vivido en reformatorios, su capacidad intelectual es muy poca, vive el presente como puede.  Es el plano predeterminado por la cultura, donde los acontecimientos son explicables y predecibles.
El plano reverso: Es el de la realidad extendida. Se revela lo extraordinario. Comienza con la muerte de Janet. Los estados que ella atraviesa. Al mismo tiempo, Robert continúa en el plano real. Lo que los une en esta instancia es el tiempo, el suceder en forma simultánea.
El encuentro: Robert se suicida y va al encuentro de Janet. Se revela que no había dos planos, era sólo uno, una sola realidad dinámica.


La violación: Bataille, sexualidad femenina

Muchos han visto en la erótica de Cortázar la influencia de Bataille. Para este autor el erotismo es una experiencia que nace del interior y que se manifiesta en las experiencias corporales. La muerte y la vida dominan el campo del erotismo, pues el erotismo a lo que apuesta es a una continuidad, en oposición a la discontinuidad que nos es característica desde el momento de ser humanos: somos discontinuos porque estamos separados del otro, porque entre uno y los demás hay un profundo abismo, aún con los más amados, aún con los amigos más íntimos. La no reciprocidad, el desencuentro, la soledad y la no unicidad nos alcanza. La continuidad mágica, terrible, fusionable es lo que busca el erotismo. Ser con el otro uno, ser ambos continuo. “Enroscar mi cuerpo con el del amado y ser con él un ente único, ser con el otro un igual, ser con el otro un todo, lo cual nos sitúa ya en el campo de la muerte, pues el deseo sería morir con el otro, fusionados.” (El erotismo, Bataille) Afirma que todo acto sexual lleva la marca de la trasgresión: el acto sexual es pecaminoso siempre, es un poco vergonzoso, siempre tendrá valor de fechoría, y es esta condición transgresora lo que permite que el matrimonio pueda acceder al erotismo. “Lo que tiene de notable el interdicto sexual es que se revela plenamente en la transgresión… jamás la interdicción aparece sin la revelación del placer ni jamás el placer sin el sentimiento de la interdicción.”
Para Bataille las mujeres no son necesariamente más deseables que los hombres, pero son el objeto privilegiado del deseo porque históricamente han sido quienes provocan el deseo del hombre; las mujeres se han ofrecido, en una actitud pasiva, al deseo agresivo de los hombres.  Las mujeres -dice Bataille- cuidan su belleza, se arreglan, se adornan y al hacerlo se asumen y ofrecen como objeto al deseo de los hombres, para luego negarse un poco. En el juego de la seducción --a cargo de las mujeres según la visión de Bataille-- las mujeres juegan a que huyen, la mujer hace como que escapa, avivando el deseo.
Es desde este punto de vista que Cortázar vuelve al tema de la violación. En primer lugar porque desprecia una sexualidad rutinaria o adaptada socialmente, pero, más importante, porque quiere remarcar la transgresión en el acto sexual. Su visión de este interdicto es, tomado acabadamente, el de la violación, porque él siente que ése es su papel en tanto hombre, encarnar el deseo agresivo y está íntimamente seguro de que la transgresión femenina está en la entrega a ese deseo. Por eso le gustaría que la mujer gozara cuando es violada.
El tema de la violación atraviesa la obra de Cortázar durante la primera  mitad de los años setenta. En el Libro de Manuel  Andrés Favat viola analmente a Francine, («Y algo nuevo nacía en su llanto, el descubrimiento de que no era insoportable, que no la estaba violando aunque se negara y suplicara, que mi placer tenía un límite ahí donde empezaba el suyo y precisamente por eso la obstinación en negármelo, en rabiosamente arrancarse de mí y desmentir lo que estaba sintiendo, la culpa, mamá, tanta hostia, tanta ortodoxia.»)  Volvemos a encontrar el tema en “El rio”: “La sábana te cubre a medias, mis manos empiezan a bajar por el terso dibujo de tu garganta, inclinándome respiro tu aliento que huele a noche y a jarabe, no sé cómo mis brazos te han enlazado, oigo una queja mientras arqueas la cintura negándote, pero los dos conocemos demasiado ese juego para creer en él, es preciso que me abandones la boca que jadea palabras sueltas, de nada sirve que tu cuerpo amodorrado y vencido luche por evadirse, somos a tal punto una misma cosa en ese enredo de ovillo donde la lana blanca y la lana negra luchan como arañas en un bocal. De la sábana que apenas te cubría alcanzo a entrever la ráfaga instantánea que surca el aire para perderse en la sombra y ahora estamos desnudos, el amanecer nos envuelve y reconcilia en una sola materia temblorosa, pero te obstinas en luchar, encogiéndote, lanzando los brazos por sobre mi cabeza, abriendo como en un relámpago los muslos para volver a cerrar sus tenazas monstruosas que quisieran separarme de mí mismo”. Aunque no se trata de una violación, describe el sexo entre Olivera y la Maga de este modo: “La hizo Pasifae, la dobló y la usó como a un adolescente, la conoció y le exigió la  servidumbre de la más triste puta”.
Finalmente la violación como camino de unión total de los seres está expresada en “Anillo de Moebius”. Aquí Robert realiza su transgresión masculina, su misión de hombre, casi como en una tragedia griega, casi sin proponérselo, como su sino inevitable al que los caminos lo han conducido. A través de él, Janet es salvada de su vida gris y pequeño burguesa y encuentra su forma verdadera y su deseo después de la  muerte. Y es, finalmente, la muerte, la única que puede unir a los amantes, como en Romeo y Julieta.
En mi opinión, este poema de Pedro Salinas expresa la visión que también Cortázar tiene de la sexualidad femenina y del papel del hombre en ella:
Perdóname por ir así buscándote /tan torpemente, dentro /de ti.
Perdóname el dolor, alguna vez. /Es que quiero sacar/de ti tu mejor tú.
Ese que no te viste y que yo veo,/nadador por tu fondo,/ preciosísimo.
Y cogerlo /y tenerlo yo en alto como tiene/el árbol la luz última/que le ha encontrado al sol.
Y entonces tú/en su busca vendrías, a lo alto.
Para llegar a él /subida sobre ti, como te quiero/ tocando ya tan solo a tu pasado
con las puntas rosadas de tus pies,/en tensión todo el cuerpo, ya ascendiendo
de ti a ti misma./Y que a mi amor entonces le conteste/la nueva criatura que tú eres.

Con todo lo salvadores de mujeres que estos autores se creían, apenas si habían sabido o querido adentrarse en los secretos de la sexualidad femenina más allá de lo evidente o de lo que sus amantes hubieran querido comunicarles en algún momento. No sé si les bastaba el engaño o si les servía para sus fines. Basta leer este comentario de Cortázar: “Cualquier voyeur de nuestra literatura actual descubrirá rápidamente que estas chicas (…) se quedan en un liviano erotismo de clítoris y no acceden casi nunca al vaginal”.  De esta incomunicación también habla la ausencia en la literatura de Cortázar del amor entendido como comunicación ilimitada y como ternura intensa.


Sadismo poético

Es a partir de su trabajo sobre Keats, que Cortázar comienza a describir el conocimiento poético como un “ser la cosa misma mientras dura el acto poético”.  En “Para una poética” avanza un poco más y dice que para un poeta cuando dice “A es como B”, lo que hay no es una comparación sino una participación, dos cosas que son una. Saca esta idea de Levy-Bruhl . Es una voluntad de enajenamiento del poeta que se expresa en la metáfora. Una cosa no es “como” otra, es otra. El poeta se apropia de lo otro, se desliza desde la participación a la posesión del ser de lo otro.  “Poesía es voluntad de posesión, es posesión. El poeta agrega a su ser las esencias de las que canta. Canta por eso y para eso”  La imagen sería la forma lírica del ansia de ser siempre más, una urgencia metafísica de posesión a la que él llama el “sadismo poético”.
Creo que es también en este sentido que es tomada la violación de Robert, como un deseo de apropiación del otro ser (escape de la soledad hacia la unicidad) y al mismo tiempo como apropiación del propio Cortázar que a través de la violencia preconizada, de la muerte alcanzada, llega y se apropia como autor de ese “oneness” keatiano en los amantes imposibles.


Los estados de Janet. El tiempo de Aión. La fuga de Cronos. La oportunidad de Kairós

Cronos es el dios de la génesis, aparece en el seno de la tierra. Es hijo de cielo y tierra, y su acción principal es castrar al padre. Al castrar al padre, cielo y tierra se separan y entre ellos comienzan a aparecer todas las cosas de este mundo, incluidos nosotros, mortales. Se da lugar al orden cósmico, al Génesis. Para conservar su reinado, y ya que le habían augurado que uno de sus hijos se sublevaría contra él, devoraba toda  su descendencia, porque Cronos  es un dios que necesita engullir y matar a todo lo otro para que permanezca su poder. Es el dios que mata para conservar su eternidad. Dios de la muerte de todo lo finito, para ser él infinito. Es el dios que mata a Janet.
El dios Aión, de la Grecia antigua, no es ningún dios genético. Siempre está. No nace, no es  originado. No tiene que sublevarse contra nada, y no tiene que comerse nada para ser eterno.  Tan sólo da.  Sus imágenes son dobles, tanto se le presenta como a un viejo como encarnado en un niño. Señor del tiempo y de lo que no se mueve, de lo que no nace ni muere, de lo perfecto.  Dios de la vida pero no de la vida que muere.  Dios del pasado, de la vejez, de la eterna juventud, y del futuro, a la vez. Un futuro y un pasado liberados de la tiranía de Cronos. Es el dios de los estados post mortem de Janet.
Kairós es el demonio fugaz que aparece como inspiración y nos lleva a otra dimensión.  “Momento oportuno”, se le llama a este kairós. Ocasión. En griego se utiliza la palabra en atletismo para llamar al punto justo donde un atleta tiene que entrar para ganar. El kairós es un tiempo, pero también un lugar, un espacio distinto del espacio de la duración o del recorrer las manillas del reloj. Se trata de un lugar-tiempo donde se nos arrebata de Cronos y se nos sitúa en Aión. Es el encuentro entre Janet y Robert.
Janet deja el albergue (cubo) reglamentado y con olor a encierro para tomar su bicicleta y andar libre en el bosque. Janet en fuga. En fuga de los otros cuerpos, tras sus sueños: la velocidad de la bicicleta, los espacios abiertos. Janet recibida por el aire (el pelo, la blusa, los senos) que a su vez ella altera y rompe. Un verde traslúcido de túnel... Se tropieza con una encrucijada. Piensa en parar. Se encuentra con Robert, quien la ve primero y ya sabe todo. El también en fuga de los reformatorios y de lo poco recibido. La desea pero no quiere forzarla. Pero la vertiginosidad del tiempo hace que ninguno de los dos puedan explicarse lo que quieren. Entonces, la fuerza bruta, la resistencia de Janet, los recuerdos del horror, Janet encerrada, violada, asfixiada. Robert en la cárcel.
 "(...) ser viento siendo Janet o Janet siendo viento o agua o espacio pero siempre claro, el silencio era luz o lo contrario o las dos cosas, el tiempo estaba iluminado y eso era ser Janet, algo sin asidero, sin una mínima sombra de recuerdo que interrumpiera y fijara ese decurso como entre cristales, burbuja dentro de una masa de plexiglás, órbita de pez transparente en un ilimitado acuario luminoso."
"Derivar en lo inmóvil sin antes ni después, un ahora hialino (traslúcido) sin contacto ni referencias, un estado en el que continente y contenido no se diferenciaban, agua fluyendo en el agua... una condición fuera del tiempo, solamente el rush vertiginoso en lo horizontal o vertical de un espacio estremecido en su velocidad...  Alguna vez se salía de lo informe para acceder a una rigurosa fijeza ...tangible...".
Aquí se sale del tiempo: un ahora hialino, transparente, sin espesor. Cambio de estados incorporales, extracorporales. (Ella no siente su cuerpo ni lo ve.) Tampoco tiene voluntad aún. Transformaciones de los cuerpos sin órganos. Simplemente transita estos estados olas, reptar, etc. Es pura superficie, puros tránsitos de un estado al otro.  Desterritorialización.  Se reterritorializa cuando vuelve a la tangibilidad del cubo, a un presente espeso. (Cronos, en contraste con el presente traslúcido de Aión) En este retroceso que es el cubo, donde vuelve en parte a un presente corpóreo, vuelve también en parte a un tiempo y espacio relativos, sabe, sólo en este estado, que lo prefiere a otros y al dolor que le causan los continuos devenires de un estado a otro. De a poco (paradoja del lenguaje, ya que no hay antes y después en su fluir, sólo en el cubo) se va perfilando un continente y contenido, Janet y su ser olas y luego Janet en las olas.
No hay antes y después pero hay algo que se va construyendo: consciencia del cuerpo, voluntad, deseo y ese deseo tiene un nombre: Robert. El deseo como construcción, pero más aún como constructor. Es la fuerza del deseo lo que indica que todavía hay eros en ese tánatos de Janet y es esa fuerza la que la impulsa hacia adelante, que al mismo tiempo es atrás, a su pasado y a su posibilidad con Robert.
Va surgiendo primero del recuerdo, recuerdos borrosos y mezclados que se van sucediendo. Nada y nada y comienza a visualizar un término, Robert. Comienza a desearlo, a sentir su propio cuerpo aunque no lo vea. Llega a Robert en su estado cubo, aislada absolutamente, intentando territorializarse, concretar su deseo con Robert. Pero para que ella encuentre a Robert, Robert debe salir del cubo donde está - -donde ya no registraba el tiempo-- y entrar en la experiencia de su propio devenir. También debe morir antes. En esos cambios de estados, en ese desterritorializarse y devenir constante, se encontrarán en algún momento Robert y Janet.
Aquí ese modo tan familiar de Cortázar de entrar en "lo otro" se produce justamente con la muerte de Janet y luego de Robert. La trágica muerte de Janet se produce por esta precipitación del tiempo, un tiempo cronológico donde no cabe un fluir deseante, donde las palabras fallan como intercesoras de su expresión. Un cuerpo vacío en fuga que choca contra otro demasiado violento. Cuando Janet emprende la fuga del albergue (cubo) y entra en contacto con la brisa, en su libre andar de bicicleta hacia el bosque, ya hay un anuncio de un ahora de superficie que se interrumpirá con la muerte y proseguirá en esos sucesivos estados que terminan en su consciencia de deseo de Robert.
Lo otro siempre es un fluir nómade, liso, en un tiempo aiónico, intenso. Lo más perturbador es que ese pasaje es sólo posible a través de la muerte. El túnel, hilera de árboles en el bosque, es el pasaje fatídico que a su vez dará lugar a la epifanía: el deseo de Janet. Los pasajes a contrapelo desde el tiempo de Robert son el reverso del anillo de Moebius que forman con el relato sobre Janet verso y reverso, pura superficie. Estos devenires son el acontecimiento mismo en el cuento. Janet fluir, Janet nadar, Janet ser en el agua…

Bibliografía

“Cuentos Completos”, Julio Cortázar, Ed. Alfaguara, Madrid
“Rayuela”, Julio Cortázar, Ed. Sudamericana, Buenos Aires.
“La vuelta al dia en ochenta mundos”, Ed. Siglo XXI, Buenos Aires.
“Incipit y subtexto en los cuentos de Julio Cortázar y Abelardo Castillo, Gabriela Menczel.
“La dualidad fantástica: el anillo de moebius de Julio Cortázar”, Ilinca ILIAN ŢĂRANU 
Universidad de Oeste de Timisoara, Rumania

“Julio Cortázar, la prosa de Moebius”, Dra. Yanna Hadatty Mora, Investigadora
“El paradigma complejo, un cadáver exquisito”,  Raiza Andrade y Cadenas, Evelin; Pachano, Eduardo; Pereira, Luz Marina; Torres, Aura. Universidad Interamericana de Panamá. UNIEDPA.
“La representación de las mujeres y de la sexualidad en la obra de Julio Cortázar” Amaury De Montlaur .
“El principio y el fin en los cuentos de Julio Cortázar”, Arturo García Ramos.
“La Fascinación de las Palabras, Una conversación con Julio Cortázar”, Omar Prego. Muchnik Editores, 1985.
“Los pliegues del tiempo: Kronos, Aión y Kairós. “ Amanda Núñez. Investigadora. Filosofía. UNED
“Kairos, Aión y Cronos: dioses de la gestión y el liderazgo”, Eugenio Moliní