A
las metáforas suele pasarles lo mismo que a las mujeres: se acentúa
su importancia ornamental y se silencia su función estructural. Como
ejemplo de metáfora, mis profesoras de escuela secundaria siempre
elegían "las perlas de tu boca". ¿Quién dice eso?
pensábamos nosotras
entre asqueadas
e indignadas.
Nadie
lo decía, claro está, era una
figura
del siglo XV que nos inducía
a
pensar que la metáfora
era una forma retorcida de adjetivación, una vestimenta tan antigua
que parecía
un disfraz.
Pero
las metáforas, como las mujeres, son mucho más que un maquillaje
bonito o uno ridículo. Por ejemplo son madres. Es
a
través
de ellas
que el sentido se multiplica. Todos
los nuevos
conceptos
nacen de
metáforas. Lo hacen en la sociedad, ya
que
la metáfora forma parte de un enunciado surgido
a partir
del
contexto y la experiencia del sujeto que
metaforiza.
¿Cuándo
recurrimos a la metáfora? Precisamente en el instante en que lo no
dicho se revuelve en nosotros y quiere pescar esa palabra con la
que
expresarse,
esa palabra poética que dejará su huella gnoseológica. Pero en el
mundo hay muchas lagunas de peces dorados. En la nuestra están sólo
los peces de nuestra cultura, de nuestra sociedad, de nuestro tiempo.
Las determinaciones sociales hacen a veces posibles y otras veces
impensables determinadas capturas. Sin contar con que, luego
de pescada, para
transformarse en un concepto, nuestra
metáfora deberá imponerse a otras competidoras y la carrera la
ganará la que tenga mayor capacidad persuasiva para la comunidad de
hablantes.
Al
hablar de la metáfora, Aristóteles
nos da algunos
ejemplos.
"El atardecer de la vida", dice, no es lo mismo que "la
vejez del día". En el primer ejemplo, un hecho biológico, la
vida, es astronomizado. En el segundo caso el fenómeno astronómico,
el día, es biologizado. Podemos ver que existe un mecanismo que
traslada algo de un término, de
un significante,
a otro, trasvasando contenidos, significados.
Cuando se da a luz un concepto, éste se encuentra siempre adyacente
a otros de los cuales se nutre, de los cuales toma una parte y deja
otra. Según Paul Ricoeur entre los dos (y yo agregaría "o
más") términos involucrados se producen ciertas tensiones. El
o los términos sustituidos no desparecen de la significación y se
produce una relación entre la identidad y la diferencia. Si alguien
escribe
"hoy
en mis ojos brujos hay candelas" entonces es verdad que en los
ojos del poeta hay
candelas y también que no
hay
candelas. Las dos cosas son ciertas y en esa contradicción nace el
nuevo
sentido.
Para
Aristóteles "la metáfora consiste en trasladar a una cosa un
nombre que designa a otra, en una traslación de género a especie, o
de especie a género, o de especie a especie, o según una analogía".
La concepción del estagirita supone un mundo hecho de cosas,
que existen al margen del lenguaje que las nombra, con una
organización en géneros y especies que se desprendería de la
naturaleza de las cosas mismas. Desde este punto de vista, se puede
distinguir entre el significado propio
de una cosa y el significado ajeno
(figurado, ornamental o metafórico). Las expresiones lingüísticas
son vistas como recipientes, como si las palabras contuvieran los
significados por sí mismas, independientemente de los hablantes. Es
muy fácil darse cuenta de que esto no sucede así. Veamos, si yo le
digo a mi hija: "Ponete el pantalón de la fiesta de egresados",
hace falta un contexto para que esa expresión tenga sentido. Del
mismo modo si se dice: "Debemos terminar con la matanza de
animales", significa algo muy diferente para un vegano militante
que para el dueño de una estancia ganadera.
Pero
si no pensamos como Aristóteles y no creemos en cosas fijas y
delimitadas que permanecen idénticas a sí mismas, si sospechamos
que en la constitución misma de la cosa
intervienen
modos de percepción que varían según intereses, culturas, clases
sociales e historia, entonces estos factores (culturales, sociales e
históricos) estarían alterando
permanentemente los límites de las cosas. Estos bordes resultan
siempre inciertos porque la estructuración metafórica del lenguaje
al nombrar la cosa produce un efecto parcial, nunca completo. Esto
sucede porque la única forma de nombrar algo cuando nace a este
mundo, es ponerle el nombre de otra cosa adyacente, parecida pero no
igual, y jugar con la variedad de contextos.Un
nuevo concepto, nacido de una metáfora, siempre
está
parcialmente estructurado y puede ser entendido de varias maneras.
Distintas
culturas utilizan distintos géneros y especies, que a veces
coinciden y otras no, por lo cual
lo que para algunos es literal, para otros es metafórico. Esto
sucede en variados ámbitos locales o geográficos y, sobre todo, en
diferentes tiempos históricos. Según el científico Emmanuel
Lizcano, el aritmético griego que necesitó encontrar un nombre para
la operación de la resta decidió utilizar el nombre aphaíresis,
que se usaba para actividades como "extraer" y "arrancar".
Esta elección emparentó a la resta occidental a actividades como
por ejemplo la escultura, que extrae material del mármol para
conseguir ese resto
que es la estatua. El escultor saca lo suficiente para que quede,
reste, algo. Dada
esta forma particular de nombrar la operación y del imaginario
reinante entre los griegos,
Euclides, autor de las primeras teorías matemáticas, no pudo
construir el cero o los números negativos. ¿Algo que sea nada?
¡Imposible! gritaban en su cabeza Parménides y Platón.
En
China las cosas fueron muy
distintas, para nombrar la resta se usó el término xiang
xiao
(destrucción mutua). Para los chinos dos números no se restan como
si la sustancia de uno se extrajera de la del otro sino como si esos
dos números fueran dos contrarios que se enfrentan. Si las dos
fuerzas están equilibradas lo
lógico es que se
aniquilen
uno al otro: ocho contra
ocho: no queda nada, cero.
Los algebristas chinos de la época de los primeros Han operaban
desvergonzadamente con el cero y los números negativos que los
griegos no podían "ni ver".
La
metáfora da a luz al conocimiento y su bebé, al nacer, está
impregnado de connotaciones innecesarias. Estas connotaciones exigen
ser depuradas. Por ejemplo cuando utilizamos la metáfora "la
vida es un juego de cartas" y decimos "voy a probar
fortuna" o "él tiene los ases en la manga" o "si
jugás bien tus cartas, lo vas a conseguir", las zonas
de “juego de cartas” que usamos para estructurar el concepto de
vida son el azar, la pericia y la trampa. No usamos otras partes, por
ejemplo los
conceptos de truco, flor, envido o chin chon. No solamente es
necesario desconocer los rasgos no pertinentes de la analogía
efectuada sino que, con el tiempo, necesitamos también olvidar la
analogía misma que le dio sentido a la metáfora.
Los
conceptos, entonces, son metáforas olvidadas. Por
eso
hay metáforas vivas y metáforas zombis. En las primeras, el "como
si", la analogía, todavía es evidente. Esto ocurre en los
conceptos contemporáneos a nosotros, tales como la "teoría de
las cuerdas", la "red virtual" o la "dieta
paleo". Las metáforas zombis, en cambio, ya no se perciben como
tales, parecen muertas aunque no lo estén, y son aceptadas como una
forma de verdad, asumidas como hechos, y se disuelve su carga
ficcional. Estas metáforas muchas veces construyen redes, verdaderas
estructuras interdependientes. Por ejemplo la expresión "el
tiempo es dinero" representa nuestra percepción del tiempo como
un recurso valioso y también limitado. En nuestra cultura se ha
asociado el trabajo con el tiempo que lleva realizarlo y se paga a
las personas por su tiempo. El tiempo es dinero de muchas maneras:
pagamos alquileres e intereses por día, por mes, por año. Así
hablamos de perder,
disponer
de,
calcular
y gastar
tiempo y de tiempo prestado.
Todos estas
son metáforas
de nuestra cultura pero, en otras, el tiempo es percibido de modo muy
distinto. Por ejemplo, en lengua aymara, las unidades de tiempo se
visualizan como lugares por los que pasamos o donde permanecemos,
recintos a los ingresamos. Se dice: "Mi hijo ya está entrando
en
los diez años". La unidad de tiempo mará
(año) se concibe como un espacio al que se ingresa y del que se
sale. No solamente los aymara utilizan este tipo de metáforas
espaciales, hay multitud de metáforas de este tipo que Lakoff y
Johnson, los famosos creadores de la obra Metáforas
de la vida cotidiana,
llaman "orientacionales". Por ejemplo: entusiasta, eufórico
es arriba
y triste es abajo
(me levantó
la
moral,
caí
en una depresión, espero que remonte).
Se trata de trasposiciones de nuestra experiencia física a la
cultura. Del mismo modo se identifican con "arriba": la
superioridad (estoy por encima),
la cantidad (las ventas están en
alza,
el número es alto),
lo bueno (subir
a lo más alto),
lo virtuoso (elevados
pensamientos). No es que haya muchos "arriba" distintos, es
que la verticalidad participa de nuestra experiencia de muchos modos
diferentes. Podríamos pensar que este tipo de metáforas
orientacionales son iguales en todas las culturas. No es verdad, el
espacio también es cultural. Basta con mirar el planisferio de la
proyección de Mercator para comprobarlo:
Considerando
que Groenlandia posee una superficie de un poco más de 2 millones de
kilómetros cuadrados, Africa algo más de 30 millones, Europa
alrededor de 10 millones y la India cerca de 3 millones, en este
mapa, uno de los más utilizados del mundo, no estamos observando
objetivamente sino que estamos ordenando y jerarquizando, incluso
tergiversando.
Es por eso que cuando viajamos desde la Argentina a Europa o a
Estados Unidos, lo hacemos en sentido vertical y ascendente porque ya
tenemos, antes de emprender el viaje, una idea-imagen
recorrida y
explorada muchas veces. El mapa es una metáfora, es una construcción
que quiere conceptualizar la superficie de la tierra y lo hace
proponiéndonos algo parecido, pero lleno de la subjetividad de su
autor y de los prejuicios de su cultura. Después se olvida su
carácter de construcción, de pretendida verdad, y se asume como
conocimiento. Así es como se comportan las metáforas zombis.
Mucho
antes que yo (qué pena), Gracián, Nietzsche y Derrida plantearon
la idea de que bajo cada concepto, imagen o idea, late una metáfora
que se ha olvidado que lo es. Gracián
decía
que para
llegar a conocer algo, el hombre debe “poner una cosa bajo la luz
de otra. Así
lo
ve todo reunido, yuxtapuesto, asociado”. Vale decir que es
esa
capacidad metafórica la
que permite el
conocimiento humano. Para
el jesuita las cosas estaban unidas entre sí y por lo tanto la
manifestación metafórica será la expresión de las relaciones
establecidas entre
todo lo existente. Estas relaciones se develan a través de lo que
Gracián llama, con un innegable encanto, “conceptuosas metáforas”.
Gracián habla de la metáfora como de la “ordinaria oficina de los
discursos por medio de la cual se hallan conceptos extraordinarios
por lo prodigioso de su correspondencia y careo” ya
que “consiste
este artificio conceptuoso en una primorosa concordancia, en una
armónica correlación entre dos o tres cognoscibles extremos,
expresada en un acto del entendimiento”.
¿Lo ven? ¡Y esto en el siglo XV!
Para
Nietzche el
pensar ocurre
cuando
una imagen seductora, un aletazo de la fantasía, permite el salto a
otra imagen. Se
descubre una analogía y se
vislumbran instantáneamente las semejanzas
y
las diferencias.
Así
actúa
la productividad lingüística. En
El
último filósofo,
Nietzche analiza la metáfora
"la vida pende de un hilo". Nos imaginamos eesa hoja
suspendida del
hilo de una
tela de
araña en el bosque, vemos en su
fragilidad,
en
su invisibilidad,
la inminencia del
fin. El entendimiento seleccionó
una imagen que posteriormente dará
lugar a una nueva serie de imágenes. En
esto
el filósofo no es opuesto al artista ni el artista al filósofo.
Ambos dan
a luz una metáfora surgida
del conjunto de la realidad y
de acuerdo con criterios antropomórficos. El antromorfismo
lingüístico de
la metáfora sería
universal:
"El hombre individual considera incluso el sistema sideral como
a su servicio o en conexión con él". El hombre no es un ser
que habla, sino uno
que
crea metáforas. Dice
Nietzsche: "Es
este
instinto que impulsa a la formación de metáforas, este instinto
fundamental del hombre, del que en ningún momento se puede
prescindir, porque en tal caso se habría prescindido del hombre
entero". La creación metafórica es condición de la vida, y
por eso el ser humano tiene como impulso e instinto más fundamental
crear metáforas. En
Así
habló Zaratustra se
pregunta: "¿cómo llegó el oro a ser el valor supremo?" Y
se responde:
"porque
es raro, inútil y resplandeciente, y suave en su brillo; siempre
hace don de sí mismo (…)
sólo
en cuanto reflejo de la virtud más alta llegó el oro a ser el valor
supremo. Semejante al oro resplandece la mirada de aquel que hace
regalos. Brillo de oro sella paz entre Luna y Sol". Ya
lo ven, el oro también es una metáfora.
Para
Derrida en cada definición sobre la metáfora hay una red de
filosofemas o sea un determinado paradigma relacionado. Dice: “cada
vez que una retórica define la metáfora, implica no solo una
filosofía sino también una red conceptual en la cual se ha
constituido la filosofía. Cada hilo en esta red, forma por añadidura
un giro, se diría una metáfora si esta noción no fuera aquí
demasiado derivada. El definido es pues implicado en el término que
define la definición”. O sea, —desde lo que aquí, humildemente,
entendemos— quiere decir que los conceptos que han operado en la
definición de la metáfora tienen siempre un origen y una eficacia
que son, ellos mismos, metafóricos. Así la metáfora se encuentra
tanto en la definición como en lo definido. Habría una inversión
en el discurso: mientras que la filosofía cree dominar el juego
metafórico, se “olvida” que este juego está adherido a su
discursividad por completo, y que opera en el origen incluso de los
conceptos filosóficos. Derrida denuncia
estas metáforas no cuestionadas que operan en el origen, en la
creación de los conceptos filosóficos, y que luego son
olvidadas
para establecerse en relación con el discurso de la verdad.
Para
entender el
efecto creador de realidad que posee la
metáfora como
acto de nombrar, Gracián nos sugiere que es muy útil comparar dos
lenguas, con dos imaginarios subyacentes lo más diversos
posiblesZhuang Zi, también conocido como Chuang Tzu y más
conocido por el sueño de la mariposa, escribió en el siglo IV a.
C.: "El camino se hace andando en él y a las cosas las hacen
los nombres que se les dan. Todas las cosas por fuerza tienen su es y
por fuerza todas las cosas tienen su puede ser. Nada hay que no tenga
su es ni nada que no tenga su puede ser". Tal vez el "es"
de cada cosa no sea sino el nombre que recibe y su "puede ser"
sería lo que aguarda en su interior para que un nuevo nombre lo
descubra. .
En
chino la expresión "huà shé tiān zú" (画蛇
添足)
literalmente se traduce como “dibujar una serpiente y añadirle
patas”, pero el significado habitual sería “arruinar algo
agregándole cosas superfluas e innecesarias”. Dicha expresión no
está motivada por la maldad normalmente atribuida a la serpiente,
sino que alude a otra leyenda popular. Durante el Período de los
Estados Combatientes, en el Estado de Chu, un día un hombre fue a
rendir homenaje a sus antepasados. Después de la ceremonia, ofreció
una jarra de licor de arroz a sus sirvientes, quienes pensaron que el
recipiente no contenía suficiente vino para todos ellos, así que
decidieron organizar un concurso a ver quién terminaba antes de
pintar una serpiente. Uno de los sirvientes terminó en unos
segundos, pero viendo que los demás todavía no habían concluido
decidió añadirle patas. Al momento, otro hombre completó su
dibujo, cogió la jarra y se bebió el vino diciendo: “las
serpientes no tienen patas, ¿cómo se te ocurre añadírselas?”.
Así nació esta particular actividad que solo ocurre en China: huà
shé tiān zú.
Cada
metáfora nos dice tanto sobre esa manera rara en que el otro
construye el mundo como sobre el modo no menos extraño en que yo
mismo construyo el mío. Sólo podría hablarse de metáforas en sí
si damos por descontado que el mundo –o la realidad– se
manifiesta ordenado y clasificado por sí mismo de un cierto modo y
sabemos bien que esto no es verdad.
Además
de hijos, la metáfora tiene una hermana punk: la metonimia. La
metonimia es rebelde, se resiste al sentido y,
sobre todo, en
el simbolismo metonímico está presente el nexo material, es decir,
la contigüidad espacial o
temporal o
causal de
lo que se simboliza: vaso de agua, casa rosada, libro de Borges,
expresión
visceral, pensar
con el útero, etc.
No solamente Platón se espantaría de esta presencia del cuerpo en
la palabra, de
esta contribución de los
individuos en carne y hueso, nutriendo
esta disposición
del orden simbólico. Muraro
dice que la
metonimia combina,
conecta y no generaliza, como
su hermana sabionda,
porque los significados están implicados y adheridos
al
contexto y suponen un obstáculo para el movimiento ascendente,
conceptualizante, propio de la metáfora.
Tal
como lo suponíamos, más
que una colaborar
pacíficamente,
la
metáfora y la
metonimia
compiten.
Según
Muraro, esta competencia está desequilibrada
a
favor de la producción metafórica, que explota los recursos
metonímicos, pero
devuelve solo
una parte.
La
metonimia, igual que la metáfora, actúa tomando el lugar de otra
expresión y reemplazándola por medio de una nueva significación.
¿En qué difieren? La metonimia actúa a través de conexiones
conocidas, materiales, no virtuales
ni ficcionales.
Dice Muraro: “Mientras que la metáfora brota desde un pensamiento
original, la metonimia se abre paso en la experiencia vivida”.
Según
Jakobson, las dos se necesitan mutuamente. Para lograr conocimiento
necesitamos de la competencia de ambas, en el sentido de colaboración
en la rivalidad. Así, el problema lógico y filosófico de la
relación entre las cosas y las palabras se enriquece y complejiza.
Efectivamente, si es posible seguir inaugurando relaciones entre las
palabras y las cosas, quizás se deba a la proximidad de ambas en el
eje metonímico, nos advierte Muraro. En el eje metafórico, en
cambio, la función sustitutiva del lenguaje no tiene límites: las
palabras ocupan el lugar de las cosas, lo universal reemplaza a lo
particular, en una progresión en la que el lenguaje va en vías de
convertirse él mismo en la
cosa.
El lenguaje, concluye Jakobson, tiene una estructura bipolar que,
sin embargo, se pasa por alto y se reduce fácilmente privilegiando
el
polo metafórico.
Muraro
utiliza dos ejemplos: la “revolución” política, que proviene
del ámbito astronómico y “pensar con el útero”, metonimia que
acusa a las mujeres de que su órgano reproductivo reemplaza a su
cerebro. En el caso de la revolución se transfiere algo del
contenido semántico del “giro completo”, pero
en el ejemplo del útero hay una combinación
de cosas
que
no se da en el caso de la metáfora. Esto es lo que resulta difícil
de admitir, la proximidad de las palabras y las cosas. Muraro
cree que hay un nivel donde el procedimiento metonímico se “suelda”
con el metafórico, y
sería
en ese punto donde las cosas nos parecen significativas de manera
imperativa.
La
retórica supone un discurso “normal” y otro que estaría
retóricamente procesado, lleno de tropos y figuras como collares de
cuentas. Esta normalidad, como tantas otras, resulta inhallable. No
existe literalidad, no existen palabras que no provengan
de una operación o bien metafórica o bien metonímica.
Digámoslo
de una vez: no
existe grado cero. Si
existiera sería
porque
las cosas tendrían
sentido
propio, y la realidad hablaría
por sí misma. Bien
sabemos que
es el hombre el que cree hablar, mientras que es el habla la que
habla en él.