"Soy llevado en mi sombra/ como un violín/ en su caja negra" dice el poeta sueco Tomas Tranströmer (1996: 26). Ese violín me recuerda a un escritor, quizás porque después el poema continúa: "Lo único que quiero decir / reluce fuera del alcance / como la platería / en la casa de empeños". El autor viaja allí, en una caja que se traslada en el tiempo y el espacio dentro de un objeto cerrado y prisionero de sus relaciones de propiedad: el libro.
Durante siglos el escritor dependió del costo material de la reproducción de su obra para comunicarla. Como consecuencia de ello, quedó atrapado, una y otra vez, en luchas que se sostenían en su nombre, pero que disputaban en realidad intereses que le eran ajenos. Prueba de ello es que sus derechos fueron ignorados en la normativa hasta que, con la aparición de la imprenta y de la industria editorial, fue necesario regular y proteger esa actividad comercial.
Los derechos de autor no nacen del candoroso respeto por los escritores, sino a partir de la competencia comercial e industrial entre compañías editoras y se regularon con el fin de que la censura y el monopolio no impidieran su desarrollo.
La propiedad intelectual no puede compararse con otras formas de propiedad porque nace con un pecado original: una deuda insalvable con la sociedad que le da sentido. Por este motivo es imprescindible encontrar el equilibrio entre el acceso a los productos culturales por parte de esa sociedad y la retribución necesaria para el autor. Las nuevas tecnologías digitales han roto con las cadenas materiales del libro y llevado casi a cero el capital necesario para dar a conocer la obra. El escritor, como en un mal sueño, se encuentra de pronto desnudo en un escenario completamente nuevo, en el que cada usuario de tecnología doméstica es un editor de contenidos propios y ajenos. Quizás haya que aceptar que la institución del copyright está agonizando, pero no hay mucho de lo que lamentarse porque nunca fue pensada para favorecer al autor sino para ubicarlo en la relación en la que el capital coloca a cualquiera de sus trabajadores: la de otorgarle lo mínimo necesario para que siga produciendo.
La bolsa no se entera
Los libros no se inventaron en la modernidad ni tampoco sus autores. La historia comienza mucho antes. Para los atenienses era tan habitual comprarlos que, en Las ranas, Aristófanes se burla diciendo que "cada uno con un libro se entera de lo que es sabio" (1999:183). Esto significa que no sólo existían textos escritos sino que se había instalado una cultura del libro. Sócrates argumenta, para defenderse de la acusación de influir en forma nefasta en los jóvenes, que ellos podían acceder a todo tipo de ideas a través de los libros: “¿aprenden de mí los jóvenes lo que de vez en cuando pueden adquirir en la orquestra, por un dracma como mucho?” (Platón, 1985:163).
Sabemos que la mayoría de los ciudadanos atenienses estaban alfabetizados. Platón hace decir a Protágoras que, entre las cosas en las que “es necesario que participen todos los ciudadanos para que exista una ciudad” (1985: 530), está el aprendizaje de la lectura: “los maestros se cuidan de estas cosas, y después de que los niños aprenden las letras y están en estado de comprender los escritos como antes lo hablado, los colocan en los bancos de la escuela para leer” (531).
Fueron precisamente los sofistas quienes introdujeron la concepción del libro como una forma práctica de extender las palabras del autor y hacerlas llegar hasta quienes nunca lo habían conocido personalmente. Era habitual que un discurso sofístico se diera a conocer oralmente ante un auditorio pero después ampliara su público por medio de copias escritas.
En Atenas se compraban y vendían libros, en forma de rollo, y Aristófanes solía burlarse de esta costumbre. Según el erudito británico John Denniston las obras de Aristófanes están plagadas de chistes de ese tipo y se pregunta: “¿por qué hacer bromas acerca de los libros? (...) Si bien no eran excesivamente raros, está claro que constituían un artículo que otorgaba a su portador un sello distintivo de algún tipo. Había personas en la Atenas del siglo V a.c. que siempre andaban con un libro en la mano y se esforzaban por pertenecer al ‘grupo de los lectores’” (1927: 118). Vale decir que no solamente existía una cultura del libro, sino que se había desarrollado también el tipo de esnobismo letrado que podía atraer risas seguras en el teatro.
En Roma, quince siglos antes de la invención de la imprenta, existió una industria editorial que difiere muy poco de la actual. Los escritores romanos presentaban su obra mediante una lectura, primero ante un grupo de amigos y luego para el público. Estos encuentros parecen haber sido muy comunes, tanto que Plinio el Joven se queja de que "es necesario rogar e invitar con mucha anticipación a los peores vagos y a pesar de ello o bien no vienen o lamentan haber echado a perder un día (...) La mayor parte se sienta alrededor del pórtico y se pasa el tiempo chismorreando; de cuando en cuando hacen que se les comunique si el conferenciante ha llegado, si ha terminado de leer la introducción o si ha ultimado la lectura de una buena parte del manuscrito. Sólo entonces entran, aunque lentos e indecisos." (2005: 438).
Las lecturas ocurrían antes de la publicación y podían darle impulso o desalentarlas.
Sin impresora de ninguna especie, ¿cómo se producía la edición? Había un solo método: se copiaban a mano. Una vez duplicado, se conseguían dos ejemplares para reproducir, después cuatro y así sucesivamente. El bibliotecario alemán Tönnes Kleberg estima que un copista podía transcribir un libro corto, similar a la segunda colección de epigramas de Marcial de alrededor de quinientos versos, en unas dos horas (Cavallo, 1995: 71). Este método, como podemos imaginar, daba lugar a gran cantidad de errores y por eso también había correctores, a los que se llamaba anagnosta. Se controlaban las copias como se hace hoy día, pero con la inmensa diferencia de que había que hacerlo sobre cada uno de los ejemplares. Un editor podía hacerse muy prestigioso de acuerdo con la calidad de sus correctores, como sucedió con Tito Pomponio Ático quien empleaba a un grupo de copistas y correctores altamente especializado en sus talleres del Quirinal. Ático fue el editor de Cicerón y, en sus cartas, éste le comenta: "Has vendido magníficamente el Pro Ligario, en adelante, escriba lo que escriba, te lo daré a promocionar" (1996: 268).
Una vez que el ejemplar estaba listo se ponía en circulación llevándolo hasta el librero minorista. La mayor parte de las veces el librero también era editor. Las librerías se llamaban taberna libraria y exponían su mercadería en estanterías y en mesas. Marcial en uno de sus epigramas nos da, dentro del mismo libro, las instrucciones para comprarlo: "para que no ignores dónde estoy a la venta y no vayas errando sin rumbo por toda la ciudad, siendo yo tu guía no tendrás duda. Pregunta por Segundo, el liberto del docto Lucense, detrás del templo de la Paz y del Foro de Palas" (2003: 54). Segundo, junto con Atrecto, Ateneo y Sexto Prudencio Dioniso son los nombres de algunos de los bibliopola o libreros de Roma. Muchos de ellos eran libertos de origen griego y cada uno se dedicaba a un tema en particular, por ejemplo Atrecto se especializaba en ediciones lujosas de los poetas de moda.
Podríamos pensar que, dados estos métodos artesanales, las tiradas consistían en muy pocos ejemplares. No era así y una de mil copias podía ser bastante habitual. No solamente se vendían en Roma sino en todo el Imperio y si la censura caía sobre ellos alimentaban una hoguera de grandes proporciones. Cuando el emperador Augusto prohibió los Libri fatidici o libros oraculares, según Frederick Cramer (1945: 167) fueron quemados más de dos mil ejemplares de este tipo.
Ahora bien, ¿los escritores obtenían ganancias de su obra? La respuesta parece ser una negativa rotunda. En su Ars poetica, Horacio se refiere a los conocidos editores llamados Sosios y dice que un buen libro: "A los hermanos Sosios les aporta ganancias, atraviesa el mar y al escritor conocido le alarga la vida" (2008: 296). A Marcial no parece gustarle este reparto de beneficios: "No sólo los ociosos de la ciudad se gozan con mi pimpleide / ni dirijo mis poemas a los oídos / desocupados, sino que, entre las escarchas Géticas, / junto a las enseñas de Marte, / mi libro lo soban los duros centuriones;/ y se dice que Britania recita mis versos. /¿Qué provecho saco? / Mi bolsa ni se entera de eso." (2003: 368).
Ni en Grecia ni en Roma existió un concepto jurídico de derechos de autor ni tampoco se pensó en un pago concreto para el escritor. En el momento en que una obra se ponía en circulación en la sociedad mediante copias, se convertía en una propiedad pública. El autor no buscaba un editor para conseguir dinero sino para difundir su libro en una versión que no tuviera errores. Lo escrito seguía la suerte legal de la materia en que se escribía. El dueño del material, del rollo en este caso, era el propietario de los caracteres y de los símbolos que se encontraban allí. Sin embargo, aunque no estuviese reglada, existía la convicción de que la obra pertenecía espiritualmente a su creador ya que sí eran ilícitas la usurpación de la autoría y la publicación contra su consentimiento y los que luego se dieron en llamar derechos morales del autor eran por lo general respetados en la antigüedad. Estos derechos morales que son reconocidos casi sin variantes en las leyes de propiedad intelectual del presente radican en la libertad que tiene el autor para disponer de la obra: publicarla o no, elegir editor, traducirla o adaptarla o bien prohibir que se modifique de cualquier modo o se edite sin su consentimiento. Un caso que viene del mundo griego, pero también enojó mucho a los romanos, en el que el editor se apoderó arbitrariamente de la obra ilustra esta conciencia. Es el de Hermodorus de Siracusa quien transcribió los escritos de Platón y mantuvo un floreciente comercio con ellos en Sicilia. La ley no lo prohibía pero su comportamiento fue tan mal visto que se volvió proverbial la frase: "Hermodoro hace negocios con los diálogos". El dicho era muy conocido en Roma, tanto que Hermodoro podría servir como ejemplo de persona deshonrosa. En ese sentido le escribe Cicerón a su editor Ático: “Dime, en primer lugar, ¿te parece bien publicar sin orden mía? Ni siquiera lo hacía Hermodoro, aquel que solía vender los libros de Platón” (1996: 277)
Con respecto al dinero, como en la actualidad, el escritor debía conseguirse medios de subsistencia si no era económicamente independiente como Tácito, Cicerón, Quintiliano y tantos otros. ¿De qué podía vivir? Una posibilidad era dedicarse a la dramaturgia. Juvenal refiere que Estacio, el poeta épico que compuso La Tebaida, para sobrevivir escribía farsas que vendía al actor Paris. Terencio, por ejemplo, recibió una paga que se consideraba altísima, unos ocho mil sestercios, por el Eunuco que era una adaptación de dos comedias de Menandro (Cavallo, 1995: 87). Mediante el edicto de precios máximos de Diocleciano de comienzos del siglo IV (Arregui, 1972: 17) estamos en condiciones de estimar que ese valor equivalía al salario de tres meses de un trabajador agrícola o el de cuarenta días de un pintor de cuadros y figuras. También era posible vender una obra a alguien que quisiera presentarla como propia y transformarse en un ghost-writer romano y algunos pocos, muy pocos escritores recibían subsidios del emperador, si habían cantado sus alabanzas. Existían asimismo algunos escasos premios como el que ganó Lucio Vario Rufo, de un millón de sestercios, por su tragedia Tiestes. Las dedicatorias eran otra opción que podía resultar muy redituable. En general el destinatario, siempre rico y poderoso, se hacía cargo de la publicación de la obra y obsequiaba al autor con alguna recompensa en dinero o en especies.
Al margen de estas prácticas un poco humillantes, los escritores no esperaban dinero por sus obras. Según Turner: "ningún autor de la antigüedad sacó una moneda de un editor" (1952: 19). Tal como sucede actualmente, en la mayoría de los casos se consideraba la publicación como una forma de obtener beneficios indirectos, tanto económicos como morales. Por ejemplo Isócrates explicó: "cuando mis obras fueron escritas y puestas en circulación conseguí una amplia reputación y atraje muchos discípulos" (Reale, 2001: 65). Séneca, por su parte, en sus Cartas a Lucilio apuntaba a otro tipo de ganancias: "Si me dieran la sabiduría con la condición de guardarla para mí, de no comunicarla, de no esparcirla, me negaría a tomarla. No hay posesión agradable si no es compartida. Te enviaré, pues, mis propios libros, a fin de ahorrarte la tarea de andar buscando por todas partes las cosas provechosas, y añadiré notas para que puedas hallar al momento cuanto yo apruebo" (2018: 140). Es una idea admirable, pero aclaremos que Séneca era muy rico.
En el scriptorium
Desde el siglo VI a.c. el público literario fue siempre una minoría, pero una minoría amplia que sostenía un vínculo con el pueblo en la medida que éste intervenía parcialmente en la producción de libros, comprendía la cultura libraria e incluso ejercía cierta influencia sobre ella. Ya en el siglo IV d.c., los lectores se habían reducido mucho y comenzaron a circunscribirse a una elite aristocrática. Contribuyó el hecho de que los escritos de literatura cristiana no establecieran relación con el mercado librario anterior, con sus talleres y sus trabajadores. Cuando alguien quería un libro religioso, la costumbre era transcribirlo personalmente o a través de un trabajador escriba. Los autores como San Basilio, San Agustín o San Jerónimo no entregaban el manuscrito a un editor sino a un amigo que lo custodiaba y entregaba copias por pedido a los interesados. Este sistema desde luego agravó la crisis de los talleres librarios. Los escritores cristianos utilizaban este tipo de circulación privada para evitar la falsificación o la posibilidad de que se insertaran en sus obras doctrinas heréticas.
Al terminar la antigüedad tardía se deshizo el vínculo entre libro y público. Los escritos quedaron aislados del estrato ciudadano que siempre había constituido su alimento y el de la vida política y literaria. Durante el bajo imperio, la elite intelectual se marchitó mientras la burguesía se debilitaba por la política fiscal. Llegado el siglo VI no existía ya un público culto, pagano o cristiano, que encargase libros. El hombre erudito es necesariamente a partir de allí un hombre de la iglesia y es esta institución la que le facilita la formación y los libros. Los talleres librarios son sustituidos por los scriptoria eclesiásticos. Al mismo tiempo se produjo el cambio del rollo de papiro al códice, es decir al libro doblado en el que se utilizan las dos caras del material que se doblan en forma de cuadernillos.
El libro continuó su vida dentro de los monasterios y esto implicó una reducción en todos sus aspectos: menos temas, menos copistas, menos lectores y menos libros, que se volvieron costosos, raros y de difícil acceso. Hasta la aparición y la difusión de las universidades, los monasterios constituyeron la sede propia de la escritura, no solamente de la religiosa sino también de la profana.
Los monjes copistas sufrieron el desprecio de muchos nobles por el hecho de trabajar con las manos. Pese a esta valoración negativa, ellos estaban muy orgullosos y poseían una conciencia más amplia de su tarea de la que podrían haber tenido los esclavos o los asalariados de los talleres librarios. No dudaban en “mejorar” el texto y se sentían autorizados para introducir elementos nuevos y “en ocasiones, su extrema libertad los convertía en intérpretes o, incluso, en glosadores” (Mendoza Ramos, 1997:19). Al concluir la obra, en los colofones, los monjes daban rienda suelta a su subjetividad, dejando constancia de su nombre y de las circunstancias de su trabajo como lo hizo Beato de Silos en 1091: “Porque, para quien no escribe, ningún trabajo es demasiado pesado. Si deseara el lector saber cuánto es el peso de la escritura aquí lo anunciaré. Oscurece los ojos y curva la espalda, lastima las costillas, el estómago y los riñones y nutre con dolor el cuerpo entero. Es por esto que tú querido lector puedes voltear las hojas con los dedos. Incluso así, lo que es para el navegante el puerto, es para el escribiente el verso más nuevo. Demos a Dios gracias.” (Gimeno Blay, 2009: 327).
El lector medieval no era generalmente consciente de los cambios que introducían los copistas en el libro, ya que no solían encontrarse ante la presencia material de las variantes de un mismo texto y por lo tanto percibían la suya como la auténtica. Ya a comienzos del siglo XII y yendo un paso más allá podía ocurrir que el copista se atribuyese la autoría, como es el caso del monje Guiot, quien reproducirá y firmará con su nombre uno de los escritos de Chrétien de Troyes, El caballero del león. De este romance se conservan siete copias y en la de Guiot hay un trabajo de reescritura tal que ninguna línea coincide por completo con las de los otros ejemplares (Reid, 1976: 2). Este caso despliega las dos caras de lo que estaba sucediendo con la autoría. Por un lado un escriba podía, sin demasiado coste, atribuirse un texto y cambiarlo tanto como quisiera. Pero, por otra parte, el solo hecho de querer hacerlo, significaba que la autoría conservaba un valor porque de lo contrario, ¿para qué apropiársela?
En realidad, muchos escritores de la época clamaron a viva voz su presencia dentro de los textos, como lo hizo Gonzalo de Berceo: “Si queredes saber quién fizo esti dictado, / Gonçalvo de Berceo es por nombre clamado, / natural de Madrid, en San Millán criado, / del abad Juan Sánchez notario por nombrado.” (2003, XII).
En el siglo XII comienza a operarse una transformación económica y social. Crece el producto agrario y se forman pequeños asentamientos urbanos. Allí se agranda el mercado y encuentran su lugar los artesanos y los comerciantes. Al mismo tiempo se origina el empleo del maestro libre, un intelectual que no pertenece a ninguno de los estamentos tradicionales y comercia con su fama para atraer a los discípulos como antes hiciera Isócrates. La creación de las universidades es otro de los acontecimientos más importantes de la época ya que trae como resultado la secularización de la cultura. Los sistemas de estudio universitario conllevan la necesidad de multiplicar las copias de textos para facilitar el acceso a su consulta, para lo cual se crean grandes oficinas en las que los amanuenses copian libros pro pretio. Este hecho origina que el acto de escribir y de copiar sea considerado como “trabajo” o “empleo”, tal y como podríamos entender ambos conceptos actualmente salvadas las necesarias distancias. En torno a la Universidad medieval, la copia se realiza como actividad remunerada, regulada mediante un control de calidad. El rey Alfonso X establece la necesidad de que se supervise la pureza de los libros de texto: “buenos libros, e legibles, e verdaderos de testo, de glosa” (López, 1943: 652), para luego alquilarlos a los estudiantes.
En el siglo XIII, algunas ciudades, con una población suficiente de personas ricas alfabetizadas, comenzaron un intercambio comercial de manuscritos que se producían por encargo para personas específicas. Se inició allí la transformación que iba a llevar lentamente la producción de manuscritos desde los monasterios nuevamente a los editores, libreros y escribas que vivían de su trabajo en las ciudades.
Para encontrar algún tipo de lucro directo del escritor sobre sus composiciones en este período, tendremos que apuntar a los juglares y trovadores. Los juglares viajaban buscando público y llevaban consigo su instrumento, la vihuela o el laúd, y el “libro”, o sea el manuscrito con los poemas que cantaban. Los pagos a los juglares estaban estipulados en las cortes reales mediante una normativa: el Ordenamiento aprobado por las cortes de Valladolid de 1258 que establecía un pago por año a los juglares que el rey quisiera tener con él (Menéndez Pidal, 1991: 228). Se dice que los trovadores, de cuna noble, eran los compositores de los poemas mientras que los juglares se limitaban a cantarlos y que solamente estos últimos aspiraban a un pago por su trabajo. La realidad es bastante más confusa; algunos trovadores se “ajuglararon” para obtener beneficios y algunos juglares componían ellos mismos su material. Las relaciones entre el señor/trovador y el juglar/trabajador estaban plagadas de conflictos. El rey Alfonso X, gran trovador él mismo, censuró al juglar Citola porque éste se quejaba de su pago: “A Citola vi andar se-queixando / de que lhi non davan sas quitações (...) / cuando levá la quitaçon dobrada” (Paredes, 2010: 240) Vale decir que Citola se quejaba de no haber cobrado cuando se le había pagado el doble. No solamente los nobles pagaban a los juglares sino que los burgueses también lo hacían y algunos de ellos llegaron a enriquecerse y hacerse mercaderes como Salh d’Escola, conocido como Pistoleta (Riquer, 1989: 1208).
Es en los cancioneros gallego-portugueses donde encontramos las primeras referencias medievales a los derechos de autor. Por ejemplo, Alfonso X escribió una cantiga contra Pero da Ponte acusándolo de haber matado a Eanes de Cotón para robarle sus cantares y luego haber obtenido beneficios materiales de ello: “a feito gran pecado de seus cantares que el foi furtar a Cotón/ oj’anda vestido e ornado” (Paredes, 2010: 320). Vale decir que debía haber un acuerdo previo para que el juglar pudiese cantar las composiciones de determinado trovador y por lo tanto éste se reservaba la propiedad de los mismos y sus “derechos de autor” para entregárselo a quien deseara. Se trata de un derecho moral, ya que el trovador no saca beneficios materiales como sí lo hace el juglar. Pero la “propiedad” de la obra no estaba sujeta a discusión.
Permiso para vender
Entre los siglos XIII y XVI, en la medida en que crecían las ciudades y sus burguesías se enriquecían, los talleres librarios volvieron a su antiguo esplendor. El libro se reencontraba con su público.
Aproximadamente en 1470, la transición de manuscritos en impresos había comenzado. Maestros alemanes introdujeron en España la técnica y el oficio de imprimir.
El comercio de libros sufrió transformaciones drásticas. Se cambió el pergamino por el papel, tanto en los impresos como en los manuscritos, que siguieron produciéndose hasta bien entrado el siglo XVI. En los primeros tiempos, los manuscritos prevalecieron sobre los libros impresos; gozaban de mayor prestigio, exactamente como los rollos de papiro lo tenían sobre los códices de pergamino o, como en la actualidad, el libro impreso lo posee sobre el digital. Además el libro impreso, para poder pagar el coste del armado de sus planchas tipográficas y la puesta en movimiento de la maquinaria, debía hacerse en cantidades muy superiores a las que se acostumbraban en el manuscrito. Es probablemente por ese motivo que fue necesario crear un mercado de nuevos lectores y que las obras que más se imprimieron fueron las de tipo popular: crónicas y fábulas, libros de devoción, de profecías y novelas románticas y de caballería, en las lenguas nacionales respectivas y debidamente ilustradas. El libro impreso necesitaba vender más ejemplares, pero a la vez su costo era mucho menor, de una quinta a una octava parte del precio de un manuscrito. El público alfabetizado de las ciudades, que hasta entonces había estado excluido del círculo aristocrático de compradores de libros, comenzó a consumirlos cada vez más.
Un aspecto que podía frenar una impresión era la autorización necesaria para hacerlo. Debido a los problemas religiosos y políticos desde la Reforma en adelante, la censura previa se instaló en los estados europeos. En Inglaterra el permiso lo otorgaba la Stationers’ Company, el gremio de libreros e impresores de Londres que actuaba junto a la monarquía. En Francia era necesaria una cédula real, que se concedía poco y solamente al gremio de libreros de París, y en España se precisaba la licencia del Consejo Real. Un ejemplo de los problemas que podían surgir a la hora de imprimir son los que sufrió Francisco de Quevedo con su obra Sueños. El autor pidió autorización en 1610 para imprimir una primera versión, pero los textos no pasaron la censura. Dos años más tarde logró superarla, pero ningún editor se atrevía a publicar la obra. Quevedo entonces hizo circular el texto en copias manuscritas con gran éxito, de mano en mano. Los manuscritos no necesitaban autorización y eran una vía para evitar la censura.
Durante el llamado Siglo de Oro los dos circuitos continuaban activos: el de los manuscritos y el de las obras impresas. Los manuscritos no estaban sujetos a la censura pero sí a la Inquisición y por eso muchas veces no se firmaban y circulaban de forma anónima. Además con ellos sucedía lo de costumbre: sufrían modificaciones, voluntarias e involuntarias, al irse copiando y pasando de mano en mano.
En los primeros tiempos, el impresor era por lo general también editor y librero. Él mismo se preocupaba de la venta de su producto a los particulares o a los vendedores ambulantes, que iban de ciudad en ciudad ofreciendo libros, especialmente en fiestas religiosas, ferias, mercados u otros acontecimientos que atrajesen al público. Los vendedores anunciaban mediante prospectos su llegada y enumeraban los libros que llevaban rogando a los clientes que se acercaran a inspeccionar las existencias en la posada donde estaban alojados.
La lectura de entretenimiento, alimentada por el valor concedido al ocio, no dejó de crecer, a pesar de que no le faltaban detractores, pero además, en la medida en que la pequeña burguesía accedía a la lectura, también comenzó a escribir. Dejó de ser necesario ser noble o religioso para intentar una obra literaria y esto dio paso a la ficción, ya no con propósitos didácticos o políticos, sino pura, esplendorosa, ficción. Ésta es, en mi opinión, la verdadera revolución de la imprenta.
“Entre las ocupaciones de mis estudios, en mi mocedad, y casi en mi niñez se me cayeron, como de entre las manos, estas obrecillas, a las quales me apliqué, más por inclinación de mi estrella que por juizio, o voluntad” (1990: 153) dice Fray Luis de León, mostrando una consideración de la poesía y la literatura en general como una actividad menor, como un juego o un entretenimiento, y de sus cultivadores como unos diletantes, a los que sólo puede justificar la juventud. Se revela en estas palabras la escisión vivida con intensidad en el paso del siglo XVI al XVII, entre dos consideraciones opuestas acerca del lugar y la función del autor.
La Celestina y el Lazarillo de Tormes, por ejemplo, son obras concebidas para la imprenta, compuestas al margen del discurso dominante y directamente relacionadas con la demanda lectora, por lo que inauguran con toda solemnidad el espacio del mercado literario y el de la profesionalización del escritor, que no es más que un permiso social para vender la obra. El lector se encuentra ante textos que no portan los antiguos elementos de prestigio, basados en la distancia geográfica y, sobre todo, cronológica. Por el contrario, todo remite a su presente, compartido con el creador y con los propios personajes. El escritor se aleja de roles como el de profeta, testigo o maestro y comienza a situarse en una práctica primero retórica y luego plenamente poética, artística en el más amplio sentido de la palabra.
De Cervantes a Avellaneda, ida y vuelta, por algunos reales
Hace unos pocos años la directora de la Real Biblioteca de Madrid, María Luisa López Vidriero, durante la inauguración del ciclo “Lecturas y lectores del Quijote” organizado por la Universidad Pública de Navarra (2005), declaró que Cervantes había obtenido por El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha solamente un diez por ciento de las ganancias que el libro originó. “En aquella época —aclaró López— el negocio era siempre para los editores y libreros” Bueno, no sólo en aquella época, a decir verdad.
En realidad, Cervantes consiguió menos que eso. El escritor vendió la obra al editor Francisco de Robles, hijo de Blas de Robles, que en 1585 le había comprado a Cervantes el manuscrito de La Galatea. Francisco le pagó mil seiscientos reales por el “privilegio”, es decir por el permiso para editarlo durante diez años. En la primera edición, que salió a la venta en los primeros días de 1605, Robles tiró unos mil cien ejemplares. Pero ante el éxito de ventas de esta primera tirada sacó una segunda edición en junio del mismo año de mil ochocientos ejemplares adicionales. Tanto el papel como la impresión fueron de pésima calidad. Robles gastó, según la investigación de Francisco Rico, unos ocho mil reales en papel, que compró al monasterio de Nuestra Señora del Paular, y en el resto de los gastos: pago a Cervantes, impresión, corrección, transportes, tasas, etc. (2005: 14). El libro (sin tapas) se vendió a doscientos noventa maravedíes o su equivalente de ocho reales y medio, encuadernado costaba once. Para poner el precio en contexto, en aquellos años un funcionario de nivel medio cobraba unos doce reales diarios: éste fue el salario que se le asignó a Cervantes cuando fue nombrado proveedor de la Armada, en 1587 (Salazar Rincón, 2005: 5). Aparentemente Robles habría recaudado, sólo en el primer año, unos dieciséis mil reales, de los cuales le quedaron un poco menos de la mitad. Efectivamente Cervantes se llevó un diez por ciento de esto, pero nada más durante los siguientes años y el libro volvió a editarse por cuenta de Robles en 1608, 1613 y 1615. A Cervantes le llevó unos ocho años escribir el libro, y a Robles seis meses ponerlo en circulación. La diferencia estriba en que Robles tenía un capital de ocho mil reales para arriesgar.
Pero además, en 1605, impulsadas por el éxito de ventas, se hicieron tres impresiones “contrahechas” del libro: dos en Lisboa y una en Valencia. Estas ediciones perjudicaron ciertamente a Robles, pero no tanto a Cervantes porque aquél ya había vendido el privilegio por una suma fija.
Cervantes tardó otros diez años en componer la segunda parte de su Quijote. Un año antes de concluirlo, en 1614, cuando estaba escribiendo el capítulo LVIII aproximadamente, apareció en Tarragona la Segunda parte del ingenioso caballero don Quijote de la Mancha firmado por Alonso Fernández de Avellaneda. Es por este motivo que las referencias al apócrifo aparecen a partir de allí en la segunda parte de Cervantes: “—Ya yo tengo noticia deste libro —dijo don Quijote—, y en verdad y en mi conciencia que pensé que ya estaba quemado y hecho polvos por impertinente; pero su San Martín se le llegará como a cada puerco, que las historias fingidas tanto tienen de buenas y de deleitables cuanto se llegan a la verdad o la semejanza della, y las verdaderas tanto son mejores cuanto son más verdaderas.” (1999: 704).
Se podría pensar que en la actualidad gracias a los derechos de autor Avellaneda no podría haber publicado su Quijote. Quizás, aunque no lo creo. Se trata de una especie de fan fiction, ya que la trama es totalmente nueva. Casi todas las obras muy vendidas de aquella época tuvieron sus segundas y terceras partes, escritas por otros autores con mayor o menor fortuna. La Celestina cosechó más de cinco, entre ellas Penitencia de amor, Comedia Thebayda, Auto de Clarindo, Segunda Celestina y La Dorotea. En todo caso, como opinó Menéndez Pidal: “La superioridad de la segunda parte del Quijote (...) se puede achacar en mucho a Avellaneda. Hay fuentes inspiradoras por repulsión, que tienen tanta importancia, o más, que las que operan por atracción” (1964:42).
Antes del Quijote, quizás la primera gran ficción en español haya sido el Lazarillo de Tormes. La novela, que cuenta la historia de un chico humilde que acaba como pregonero de Toledo, no es de autor anónimo, como suele decirse, sino apócrifo: el mismo protagonista del libro. En efecto, el Lazarillo se publicó como si fuera de veras la carta de un pregonero de Toledo, ya que por entonces estaba de moda dar a la imprenta la correspondencia privada. Es decir, no era “un relato que inmediatamente pudiera reconocerse como ficticio, sino una falsificación, la simulación engañosa de un texto real, de la carta verdadera de un Lázaro de Tormes de carne y hueso” (Rico, 1990: 118). El Lazarillo no es real, así como “El acercamiento a Almotásim” o “Pierre Menard, autor del Quijote” tampoco lo son. Pero hay una gran diferencia entre ambas ficciones: el Lazarillo hace de cuenta que una historia inventada es una historia real; los dos relatos de Borges hacen de cuenta que dos textos ficticios son dos textos reales. Debido a la intervención de Avellaneda, Cervantes logra la proeza de que su Quijote contenga estas dos posibilidades del género. La primera parte se ocupa sobre todo de la relación de don Quijote y Sancho con la realidad, mientras que la segunda parte versa de la conexión de don Quijote y Sancho con los textos que los representan: la primera parte del Quijote y la falsa continuación publicada por Alonso Fernández de Avellaneda.
Los autores luchan por los derechos ¿de los editores?
Un manuscrito puede ser producido por un solo hombre con un lápiz y suficiente papel. Pero imprimir una edición requiere de una inversión mucho más sustancial. y su resultado no es un objeto único sino múltiples copias idénticas que deben ser distribuidas con celeridad. Los impresores y los editores necesitaban cierta seguridad de que iban a recuperar esa inversión y por lo tanto leyes que regularan el comercio que llevaban adelante. Es por esto que el antecedente principal del copyright son los “privilegios”, o sea los derechos otorgados por el estado a los individuos para realizar determinada tarea en exclusividad. Estos privilegios, cédulas, y permisos se otorgaban a veces a los impresores y editores o directamente al autor, que entonces los vendía al editor, tal como hizo Cervantes.
En Inglaterra también se concedían estos permisos a autores individuales como cuando King James le dio a Samuel Daniel un derecho exclusivo de diez años para imprimir su Historia de Inglaterra. Pero a mediados del siglo XVI, los privilegios comenzaron a expedirse para clases de libros en lugar de títulos particulares: libros de leyes, catecismos, almanaques, etc. Los conseguían solamente los miembros más poderosos del comercio editorial y se fue formando un monopolio. Los excluidos del poder recurrieron entonces a la copia ilegal. En 1557 la Corona británica otorgó al gremio de los libreros (Stationers’ Company) un monopolio definitivo. Solamente los miembros del gremio o personas específicas que consiguieran el privilegio real podían practicar “el arte o el misterio de la imprenta” (Rivington: xxxi). El propósito de la Corona queda claro en el prólogo de la cédula real: “Sabed que nosotros, considerando y percibiendo manifiestamente que ciertos libros sediciosos y heréticos, rimas y tratados son impresos por personas escandalosas, maliciosas, cismáticas y heréticas, no sólo moviendo a nuestros súbditos y leales a la sedición y desobediencia contra nosotros, nuestra corona y dignidad, pero también renovando herejías muy grandes y detestables contra la fe y el sonido doctrina católica de la Santa Madre Iglesia, deseamos proporcionar un remedio adecuado en este nombre.” (Rivington: xxviii).
El gremio, en nombre de la Corona, decidía qué se imprimía y quién lo imprimía. En cuanto a los autores, la situación era semejante a la española, es decir el escritor era dueño de su manuscrito y los impresores y editores proporcionaban un mercado para ese manuscrito. Una vez vendido e impreso, ya no era propiedad del autor. Lo mismo ocurría con las obras teatrales una vez representadas. Durante un par de siglos más, la discusión de los derechos de autor se centró en si el autor tenía o no la potestad de decidir quién, dónde y cuándo se imprimían sus textos. Era la vieja discusión de Hermodoro y los diálogos que todavía no se saldaba en el nuevo escenario y ante las nuevas posibilidades de ganancia. Pero los intereses del autor eran (y son aún) muy menores en relación a las disputas entre editores. Muchas de estas querellas se llevaron ante la justicia inglesa durante el siglo XVI. Los ingleses consideraban que la propiedad de la obra, que el autor vendía al editor, era similar a la de cualquier objeto material y era imprescriptible y, por lo tanto, hereditaria. Contra la censura y contra el monopolio, ya que no por una retribución adecuada al autor, los ingleses se enfrentaron en una pelea de tres rounds.
En 1667 el editor Samuel Symons le compró a John Milton el manuscrito de Paradise Lost. Milton firmó un contrato que estipulaba que: “en consideración a cinco libras pagadas por el mencionado Samuel Symons (...) John Milton garantiza que éste posee todas las impresiones de la obra, sin impedimentos, y se compromete a no imprimir ni hacer imprimir ni vender este libro o manuscrito o cualquier otro libro o manuscrito del mismo tenor o tema sin el consentimiento de Samuel Symons” (French, 1966: 430). Veinte años antes, Milton había encabezado el primer round de la pelea contra los censores. No eran los beneficios materiales lo que preocupaba, ya que era rico, sino el derecho a la libertad de expresión y, ya puestos, la libertad de acción. Se había casado a los treinta y cinco años con Mary Powell, de solo diecisiete. Mary era de familia estuardista, de un hogar venido a menos. Después de un mes de celebrado el matrimonio, Mary fue a visitar a su familia pero una vez allí se negó a volver y Milton recibió por escrito la noticia de que su reciente esposa se negaba a retomar la vida marital. Por este motivo, Milton se convirtió en defensor, y así lo escribió en algunos tratados, de la doctrina del divorcio, lo que le trajo enemistades en todos lados y especialmente entre el clero. La Stationers’ tomó parte en una intriga contra el poeta, denunciándolo por haber publicado un escrito en pro del divorcio sin registro ni licencia. Milton se defendió en la Cámara de los Lores en 1644 mediante un texto que luego fue considerado una bandera de la libertad de expresión: la Areopagítica. Consiguió que no lo sancionaran pero no que se derogara la ley vigente. Para continuar con el tono agridulce de la historia, poco después volvió Mary a pedir la reconciliación y Milton accedió. Tal vez fueron felices, lo único que se sabe es que tuvieron tres hijas. En la Areopagítica Milton defiende la propiedad del autor, pero no en términos económicos sino en términos morales, de honor, reputación y reconocimiento del trabajo propio.
La censura, en lugar de ceder, se volvió más intensa y en 1662 se promulgó la Licensing Act que impedía la publicación de cualquier obra que no hubiese sido previamente aprobada por la autoridad correspondiente. John Locke fue una figura importante en la lucha contra esta censura previa. Desarrolló argumentos en un Memorando que mandó a su amigo Edward Clarke con el fin de proporcionarle a él y a otros miembros del Parlamento argumentos contra la Licensing Act. "No sé por qué un hombre no debería tener la libertad de imprimir cualquier cosa que dijera" expresó allí (King, 1884: 114).
Pero la principal objeción de Locke a la Ley de Licencias tenía que ver con los monopolios más que con la censura. Había intentado publicar unas fábulas de Esopo y unos textos de Cicerón, pero la Stationers’ no se lo permitió. En una carta a Clarke llamó a los libreros de Londres "ignorantes y perezosos" (1927: 203). Quizás fue la indignación que sufrió ante este impedimento la que lo llevó a pensar en los autores vivos que después de todo se convertirían en antiguos en algún momento. Por este motivo también propuso que cualquier nueva licencia incluyera una cláusula especificando que los impresores debían obtener el permiso del autor para usar su nombre y que el autor debía retener el derecho a reimprimir. Por su parte, la Cámara de los Comunes en 1695 estaba más a favor del libre comercio que de la libertad de expresión. En 1557 se había tratado de manejar el caos de impresos que la nueva tecnología podría traer consigo, pero un siglo después el monopolio estaba frenando la expansión industrial y comercial y eso sí que no se podía permitir. La Ley de Licencias no se renovó y los libreros de Londres perdieron parte del control de las publicaciones. No por eso dejaron de conspirar para restaurar el antiguo sistema.
El tercero de nuestros boxeadores británicos fue Daniel Defoe, activista, contable, periodista, luego autor de Robinson Crusoe, y el único que no tenía dinero. En 1702 publicó un panfleto: The shortest way with the dissenters, donde ridiculizaba a los conservadores simulando que pedían el exterminio de todas las sectas protestantes. Aunque lo hizo en forma anónima, lo descubrieron y encarcelaron. Dos años después publicó An essay on the regulation of the press, en contra de toda censura y también en contra de las ediciones no autorizadas por el autor, a las que él llamó por primera vez “piratas”. La Stationer’s Company vio enseguida la oportunidad y decidió alinear sus argumentos con los del “derecho de autor”. De esta unión nació la fuerza para aprobar, en 1710, el Statue of Anne, que se conoce como el origen del copywright.
El Estatuto establecía que para que una obra pudiese ser publicada debía contar con la autorización expresa del autor. La propiedad literaria se limitó a una determinada cantidad de años —catorce y otros catorce si el autor seguía vivo— surgiendo aquí el concepto de “dominio público”. En tanto espacio residual, el dominio público se formó a partir de entonces con los restos o sobras del régimen de propiedad intelectual en curso y no mediante una aplicación positiva y voluntaria para fomentar un espacio de conocimiento común. Suele verse materializado en lugares como bibliotecas, museos, archivos, establecimientos educacionales e instituciones académicas. Lo paradójico es que las nuevas creaciones que alimentan la propiedad intelectual están por lo general basadas en la existencia previa del dominio público. Gracias a que esos ingredientes son libres y de acceso gratuito, son posibles las nuevas creaciones e invenciones, a pesar de que vayan a parar a manos privadas durante mucho tiempo, a veces, como sucede actualmente en los Estados Unidos, durante ciento veinte años.
Con el Estatuto de la Reina Ana la Stationer’s consiguió para sí que el registro de las obras continuara siendo obligatorio y gestionado por ellos aunque, al no precisarse la licencia, el control era mucho menor. Estos pequeños avances fueron fundamentales para la industria editorial. El autor que vendía el manuscrito no ganaba nada con el control de la piratería y sí lo hacía el editor, y el “dominio público”, un concepto muy progresista que devuelve a la sociedad lo que siempre fue de ella, no beneficia al autor (sólo como lector) y permite a los editores imprimir sin pagar derechos.
Un poco de autor francés
Es invierno en París, una lluvia gélida cae sobre las calles embarradas, estamos en diciembre de 1763. A la luz de las velas, un hombre escribe con su pluma de ganso, con su cara de niño ya surcada de arrugas. Se llama Denis Diderot y está componiendo, por encargo de la Comunidad de Libreros de París, su famosa Carta sobre el comercio de libros (2013). Se trata de un texto práctico: una defensa de los editores y libreros frente a la censura, frente a la intromisión económica del Estado y frente a la piratería nacional y extranjera. Lo curioso es que Diderot siempre había calificado a los editores como "corsarios", cosa que, efectivamente, eran. Los privilegios de este gremio provenían de los servicios de censura que ejercían para el Estado francés quien controlaba las publicaciones a través de una Dirección de Librería.
El "privilegio" es el asunto central de la Carta. Una cuestión jurídica que Diderot desarrolla no con argumentos legales, sino racionales. El Privilegio, al igual que en España, era la compra que hacía el librero al autor del derecho de publicación de su obra. Ahora bien, la Comunidad de Libreros de París exigía que esa compra fuese a perpetuidad. Diderot no era precisamente amigo del gremio, con el que tenía diferencias y largas cuentas pendientes, pero escribió la Carta como una manera oblicua, política, de favorecer a los autores. ¿Cómo? Dándole otro estatuto a la figura del privilegio para de esa manera justificar el derecho de autor y dejar afuera de la ecuación al Estado. “Yo lo repito: el autor es dueño de su obra, o no hay persona en la sociedad que sea dueña de sus bienes. El librero entra en posesión de la obra del mismo modo en que ésta fue poseída por el autor” (2013: 27), dice Diderot. En su estudio preliminar Roger Chartier explica que la intención es "definir el privilegio, ya no como gracia real, concedida, rehusada o revocada por la sola voluntad del soberano, sino como la garantía o la salvaguardia de una transacción consignada bajo sello privado, por la cual el autor cede libremente su manuscrito al librero. La propiedad así adquirida es semejante a la que un comprador obtiene de una tierra o de una casa. Es perpetua, imprescriptible, transmisible y no puede ser transferida ni compartida sin el acuerdo de su dueño" (2013:18). De este modo Diderot, comparándolos, consigue diferenciar los derechos adquiridos de los libreros de los derechos naturales del autor, quien, como ahora, unía su destino al de los que compraban y publicaban su obra. En todo el viejo continente se repite esta lucha que realizan los autores, favoreciendo a los editores para sacar a la censura de la ecuación y conseguir cierto reconocimiento.
En verano del año 1776, trece años después que Diderot y trece antes de la toma de la Bastilla, otro hombre escribe. Se trata de un noble, un marqués, de treinta y tres años, Marie Jean Antoine Nicolas de Caritat, marqués de Condorcet. Escribe un panfleto para apoyar la política liberal del ministro Turgot: Fragmentos sobre la libertad de prensa y, a medida que su pluma rasga el papel, va destruyendo los principios de la carta de Diderot. Condorcet propone acabar con todas las exclusividades, quiere socavar la estructura del gremio de libreros y sostiene que si una obra está sostenida por los hilos de los privilegios se convierte en una barrera para la libertad: "Una obra no puede ser protegida por un privilegio exclusivo ni puede ser considerada como una propiedad personal. El progreso necesario de las Luces, exige que cada uno pueda componer, mejorar, reproducir y difundir libremente las verdades útiles a todos. En ningún caso ellas pueden ser el objeto de una apropiación individual. Para Diderot, esto es posible porque cada obra expresa, de una manera irreductiblemente singular, los pensamientos o los sentimientos de su autor, y por lo tanto constituye su legítima propiedad" (1884: 26), dice Condorcet. Para él, el lenguaje utilizado, las virtudes retóricas o lo que en términos generales puede definirse como el estilo y que podría ser considerado el sello personalísimo de un autor, no representa un valor de importancia. Por el contrario, lo fundamental son las ideas y los principios que se desarrollan en una obra y que como tales pertenecen al orden de las verdades universales, que, finalmente y por supuesto, son de todos. En cambio para Diderot el estilo es emanación de un pensamiento personal y completamente singular del autor, que queda plasmado en cada obra que escribe. Obra, que por lo tanto, sólo él y nadie más puede crear: de ahí su natural derecho de propiedad.
Condorcet cuestionó el argumento de Diderot diciendo: "No puede haber relación entre la propiedad en las ideas y en un campo, que sólo puede servir a un hombre. La propiedad literaria no es una propiedad derivada del orden natural y defendida por la fuerza social, es una propiedad fundada en la sociedad misma." (30). Las ideas, afirmó Condorcet, no son la creación de una sola mente. Las ideas son accesibles por igual y simultáneamente para todos. Las ideas son intrínsecamente sociales: no las producen los individuos aislados; son el fruto de un proceso colectivo de experiencia.
Condorcet no veía ningún valor social en otorgar derechos individuales por las ideas. Dado que el verdadero conocimiento es objetivo, las afirmaciones particulares de las ideas no podían consagrar nada más que un mero estilo, lo que Fichte había llamado "forma". Condorcet, como hombre de ciencia más que de literatura, conocía poco de estilo. Para él, simplemente distorsionaba las verdades de la naturaleza y alentaba la individualización de ideas y con ellas ficciones agradables y ganancias personales en lugar de la búsqueda del conocimiento y del bien público: "Es únicamente para las expresiones, para las frases, que existen los privilegios. No para la sustancia de las cosas (...) Los privilegios de este tipo, como todos los demás, son inconvenientes que disminuyen la actividad al concentrarla en un pequeño número de manos. No son ni necesarios ni útiles, y son injustos"(25). Condorcet buscaba fundamentar la cultura literaria pública en el racionalismo científico. El modelo de publicación basado en los derechos de propiedad de los autores podía, según Condorcet, ser reemplazado por el modelo de suscripción periódica. La gente se suscribiría a publicaciones útiles y los autores podrían ser remunerados como empleados asalariados o escritores independientes para una organización sin fines de lucro. Más importante que su sugerencia política específica fue la afirmación de Condorcet de que si las ideas, como creaciones sociales, son reconocidas como una forma de propiedad, no debe ser sobre la base de un derecho natural individual sino más bien sobre la base de la utilidad social de un régimen basado en la propiedad. Condorcet erigió así un segundo pilar alternativo para la noción moderna de propiedad intelectual: la utilidad social.
La posición de Diderot apunta a que el derecho de autor es un derecho moral y en cuanto tal radica en la dimensión subjetiva del acto, proceso de creación de una obra por el escritor. Hay como trasfondo una concepción jurídica de carácter humanista que considera la obra como parte inalienable del espíritu, del pensamiento, claramente humano, del autor, quien, aunque ceda los derechos de propiedad de la obra, sigue relacionado con ella. Y esto es lo que busca hacer visible, sustentar y defender Diderot, distinguiéndolo del derecho de propiedad o patrimonial que permite la explotación comercial del libro material y que es lo que cede el autor al librero-editor por medio de contratos. Y esto, justamente, era lo único que le interesaba defender a la comunidad de libreros de París. Por eso les preocupaba conseguir la renovación del privilegio a perpetuidad para evadir el plazo en que una obra debía pasar al bien común, al dominio público.
Tanto la posición del derecho moral de autor que defiende Diderot, como la del derecho de propiedad, patrimonial, que interesa a los libreros, en ningún momento considera el derecho universal del lector que sí interesa a Condorcet. Y no hay escritores sin lectores, ni siquiera hay escritores que no sean, ellos mismos, lectores.
Condorcet da un paso adelante en esta disputa que llevaron adelante los autores durante los siglos XVII y XVIII para defender sus derechos morales y que favoreció a la industria editorial, dejándole a los escritores las migajas. Pero ese paso estaba muy adelantado a su tiempo y seguimos esperando para darlo.
¡Que circule!
Durante el siglo XIX la literatura, siguiendo el impulso económico, se liberalizó y mercantilizó y se consolidan los derechos llamados de autor que son en realidad derechos que impulsan una industria editorial sin censuras ni controles y que, libre de ellos, se orienta al beneficio económico. Los contratos editoriales de este siglo en España seguían siendo tan abusivos como en el XVI, o quizás más. El escritor continuaba vendiendo el derecho sobre la obra a perpetuidad y los pagos eran muy exiguos. Además, aunque la industria se movía con mayor comodidad, la censura no había desaparecido. Por citar solo dos casos entre miles, en París, Baudelaire perdió el juicio contra Las flores del mal, él y su editor fueron multados y la edición secuestrada por “ofensa a la moral religiosa” y ya a comienzos del siglo XX, en Estados Unidos, la feminista Ida Craddock se suicidó después de ser condenada a cinco años de prisión por escribir y publicar manuales de sexo para matrimonios.
Otro gran escritor que sufrió la miseria de la profesión durante el siglo XIX fue Karl Marx. En su libro ¿Por qué Marx no habló de copyright? (2014), David García Aristegui responde que el filósofo consideraba a los autores semejantes a otros trabajadores explotados, por ser asalariados de editores capitalistas. Aunque, más que asalariados, los escritores son trabajadores precarizados, freelancers obligados a agradecer por conseguir, de tanto en tanto, algún beneficio de su trabajo. Marx despreciaba a sus editores y tenía una relación conflictiva con ellos. Por ejemplo con Julius Leske, de quien recibió un adelanto en 1845 por dos tomos de la Crítica de la política y la economía política. Marx no entregó ni siquiera el primer tomo y, para 1847, Leske se dio por vencido, renunció al dinero y rompió la relación con el autor. Marx intentó luego autoeditarse e imprimió por su cuenta La miseria de la filosofía, en francés, pero la obra pasó desapercibida y Marx perdió el poco dinero que tenía. A pesar de que nunca pudo ganarse la vida con su trabajo intelectual y vivió muchos años en la pobreza, dependiendo del dinero de Engels, Marx es hoy uno de los autores más vendidos del mundo. Según el editor de Rosa Luxemburgo, Jörn Schütrumpf, desde 1946 se vendieron más de un millón de volúmenes de El Capital y en marzo del 2015 una edición conmemorativa del Manifiesto comunista, a un precio de oferta de ochenta peniques, vendió en Londres mil setecientas copias en una semana. Con estas obras en el dominio público, ¿se benefician los lectores o los editores? Teniendo en cuenta que una edición de El capital de la editorial Siglo XXI, en ocho tomos, cuesta a razón de mil doscientos a dos mil pesos por tomo, no parece que el libro se haya vuelto accesible para cualquiera.
Pero fueron los anarquistas, primero en España y luego en la Argentina, los que reflexionaron en profundidad sobre el trabajo intelectual, su difusión y su universalidad. Independientemente de sus posiciones encontradas y divergentes respecto de los derechos de autor, el anarquismo fue creativo e innovador en sus propuestas de publicación y consiguió que, por primera vez, la actividad editorial no fuera exclusiva de la elite burguesa o de los funcionarios del Estado. No se limitaron a la propaganda política y editaron poesía, teatro, cuentos, folletines y novelas.
En España los anarquistas realizaron un trabajo editorial muy extenso. Dos de sus representantes más destacados fueron Juan Montseny y Teresa Mañé quienes, con sus colecciones de cuentos, posibilitaron que muchos trabajadores pudieran no sólo leer sino escribir y publicar sus textos. Entre 1925 y 1937 editaron más de noventa títulos de la colección “La Novela Ideal”, con tiradas de entre diez mil y cincuenta mil ejemplares. Los editores, al presentar la colección, expresaron: “no queremos novelas rojas, ni modernistas, ni eclécticas. Queremos novelas que expongan, bella y claramente, episodios de las vidas luchadoras en pos de una sociedad libertaria. No queremos divagaciones literarias que llenen páginas y nada digan. Queremos novelas optimistas, que colmen de esperanza el alma; limpias, serenas, fuertes, con alguna maldición y alguna lágrima” (Soriano Jiménez, 2016: 2).
En nuestro país los anarquistas consideraron la difusión y creación de la cultura como un objetivo esencial de su práctica política. El éxodo de editores españoles a la Argentina y México a partir de 1936, dio lugar a la fundación de las principales editoriales comerciales: Espasa Calpe (1937), Losada (1938), Sudamericana (1938), Emecé (1939), pero también a las editoriales anarquistas Argonauta, que existía desde la década del veinte, Imán y Americalee, fundada en 1940. Los editores y escritores ligados a la Alianza Libertaria Argentina y los del grupo de Boedo colaboraron de muchas formas no totalmente estudiadas aun, pero que se expresaron en revistas culturales como Dínamo (1924), Extrema Izquierda (1924), La Campana de Palo (1925-27) e Izquierda (1927-29).
El siglo XX fue el siglo de la masificación de la literatura. En nuestro país la producción local se disputó el mercado con el libro español hasta fines de la década del treinta. Para los años cuarenta aumentó exponencialmente la producción en la llamada “época de oro” del mundo argentino del libro y la editorial anarquista Américalee apuntó a un público antifascista, progresista y democrático. Pero no solamente el anarquismo, sino también socialistas y demócratas en general, fueron parte de lo que los investigadores Gutiérrez y Romero (2020) dieron en llamar “empresas culturales”, que surgieron en Buenos Aires entre las dos grandes guerras. Estas editoriales, entre las que podemos mencionar Las Grandes Obras, Los Intelectuales, Tor, Claridad, El Pequeño Libro Socialista y Leoplan, produjeron a precios económicos un conjunto de obras de la literatura y el pensamiento universal. Seleccionaron su material cuidadosamente, tiraron miles de ejemplares y organizaron de manera didáctica su material en bibliotecas y colecciones y contribuyeron a ampliar el público lector, orientar gustos e intereses y a configurar una cultura distintiva de los sectores populares argentinos, pensante y contestataria, de la que todavía se pueden encontrar rastros.
Los anarquistas no pagaban derechos de autor. Ni se les ocurría. Algunos publicaban con copyright, es decir protegían sus derechos como editores, especialmente después de la ley 11723. Otros hacían figurar la frase “Anticopyright: ningún derecho, ningún deber”. Sus ediciones se financiaban por suscripción, como había imaginado Condorcet, y nunca se publicaba para obtener ganancias, ni siquiera si esas ganancias se pensaban para pagar otra actividad política. Según el investigador Lucas Domínguez estos emprendimientos estaban “lejos de ser pensados con la expectativa de una inversión en las coordenadas de la oferta y la demanda” (2017, 29). La idea de entender el consumo cultural como un fin en sí mismo proviene, una vez más, de Marx: “El objeto de arte, y lo mismo ocurre con cualquier otro producto, crea un público sensible al arte y capaz de disfrutar de la belleza. La producción produce, por lo tanto, no solo un objeto para el sujeto, sino también un sujeto para el objeto.” (2005: 15) La producción es la que inventa al consumo, lo genera y lo impulsa, no al revés. No es que los escritores se vean obligados a escribir novelas pasatistas de ideología cuestionable porque el mercado lo pide, son esas novelas las que construyen un sujeto que puede disfrutar de ese entretenimiento vacío y conservador.
En la última página de los libros impresos por editoriales anarquistas argentinas, muchas veces aparecía la lista de suscriptores y se invitaba a nuevas suscripciones, buscando descentralizar no solamente la financiación sino también la circulación ya que se instaba a pedir una determinada cantidad de impresos a quien quisiera repartirlos: “Dijimos y volvemos a repetir: la propiedad es un robo; quien retiene para sí esta hoja es un ladrón… ¡que circule!”
Una buena mula salteña o veinte almuerzos
La primera ley de propiedad intelectual en la Argentina se la debemos a la habitual obsecuencia de nuestras clases dirigentes para con los europeos. El 12 de agosto de 1910, la compañía Grand Guignol de París presentaba la obra Le voile du bonheur en el entonces teatro Liceo. George Clemençeau, autor de la pieza, estaba en ese momento en Buenos Aires como corresponsal del diario L’Illustration. Como había denegado su autorización para la puesta de la obra por cuestiones políticas, se apersonó en el teatro e intentó detener la representación, pero no consiguió impedirla. Luego se lamentó amargamente en varias notas de la falta de reglamentación de derechos de autor en la Argentina. Carlos y Manuel Carlés, rápidos como el rayo, presentaron el 24 de agosto de 1910, en la Cámara de Diputados, el proyecto de Ley de Propiedad Literaria, la ley 7092, que fue promulgada el 23 de septiembre de ese mismo año y publicada en el Boletín Oficial un día después. La redactó el por entonces director de la Biblioteca Nacional, Paul Groussac, y le dieron el orgulloso nombre de Ley Clemençeau.
Ochenta y tres años antes, una tarde de junio ventosa e inestable, Juan María Gutiérrez visitó a Esteban Echeverría en Montevideo. Tenía buenas noticias, el dueño de Imprenta Argentina había entregado los mil quinientos pesos del pago por el manuscrito. El libro iba a contar con unas doscientas cuarenta páginas e incluía La Cautiva, un Himno al Dolor, un Himno al Corazón y media docena de canciones. Resolvieron ponerle un nombre sencillo, que casi no significaba nada: Rimas. Se imprimieron mil ejemplares y se vendió en la librería de Sastre “y en otras dos, a 10 pesos: el precio de una buena mula salteña o veinte almuerzos” (Caparrós, 2016: 178). El hecho de que Echeverría haya ganado el quince por ciento del precio de tapa de la edición total, por adelantado, señala que nada mejoró para el autor en un siglo y medio. Nos muestra que las leyes de propiedad intelectual no han hecho nada, económicamente hablando, por el escritor.
En 1933 se designó una comisión especial parlamentaria con el fin de estudiar el régimen legal de la propiedad intelectual. Fueron Sánchez Sorondo y Noble los encargados de elaborar el texto de la Ley 11723, que, con algunos cambios, todavía está en vigencia. Durante el debate, Sanchez Sorondo, ex ministro del interior del golpista Uriburu, dijo que “el trabajo de la Comisión, viene auspiciado por la casi unanimidad de intereses, que una ley de esa naturaleza debe proteger (...). Escritores, autores teatrales, compositores de música, representantes de empresas editoriales argentinas y extranjeras nos han manifestado su franca adhesión (...) todo lo que la comisión creyó representativo de este género de actividades, fue invitado a una reunión, y allí nos expresaron, en su inmensa mayoría, una opinión favorable (...). También nos han llegado del exterior algunas palabras de estímulo (...) el proyecto que presenté al Senado fue enviado por avión a Italia y allí estudiado para ser devuelto por Zeppelín a la Argentina (...). Nuestro trabajo no es, ni una improvisación, ni una obra parcial ni tendenciosa, sino que representa un estudio sereno y meditado” (Diario de Sesiones, 1933: 207). La Ley fue sancionada en el gobierno de Agustín P. Justo, durante la década infame, y varios investigadores opinan que uno de sus propósitos fue el de obtener una mayor injerencia estatal en el campo cultural, sistematizando el patronazgo y centralizando la política cultural (Fiorucci, 2011: 19; Nállim, 2014: 127-151; Lacquaniti, 2017: 71). La forma en que se instituyó esta injerencia en la Ley fue la creación de la Comisión Nacional de Cultura para centralizar la política cultural oficial en una institución específica. Este organismo, encargado entre otras funciones de establecer los “Premios Nacionales” a las ciencias, artes y letras, fue dotado con un personal estable y rentado, infraestructura y recursos monetarios otorgados anualmente por el Poder Ejecutivo para diseñar las políticas culturales oficiales. Borges parodia en El aleph la burocracia, la corrupción y el mal gusto de estos premios: “Huelga repetir lo ocurrido; Carlos Argentino Daneri recibió el Segundo Premio Nacional de Literatura. El primero fue otorgado al Doctor Aita; el tercero, al doctor Mario Bonfanti; increíblemente mi obra Los naipes del tahur no logró un solo voto. ¡Una vez más, triunfaron la incomprensión y la envidia!” (1994: 264).
Según Beatriz Busaniche, docente universitaria y activista argentina por la cultura libre y los derechos humanos, nuestra normativa es “una de las peores del mundo considerando el acceso al conocimiento y la cultura” (2010: 32). Uno de los principales problemas de esta ley es que piensa el derecho de autor en términos de propiedad haciendo fuerte hincapié en la protección de la obra en lugar de su titular. Las modificaciones posteriores apuntaron a prolongar el lapso en que los consumidores pagan derechos hasta que ésta pasa a pertenecer al dominio público. Actualmente, mediante la ley 24870, ese lapso es de setenta años después de la muerte del autor. Durante el debate por esa extensión, el senador Alfredo Avelín expresó: “de ser posible tendría que extenderse eternamente para que de esa manera no sean únicamente los nietos quienes reciban el mensaje de los viejos productores, sino también todas las generaciones futuras que pertenezcan a ese árbol y a esas raíces” (Antecedentes Parlamentarios, 1997). Lástima que no es precisamente el mensaje lo que reciben los herederos.
Si no posee capital, para reproducir y divulgar una obra a través de ejemplares impresos, el autor, a quien aparentemente protegen estas normativas, se ve obligado a ceder al editor los derechos de aprovechamiento económico sobre su obra. A nivel jurídico es muy semejante a una concesión, en la que algo que es del Estado y por lo tanto de la sociedad, es otorgado a un particular para su explotación. Se trata de la recompensa por una inversión y en ella siempre priman los valores mercantiles sobre los culturales.
El proceso se inicia cuando el autor decide entregar su obra a una editorial. Para esto se firma un contrato, mediante el cual el escritor cede los derechos de edición y distribución al editor por un tiempo y territorio determinados, “para difundirla y venderla a su riesgo y sin subordinación jurídica, así como a pagar a la otra parte una retribución, regalía o participación de la venta referida, salvo pacto en contrario, pacto que podrá comprender la distribución a título gratuito de los ejemplares de la obra intelectual” (Spota, 1980: 726). Efectivamente, la ley no prevé necesariamente un pago al autor, esto depende del contrato. Hay porcentajes usuales, pero pueden cambiarse libremente y además por mucho que se repita hasta el cansancio que se están preservando los derechos del autor, tampoco se estipulan ni la posibilidad de que éste controle la tirada que declara el editor ni un acceso contable que permita verificar la cantidad de ejemplares efectivamente vendidos. En el año 2007, la escritora Claudia Piñeiro demandó a Ediciones Colihue por no haberle comunicado debidamente la cantidad de ejemplares impresos de su libro Tuya, y por lo tanto no haberle pagado lo que le correspondía en concepto de regalías (un ocho por ciento del precio de tapa) y pidió la rescisión del contrato. Los escritores saben que las editoriales mienten en cuanto a las cantidades que se imprimen y en cuanto a las ventas que se efectúan, pero no tienen instrumentos legales para acceder a la información. En el juicio de Piñeiro vs. Colihue, la Cámara declaró finalizado el vínculo por culpa del editor porque no informó en forma fehaciente el número de ejemplares a la Dirección General de Derecho de Autor, imprimió más ejemplares de los efectivamente denunciados y tampoco probó la cantidad de ejemplares dañados, mal impresos o mal encuadernados, como posible justificación (Diario Judicial, 2011)
En términos generales hay dos tipos de contratos. O bien el editor retribuye con el pago de regalías que rara vez superan el diez por ciento del precio de venta del libro, a medida que se van realizando las ventas, o bien el autor se autofinancia la publicación, es decir, asume los costos de edición. Este tipo de contrato ocurre generalmente cuando la publicación de la obra implica un riesgo económico para el editor y a la vez el autor tiene la publicación y difusión como objetivo prioritario, más allá de su resultado económico. Según datos publicados en la web de la Cámara Argentina del Libro, en el año 2019 un treinta uno por ciento de las publicaciones fueron realizadas por empresas editoriales mientras que el treinta y nueve por ciento se publicaron mediante alguna forma de autoedición y el resto en editoriales estatales.
Las editoriales tienen el derecho de exigir una exclusividad en la explotación de la obra y la cesión de los derechos. La exclusividad produce un monopolio de manera que el editor maneja la oferta y el precio, con las mismas consecuencias de cualquier otro monopolio: menor cantidad producida a precios más altos. La fijación del precio de venta al público de los libros por los editores es legal en Argentina, pese a la prohibición de tales imposiciones para otros bienes por la ley de la Competencia. Por su parte, la cesión de derechos implica que, a partir del momento en que se firma el contrato, el autor ya no es el sujeto de la protección, sino que es la editorial, que ha adquirido los derechos económicos sobre la obra.
De cómo usar lo mismo al mismo tiempo sin que se agote
"Rechazos de Anagrama, Grijalbo, Planeta, con toda seguridad / también de Alfaguara, Mondadori. Un no de Muchnik, / Seix Barral, Destino… / Todas las editoriales… Todos los lectores… / Todos los gerentes de ventas…". Este poema llamado "Mi carrera literaria" (Bolaño, 2018: 21) resume la relación entre autores y editores: se escribe mucho, se edita poco y aun autores como Roberto Bolaño no lo consiguen fácilmente.
¿Por qué o en relación a qué es válido decir que se edita poco? Hay dos conceptos que podemos usar para entender esto: escasez y propiedad. En economía, el concepto de escasez significa que los recursos no son suficientes para satisfacer las necesidades. Los bienes tangibles, como los alimentos y los objetos manufacturados, son escasos por naturaleza. Esto no significa que existan en poca cantidad, sino que su potencial de explotación tiene un límite, es decir, que son susceptibles de acabarse en algún momento. Por su parte, el concepto jurídico de propiedad está ligado de manera inseparable al concepto de escasez, ya que la primera surge a causa de la segunda: dado que el bien es escaso, la protección legal que otorga la propiedad es la manera de excluir a otras personas del uso del mismo bien. Es decir, lo que justifica la propiedad es el potencial de conflicto sobre el bien por parte de diversas personas.
Los bienes intelectuales, que naturalmente son infinitos, dado que pueden ser replicados sin agotarse, se transforman en artificiales a través de un dispositivo jurídico que es la propiedad intelectual. Un bien intelectual, una idea, no se agota por su uso. Si alguien copia un libro que yo escribí, yo sigo teniendo el libro original y también sigo "teniendo" la secuencia de palabras que lo conforma. La economía tradicional habla de la escasez. Pero el conocimiento, en sí mismo, no puede agotarse. Como bien sabemos los que tenemos familia numerosa, si alguien usa el baño, yo no puedo usarlo al mismo tiempo. Pero todos podemos usar el mismo conocimiento a la vez, sin extinguirlo. No importa si toda la humanidad se pone a leer el Quijote al mismo tiempo, el Quijote no se va a agotar.
Tal como señala Cory Doctorow (2008), la propiedad intelectual es distinta de la propiedad clásica en formas fundamentales, básicamente porque la propiedad consiste en un modelo de exclusión, pero mientras que puedo echarte de mi casa ("excluirte" de ella), una vez que leíste mi libro o viste mi película, no puedo hacer que dejes de saber las frases que leíste o las escenas que viste. Esto es lo que no sabía nuestro viejo conocido, el riojano Carlos Saúl Menem, cuando durante el debate en el Senado de la Ley 24870 por la extensión del plazo de los derechos de autor declaró: “Cuando el dueño de una casa se muere, esa propiedad pasa a su hijo, luego a su nieto y posteriormente a su bisnieto, es decir, nunca se pierde, en cambio, pasado un determinado número de años, la propiedad intelectual se pierde ¿cuál es la razón para establecer esa diferencia? Ninguna”(Diario de Sesiones, 1997).
La escasez artificial es la razón por la cual la propiedad intelectual requiere la creación y puesta en práctica de una serie de mecanismos para evitar la abundancia natural de los bienes que tiene como consecuencia el abaratamiento de su precio, hasta llegar, en caso de una abundancia ilimitada, a la gratuidad. Los avances de la tecnología de fines del siglo XX en adelante conllevan el “peligro” de alcanzar la gratuidad de los bienes intelectuales, o por lo menos un precio muy bajo y ante ello las empresas se defienden con garras y colmillos. Ya en 1970, Universal demandó a Sony en lo que se conoce como el "caso Betamax", sobre la tecnología que permitía a los usuarios hacer copias individuales en videocasette de transmisiones de televisión.
Las editoriales manejan la disponibilidad de los libros, establecen precios, mercados, tiempos y condiciones, e incluso juegan con la psicología de los consumidores para generar expectativas que les permitan mayores ganancias, y esto se apoya en las prerrogativas que les otorga la legislación de derechos de autor. En última instancia, la generación de escasez artificial sirve para permitir la existencia de monopolios u oligopolios económicos, que tienen en sus manos la posibilidad de fijar unilateralmente las reglas del juego.
El sector del libro se define en términos económicos como un oligopolio por sectores: algunos grandes grupos controlan el mercado y muchos pequeños editores se sitúan en los márgenes. Estos márgenes ocupan su lugar dentro del sistema: constituyen laboratorios para el descubrimiento de autores sin asumir el riesgo financiero del lanzamiento y comercialización de un libro. Luego los grandes grupos recuperan a los autores exitosos gracias a su potencial financiero y publicitario.
El autor vive bajo un régimen de riesgo permanente. A diferencia del editor que puede intentar paliar las incertidumbres del mercado a través de elecciones múltiples, mediante el equilibrio entre sus diferentes departamentos, de sus colecciones, de la multiplicación de sus títulos, el autor (incluso el más prolífico), se juega su porvenir sobre la suerte de algunos libros y el favor del público puede desaparecer tan súbitamente como aparece. El debate sobre la retribución de los autores y su derecho a vivir de su trabajo en unas condiciones dignas no es nuevo. Pero el núcleo de la discusión siempre estuvo centrado en el papel del editor como elemento regulador del salario del autor, cuyos ingresos se fijan al arbitrio de unos porcentajes acordados mediante contrato y del funcionamiento del mercado. La ley de Propiedad Intelectual establece un modelo, desde el punto de vista salarial, según el cual el autor recibe una retribución por unidad vendida, no por el desarrollo de su trabajo. Esto lo condena a un empleo sumamente precarizado, sin otra garantía que el mercado, y sujeto a lo que los editores tengan a bien hacer con su obra en términos de difusión, propaganda y circulación.
Piratas en la nube
En lo que respecta al libro, estamos viviendo una etapa de transición. La desaparición paulatina del soporte material en papel que solía ser la única garantía de llegada de la obra a los lectores, plantea una redefinición de la tarea del editor y, desde luego, de los derechos de autor. El capital invertido por los editores desde la aparición de la imprenta ya no es imprescindible y, por lo tanto, el libro puede escapar de la lógica de ese mismo capital.
Pero las empresas vinculadas al mercado editorial y, en general, al mercado de contenidos no van a abandonar sus ganancias sin pelear. Desde que Daniel Defoe la utilizara en 1709, la metáfora del pirata no hizo más que crecer. El término piratería se usó para denominar la apropiación y reventa de la propiedad intelectual privada y actualmente también su reproducción y distribución, aunque ésta no incluya la venta, e independientemente de que los piratas del siglo XXI tengan o no afán de lucro. Hasta hace muy poco, pirata era aquel que duplicaba las manifestaciones artísticas e intelectuales en forma masiva y para ganar dinero, pero actualmente se usa una definición sumamente amplia de “piratería” que incluye toda duplicación, distribución y uso de material registrado ya sea que lo hagan empresas profesionales, a gran escala y para revender, o proveedores de servicios que poseen herramientas de distribución de archivos o individuos que usan esas redes de distribución de archivos para intercambiar materiales libremente o incluso consumidores que sin saberlo se ven involucrados porque no entienden totalmente los términos de licencia de los productos que compraron.
En las películas los piratas son en general desalmados y violentos y atacan a barcos distraídos llenos de personas indefensas. Ver acercarse un barco con bandera negra, es decir sin nación y sin ley, suele aterrar a los navegantes. Pero hay otra lectura de las historias de piratas, por ejemplo la que cuenta el abogado Alfredo Bullard: "Los piratas eran empresarios privados que combatían el sistema económico imperante en su época, el mercantilismo, en el cual la riqueza no era consecuencia del esfuerzo privado, sino de la repartición de privilegios, por parte del Estado, a algunos grupos con capacidad de influir, en especial entregándoles las riquezas de las colonias conquistadas. Quizás hay algo de esta segunda interpretación en el caso de la piratería referida a la propiedad intelectual. Quizás estos piratas también estén reivindicando algo que ha sido otorgado como un privilegio por el Estado y que no debió ser entregado a particulares, al menos de la manera y con la extensión con la que se entregó” (2005: 1).
En los años '90, Motion Picture Association y la Unión Argentina de Videoeditores produjeron un video que se emitía al comienzo de todas las películas que se alquilaban en videocasette, incluso las infantiles. En ella el narrador decía: “No robarías un coche. No robarías un bolso. No robarías un televisor. No robarías una película. El robo es ilegal. La piratería es un delito. Ahora la ley actúa” (2014). El texto intentaba confundir para que fuera el destinatario del mensaje quien concluyera lo que no se explicitaba: que la piratería es un robo. Y no lo podía decir porque el verbo robar, de acuerdo con la RAE, significa “quitar o tomar para sí con violencia o con fuerza lo ajeno”, y por lo tanto no es aplicable a la práctica creciente de intercambio libre de expresiones que obviamente no involucra violencia. Por suerte, a pesar de la propaganda, la copia y distribución de archivos siguió aumentado vertiginosamente.
La actividad "pirata" es considerada por muchos de los titulares de los derechos de autor como causante de "pérdidas por ventas potenciales" y por lo tanto, argumentan, también de pérdida de fuentes de trabajo. Richard Stallman, programador estadounidense y fundador del Movimiento del software libre, piensa que se trata de una falacia: "¿Debería la gente dejar de limpiar sus propias casas para evitar la 'pérdida' de puestos de trabajo para los empleados domésticos? ¿O acaso prohibir a la gente cocinar ellos mismos, o prohibir compartir recetas, para evitar la 'pérdida' de puestos de trabajo en los restaurantes? Son argumentos absurdos en los que el remedio es mucho más dañino que la enfermedad" (Stallman, 2019:1).
Decir que una descarga equivale a una venta perdida es simplemente una mentira. Supone que si las personas no consiguen descargar un contenido desde una página malvadamente ilegal, entonces necesariamente lo van a comprar. A partir de dicha especulación, sin ningún dato real que la sustente, las industrias de contenidos se dedicaron durante muchos años a calcular el dinero que dejaron de ganar, aplicando la fórmula de multiplicar el número de copias piratas que circulan por el precio del producto pirateado. Esto, aceptado por gobernantes, jueces y sujetos similares, llevó en algunos países a la imposición de sanciones multimillonarias a personas que habían compartido contenidos. Sin embargo, un estudio que la Comisión Europea adjudicó a la empresa holandesa Ecorys para realizar una estimación “de las tasas de desplazamiento (pérdidas) del contenido protegido por los derechos de autor de la UE”, concluyó que no existe una relación entre el volumen de descargas y la compra de material autorizado. Es más, el incremento en un diez por ciento de descargas ilegales llevó a un aumento del dos por mil en las compras. "La hipótesis inicial es que las transacciones ilegales en línea desplazan las ventas, pero algunos estudios informan otro efecto: las personas exploran contenido creativo a través de los sitios antes de decidir si comprar el contenido legalmente. Esta exploración hace que sean más conscientes del contenido y las transacciones ilegales en línea aumentan las ventas" (Ende, 2015: 41). Más claro, agua.
A pesar de que se pagaron trescientos sesenta mil euros por la tarea, el estudio de Ecorys fue abandonado en el cajón más profundo de la Comisión Europea y solamente se tuvo acceso a él mediante los diputados alemanes del Partido Pirata. Sí, Partido Pirata o Piratenparty; existen varias organizaciones en Europa que se identifican de ese modo y utilizan un logo que estiliza la conocida bandera negra. Luchan por los derechos civiles, la democracia directa, la reforma del copyright y el sistema de patentes, el libre acceso a los contenidos y la privacidad de la información personal. Los principales están en Islandia y Ucrania, cosechan el nada despreciable nueve por ciento de los votos y cuentan con cuatro eurodiputados. Existen muchos estudios que indican que los "piratas" de la red son los que más contenido "legal" adquieren y por mucho que lo repitan, los empresarios saben perfectamente que cada descarga no supone una venta perdida. ¿Qué es hipocresía?, preguntas mientras clavas en mi pupila tu pupila azul.
Buscando el nuevo marco legal
De pronto el debate sobre la propiedad intelectual resulta de máxima actualidad, ocupa espacio en las redes sociales, webs jurídicas y no jurídicas, medios on line y tradicionales. Además, ya que Internet no las tiene, el asunto rebasa las fronteras físicas y geográficas nacionales y en todas partes se usan términos y principios jurídicos en forma muy confusa. Todos están de acuerdo en que hay un nuevo paradigma como consecuencia de las potencialidades que ofrecen la tecnología digital, las nuevas formas de producción de contenidos, las nuevas herramientas de acceso e intercambio de información, las nuevas formas de consumo intelectual y los nuevos modelos de interrelación social.
¿Qué pueden hacer los escritores con este escenario flamante? Una alternativa es la autoedición digital y conozco muchas historias de triunfo de esa opción. Tengo, incluso, mi propio y minúsculo éxito. Hace algunos años, antes de enterarme que Google concedía espacio en su drive vinculado al correo electrónico, armé un blog con el fin de depositar allí escritos que no quería perder: traducciones, ensayos y poemas. Un día me fijé que tenía un servicio de estadísticas de las veces que había sido consultado y me dio curiosidad. Para mi sorpresa, el blog había acumulado más de siete mil visitas. En ese momento sentí que mi trabajo ya estaba justificado, que no necesitaba de ningún editor, académico o mercado que me avalara y que tenía el poder y el placer de comunicarme sin trabas económicas. Otra historia, muy diferente, es la de John Locke —no el filósofo y tampoco el personaje de Lost—, un vendedor de seguros, padre de cinco hijos de tres matrimonios, adicto al trabajo y al dinero que tuvo un ataque cardíaco a los cincuenta y ocho años. Intentó retirarse a descansar y comenzó a escribir ficción para relajarse. Las novelas resultantes son unos policiales violentos, plagados de clichés, protagonizados por un oscuro agente de la CIA llamado Donovan Creed. Las autoeditó en papel, ya que dinero no es lo que le faltaba, pero no tuvo ningún éxito. La primera de sus novelas fue Gente letal y en marzo de 2010 la puso a la venta en formato digital en Amazon a noventa y nueve centavos de dólar, diez veces menos que el precio promedio de materiales similares. En menos de un mes vendió un millón de ejemplares y ganó casi trescientos cincuenta mil dólares, ya que Amazon se queda con el resto. Nada mal para un libro que escribió en menos de cuatro meses.
Pero son necesarios marcos legales para que haya modelos de gestión del conocimiento que sean viables y sostenibles en el tiempo. Lo que se ha podido construir por el momento son los modelos de licencias abiertas, como las licencias Creative Commons, que se basan en la atribución de derechos exclusivos del autor sobre su producción, en este caso para decidir compartirla gratuitamente. Estas licencias entran en la categoría de licencias públicas, en virtud de las cuales el autor otorga una autorización general para la explotación de su obra en las condiciones contenidas en la licencia. Se crea una relación sinalagmática, o sea un contrato bilateral que genera derechos y obligaciones recíprocos, entre el autor y los usuarios.
En el caso de Creative Commons resulta posible la configuración de distintas licencias en función de las condiciones que fije el autor para la utilización de su obra. Puede autorizar la reproducción, comunicación pública, distribución, puesta a disposición al público y transformación de la obra para cualquier finalidad, en todas las modalidades, gratuitamente y para máximo plazo de duración de los derechos bajo una única condición, el reconocimiento de su autoría. O puede excluir la modificación y la realización de obras derivadas, o los usos comerciales de la obra, o la modificación y la creación de obras derivadas, a condición que la obra derivada quede sujeta a la misma licencia.
Muchos de los que accedemos a obras bajo las licencias Creative Commons hemos visto estos íconos:
Casi nadie sabe qué quieren decir, pero, si estás leyendo esto, hoy es tu día de suerte.
El hombrecito (no hay lenguaje inclusivo en los íconos) está ahí en representación del autor. Implica que cualquiera puede copiar, distribuir, mostrar y reproducir la obra, así como las obras derivadas que se basen en ella, pero únicamente si reconocen la autoría original. Es la licencia de Atribución.
No prohíbe estacionar. Prohíbe lucrar. Quiere decir que otras personas pueden copiar, distribuir, mostrar y reproducir la obra y las obras derivadas, pero solamente con fines no comerciales: Licencia No Comercial.
Esta licencia le hubiera cortado la mano a Guiot. Expresa la autorización a copiar, distribuir, mostrar y reproducir únicamente copias exactas de la obra y no obras derivadas que se basen en ella. Solamente lo mismo, igualito: Licencia Compartir Igual.
Permite la distribución de obras derivadas, pero eso sí, únicamente si tienen una licencia idéntica a la que rige a la obra original, o sea no lucran con el contenido: Licencia de reconocimiento.
En total hay seis licencias Creative Commons que surgen de la combinación de las anteriores. La más usual es la que utiliza "licencia de reconocimiento, no comercial, compartir igual" y se la llama Copyleft.
El surgimiento y continuo crecimiento de estas licencias muestra que necesitamos leyes que se adapten a la realidad y al estado de la tecnología. Pero también expone la voluntad de los autores de hacer circular gratuita y por lo tanto universalmente los frutos de su trabajo ya que estas licencias se basan en los principios de libertad y voluntariedad. Pese a su inestimable valor, no son una solución definitiva, sino una herramienta más en un nuevo contexto tecnológico que puede o no mejorar las condiciones para la producción del conocimiento, su gestión y su difusión universal.
Creative Commons es una organización mundial sin ánimo de lucro que se dedica a promover el acceso y el intercambio de cultura bajo licencias libres con sede central en Mountain View, California. Fue fundada en 2001 por Lawrence Lessig, un ex profesor de derecho de la Universidad de Stanford y especialista en ciberderecho, Hal Abelson y Eric Eldred. En diciembre de 2002, lanzó su primer conjunto de licencias gratuitas. Desde ese momento hasta el presente se formó una red con más de cien organizaciones afiliadas, entre ellas Creative Commons Argentina. En una entrevista realizada por la revista de la OMPI, Organización Mundial de la Propiedad Intelectual (2011), Lessig explicó que había creado la institución para evitar el delito, dado que invitación constante y abierta de la red a compartir, mezclar y publicar de múltiples y diferentes modos hacía que se incurriera en infracciones a la ley consciente o inconscientemente. En ese momento Lessig temía que o bien lo que estaba pasando aboliera el derecho de autor por completo o que se intentara reprimir severamente todas estas actividades innovadoras, por eso trató de encontrar un término medio para los que creían en el derecho de autor pero no regulado de un modo rígido y excluyente. Su perspectiva es la de pensar "una estructura más sensata para el derecho de autor en la era digital" (2011), intentando que los artistas reciban sus remuneraciones a la vez que se protegen las libertades de los creadores y usuarios. Lessig dice que "en una sociedad libre, las leyes dependen de que las personas entiendan intuitivamente por qué existen" (2011) y que en la actualidad no garantiza ni los incentivos suficientes ni las libertades necesarias en el contexto digital.
Lo que motivó la creación de Creative Commons es la contradicción moral en la que se encuentran los respetuosos de la propiedad en la era de internet. La realidad de la tecnología y de los usos que hacemos de ella nos impulsan al "remix", título de uno de los libros de Lessig (2008) quien piensa que esto, de algún modo, conduce al delito. Por eso considera imprescindible "diseñar un sistema de copyright que cultive toda la variedad de creatividad y colaboración que internet posibilita: un sistema que se base en la oportunidad económica y creativa de los híbridos y de la creatividad remix (Lessig, 2008: 343).
Mientras tanto
Como dice Mark Rose (1994), esta historia termina en irresolución. Todos los intentos de establecer una propiedad del conocimiento o del arte son tanto inútiles como necesarios. Inútiles, porque el concepto de propiedad literaria es en sí mismo un oxímoron. Necesarios, porque son conceptos de trabajo, de ganancia, de pensamiento, comunicación y belleza que se insertan en el sistema social que los sostiene durante un período histórico determinado. Hay una inestabilidad radical en el concepto de autor autónomo. La propiedad literaria no es fija e inconmovible como un terreno. En realidad, todas las formas de propiedad son construidas socialmente y, como los derechos de autor, llevan en sus lineamientos las huellas de las luchas en las que fueron producidas.
En la apertura del Congreso Literario Internacional de 1878, Víctor Hugo dijo: "El libro, como libro, pertenece al autor, pero como pensamiento el libro pertenece —la palabra no es demasiado abarcativa— al género humano. Todas las inteligencias tienen derecho de acceder a ese pensamiento. Si uno de los dos derechos, el derecho del escritor y el derecho del espíritu humano, debiera ser sacrificado, debería ser el derecho del escritor, pues el interés público es nuestra mayor preocupación, y todos, lo declaro, deben estar antes que nosotros." (1878: 4). Estoy intensamente de acuerdo con estas palabras, pero, sin embargo, espero que ninguno de los dos derechos tenga que ser sacrificado. El trabajo del escritor tiene una larga tradición aristocrática, en el sentido de una renuncia a cualquier ganancia material, que no existe en otras disciplinas artísticas de mayor arraigo popular como la música. Quizás sea por eso que, en el ámbito de la música, y también en terreno de la producción audiovisual, se crearon vías intermedias que hacen coincidir, por lo menos parcialmente, los intereses de los productores y consumidores a través de suscripciones masivas, como Spotify o Netflix, que abaratan el material sin llegar a la gratuidad total. Existen algunos tímidos intentos en este sentido, como Nubico en España o Kindle Unlimited en Estados Unidos, pero todavía hay mucho camino por recorrer, sobre todo si tenemos intención de evitar que sean precisamente las empresas multinacionales monopólicas las que terminen con el control de esta clase de emprendimientos. No podemos darnos el lujo de ignorar que sin regulación y sin entidades de gestión estamos generando un terreno idóneo para la actividad de los nuevos monopolios emergentes como Google o Amazon. Los autores nunca van a poder imponer sus condiciones individualmente ante estos monstruos. Quizás sea momento de volver a pensar en auto-organización, autoformación, apoyo mutuo y solidaridad.
Las historias tienen fin, la historia no. La propiedad intelectual, como es concebida por el capital, quizás llegue a ser en algún futuro solamente un mal recuerdo. Mientras tanto, seguiremos leyendo y escribiendo, seguiremos tratando de salir de la caja negra que le impide a nuestras palabras llegar más lejos, a más sitios, a más mentes, a más semejantes.
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