miércoles, 25 de noviembre de 2020

A César Vallejo

 


Nuestra primera vez fue en un sitio público,

de parados,

un domingo crepúsculo a las siete,

vacío balance del terror.

Participabas,

búsqueda del tesoro en la mesa de saldos.

Te abrí.

Me abriste.

Me tuviste entre comas,

entre signos de admiración, me tuviste.

Algo encendió un destello

y sostuve el goce en cinco sílabas.

Al principio,

la palabra "empozara" me desnudó la duda,

el pretérito imperfecto del presente.

Dolió

estuve viva

me puse voraz,

me penetraron tus crepitaciones,

tus Cristos del alma, tus golpes sangrientos.

Llegaste,

sacaste de mí,

la palabra que estaba más adentro,

fuiste mi heraldo blanco.

¿Gracias dije?

¿Lo amo dije?

Miré la noche como si fuera eterna. 

lunes, 16 de noviembre de 2020

188

 

 



Subieron un poco antes de la Zavaleta. Eran cuatro, dos de veintipico y otros dos de doce o trece. Al principio creí que venían juntos porque se parecían, pero me equivoqué. Se vestían con ropa vieja, demasiado grande, oscura y sucia. La mirada esquiva, el gesto hosco, los hombros hundidos y el olor producían un revuelo en el colectivo. Se fueron para el fondo. Yo estaba en el último asiento al lado de la ventanilla. Los demás pasajeros se levantaron y se corrieron para adelante. Inclinan la cancha, pensé, y también que en el bondi  adelante estaba la defensa. Yo me quedé con mi libro de química.

Los chicos se pararon en los escalones de la puerta de atrás. Uno de los adultos se sentó a mi lado y el otro se acomodó mirando el piso.

Mi vecino quería charla.

¿Qué lee, don? —preguntó.

Química —contesté mirándolo a los ojos, bolitas negras espejadas con un punto de luz. Tenía la cara achinada, triangular, cejas poderosas y el pelo en dos alas de cuervo, con raya al medio.  

Mintió una cara de admiración, la boca se le torció hacia la izquierda, los párpados se abrieron y la cabeza asintió cortito.

—¿Es profesor, usté?

No —sonreí— estoy leyendo para ayudar a mi hijo que tiene prueba.

Esta vez la sorpresa fue vívida. Me miró y después al libro, muy serio. 

¡Fijate, vos! Usté sí que debe ser un buen padre. ¿Escuchaste, boludo? ¿Oíste? le dijo al que estaba a su lado.

El otro no le contestó. Se subió la capucha y sacó algo del bolsillo. Lo acercó a la cara escondida.

Éste está turuleco —me dijo, como disculpándolo.

Lijao agregó moviendo la mano—. Mi viejo a mí no me daba ni la hora, nada. Ni sabía dónde estaba yo, qué hacía, ¿entendé o no? Yo a los nueve año me fui de mi casa, vivía en la calle con mis amigo. Yo si tuviera hijo…

La frase quedó sin terminar y vaciló en el aire, después se dio la vuelta y le volvió a entrar por la boca, subió hasta la cabeza, giró un rato y volvió a salir. Como si se despertara de un trance gritó:

A éstos, a éstos señalando a los chicos—. Si fueran mis hijos los cagaba a trompadas.

Los pibes lo miraron entornando los ojos e inclinaron la cabeza como si fueran a torearlo.

¿Qué te pasa gato? —le dijo uno.

Sacate la gorra, gil —lo apuntó el otro con el dedo sucio.

Le hacían señas con las manos. Manos como pájaros enfermos, como garras. Signos amenazantes, incomprensibles para mí, con los dedos chiquitos, con los pulgares, con las palmas medio negras, medio rosadas.

Paró el bondi y se bajaron todos menos el de la capucha. 

¡Chau, don!  me saludó mi admirador.

¡Chau!— contesté—. Suerte— agregué bajito.

En esa misma parada, la de la villa, subió una mujer. No tenía ropa, se tapaba con pedazos de telas anudados y en capas. La piel de la cara y las manos era gris, una combinación de mugre y palidez. Nos repartió unos papeles. Miré el mío y esperé ver la estampita o la nota de la compasión. Pero no, era un papelito en blanco cortado con las manos. Nada más. No decía nada. La realidad se me desordenó como si viera todos los lados de un cubo al mismo tiempo. Ella volvía a pasar retirando sus mensajes de aullidos mudos. Los ojos se le movían veloces, de izquierda a derecha. Murmuraba cosas ininteligibles. Le di cien mangos y no los miró, no reaccionó, y entonces supe que ya no estaba ahí. Que se había ido y había dejado su caparazón. Tuve que hacer un esfuerzo para volver a la tranquila convención de siempre. Disimulé.

El flaco de la capucha empezó a hablar solo y a mover las manos. Los pasajeros desprevenidos que habían ocupado los asientos vacíos se fueron también para adelante. De pronto, levantó la cabeza y miró con los ojos desorbitados. Se paró de un golpe para bajar y un cigarrillo cayó y rodó por el piso del colectivo. Un paquete de Malboro quedó desarmado en el asiento. Lo chisté pero no me oyó; entonces me levanté, le toqué el hombro y le hice un gesto hacia los cigarrillos olvidados.

Los recogió y después se sacó la capucha. Sonrió. Nunca hubiera imaginado que podía sonreír así. Sonrió como si precisamente ése fuera su momento para ser feliz. Se transformó. Su mano abierta se deslizó hacia mi hombro, como una corriente de completa confianza.

Me palmeó y dijo: ¡Gracias, pa!

Y bajó.

domingo, 5 de abril de 2020

Madame Bovary y Orlando: el amor, el amor


El amor tiene infinitas formas. Una de ellas puede ser la tenacidad casi sobrehumana en la persecución de su objeto y otra el frenesí y el deleite de la entrega. Ejemplos de amor hacia la creación literaria, Madame Bovary y Orlando pueden leerse como dos extrañas biografías que a su vez se presentan estrechamente conectadas con lo que se ha escrito sobre la vida de los artistas que las crearon.

Gustave Flaubert se propuso un tema que le repugnaba: la pequeña burguesía de provincia. Quería hablar sobre el ser humano sin atributos, ni heroico ni monstruoso, que pulula y se hunde en la indiferencia: "La vulgaridad de mi asunto me da a veces náuseas, y la dificultad de escribir bien tantas cosas tan comunes, me espanta.", confesó (1989: 298). Pero la conciencia de la tosquedad y trivialidad de sus materiales trajo como consecuencia una mayor lucidez frente al problema de la forma y fue entonces que el estilo se convirtió, de manera amorosamente obsesiva, en el centro de gravedad de su literatura.  Comienza a describir utilizando lo que Levin consignó como una "casi cinematográfica manipulación de los detalles" (1973: 312).  Así nos encontramos en las primeras páginas con la gorra de Charles Bovary: "uno de esos tocados de orden heterogéneo donde aparecen los elementos del morrión, del chascás, del sombrero hongo, de la gorra de nutria y del gorro de dormir, uno de esos objetos lamentables, en pocas palabras, cuya fealdad callada alcanza las mismas honduras expresivas que el rostro de un imbécil" (2012: 5). Esta gorra, de la que luego se nos aclara que era nueva, está en consonancia con toda la vida futura de Charles, desacertada y desagradable. De detalle en detalle avanzamos por la trama. La torta de tres pisos de la boda con Emma: "donde había rocas con lagos de mermelada" (23) o la casa de Tostes donde estaban "Los tomos del Diccionario de las ciencias médicas, con las páginas sin cortar cuya encuadernación en rústica había padecido en las sucesivas ventas por las que había ido pasando" (26). Cada minuciosa descripción proyecta significado y emoción y se constituye a veces en contrapunto con la realidad o en símbolo premonitorio de ella.
Oculto por la riqueza de su mundo, el narrador desaparece completamente de la escena.  Flaubert intenta (y logra) despersonalizar la obra: “Ningún lirismo, nada de comentarios, la personalidad del autor está ausente” (1989: 168). Si este nuevo modelo rompe con la manera de trabajar de la escritura burguesa hasta ese momento, es porque Flaubert en algún momento de este proceso deja de tomar a la forma como un instrumento al servicio del pensamiento, como “la vestimenta última de las ideas y de las pasiones” (BARTHES, 2006: 193). El arduo trabajo de la forma comienza a ser la condición de posibilidad del pensamiento. Dice Barthes: “a los ojos de Flaubert, desaparece la oposición misma de fondo y forma: escribir y pensar son una sola cosa” (2006: 193).
Dicen que una heredera cincuentona de la ciudad de Angers, Mademoiselle Leroyer de Chatenpie le escribió una carta a Gustave Flaubert. Quería decirle lo acertado que era el retrato de Madame Bovary, que la había reconocido y querido como si se tratara de una amiga. Era una admiradora y Flaubert no sabía qué pensar de ella después de que su novela había recibido un rechazo casi universal. Escribe Ricardo Piglia citando a Sartre: "Hay algo que falta en la vida de la persona que lee y esto es lo que se busca en el libro. El sentido es evidentemente el sentido de la vida que está mal hecha, mal vivida, explotada, alienada, engañada, mistificada, pero acerca de la cual, al mismo tiempo, quienes la viven saben bien que podría ser otra cosa" (2014: 142). Las mujeres sin duda encarnaron ese malestar durante los siglos xIx y xx, siendo definidas por los hombres que escriben sus historias. Quizás por una paranoia constitutiva del género masculino, la salida de estas "protagonistas" ha sido, tradicionalmente, el adulterio: Anna Karenina, Madame Bovary, Molly Bloom. En El idiota de Dostoievski, en la pieza de la apasionada, lujuriosa y rebelde Natasha Filippovna "Había un libro abierto encima de una mesita, era una novela francesa, Madame Bovary" (2012: 417).
Por su parte, Virginia Woolf se sentía tan cercana, tan comprometida con su amor por la escritura que se pensaba como escritora más allá de su propia vida e incluso organizaba la publicación de sus diarios post mortem, como si para ella no solo no fuera posible vivir sin escribir, sino que tampoco se pudiera morir sin dejar algo más para publicar. Este compromiso amoroso con la escritura se mezcló, a partir de 1925, con la pasión por una mujer: Vita Sackville-West, a la que va a intentar retratar en su obra Orlando.



En el retrato de Sackeville-West que Woolf hace en este libro, se mezcla información verificable de la vida de Vita, y de los muchos estudios sobre su familia y estirpe con lo extraordinario y portentoso, conformándose así la imagen que Woolf percibía de su amante.
Antes de realizar este experimento que es la escritura de Orlando, la autora ya había pensado críticamente sobre la biografía como género y había escrito: "El biógrafo (...) produce una masa amorfa, una vida de Tennyson, o de Gladstone, en la que habremos de buscar con desconsuelo la voz o la risa, la maldición o la ira, cualquier rastro de que ese fósil alguna vez fue un hombre vivo" (2016: 215). Se plantea una biografía completamente distinta de las habituales en su tiempo y consigue un texto que es en parte metaliterario. El hilo conductor de toda la narración es un poema y hay continuas idas y vueltas desde la vida a su escritura: "Cuando la fiesta estaba en su apogeo, Orlando solía retirarse a la intimidad de su cuarto. Con la puerta cerrada y la seguridad de estar solo, sacaba un viejo cuaderno, cosido con una seda robada del costurero de su madre, y rotulado con letra redonda de colegial: «La Encina, Poema». Escribía en él hasta mucho después de la medianoche" (2013: 44). Las relaciones entre vida, amor y literatura aparecen en todo el texto, influyéndose la unas a la otras. Por momentos es muy difícil diferenciarlas: "Y luego le escribirá una esquelita (y con tal que escriba esquelitas, a nadie le parece mal que una mujer escriba), (...) y el guardabosque silbará bajo su ventana —lo cual, naturalmente, constituye la esencia de la vida y el único tema de la literatura" (2013: 104).
A su vez, Orlando también se mete en la vida y complejiza las relaciones amorosas entre Vita y Virginia. Al concluir el libro, Virginia le escribe: "Ahora la pregunta es la siguiente: ¿cambiarán mis sentimientos por ti? He vivido en ti todos estos meses; ahora que he salido, ¿cómo eres realmente? ¿Existes? ¿Te he inventado?" (CHKIAR BAUER, 2010: 620).
En Orlando, Woolf crea, con gran placer y frenesí, un mundo fantástico donde puede celebrarse un carnaval sobre un Támesis congelado. La fantasía se yuxtapone con la ironía sobre la sobriedad del tono biográfico y su uso de fechas precisas. Esta yuxtaposición cumple una importante misión temática, subraya que la experiencia de la realidad se construye tanto a partir de hechos como de construcciones e interpretaciones mentales y destaca la insuficiencia de las convenciones biográficas. En cuanto al estilo, Woolf se burla de la flaubertiana creencia en la "mot juste", de la suposición de que cada palabra lleva en sí misma connotaciones insustituibles. Establece que "las expresiones más comunes bastan, ya que ninguna expresión basta; por eso la conversación más vulgar es a menudo la más poética, y la más poética es precisamente la que no se puede escribir" (2013: 98).
Para los lectores argentinos de la obra es significativo que la traducción haya sido realizada por Jorge Luis Borges (por pedido de Victoria Ocampo). Como la obra llegó a nosotros, a través de Borges, se leyeron en ella los motivos de la circularidad del tiempo, la invalidez de la historia “oficial” y la ficcionalidad de las biografías. Por otra parte, la crítica al tratamiento de las mujeres, la duda sobre la las diferencias inherentes entre los sexos, la bisexualidad y el travestismo, temas de ambiguo interés literario para Borges, fueron dejados a un lado durante mucho tiempo. Borges hizo cambios en el texto que apuntaron en ese sentido Una de las frases claves del texto relata el momento en que Orlando se encuentra convertido en mujer: “we have no choice left but to confess— he was a woman”. Borges simplifica y quita emoción: “Debemos confesarlo: era una mujer” (1951:90). Es solamente una de las muchas intrusiones similares que realiza la traducción borgeana. Dado el prestigio del traductor, no se realizó una nueva versión hasta 1993, la de Enrique Ortenbach que nos permite acceder a la complejidad revolucionaria del mensaje de Virgina Woolf.


Bibliografía:
AUERBACH, Erich, Mimesis. Mexico DF, Fondo de Cultura Económico, 1996.
BARTHES, Roland, Fragmentos de un discurso amoroso. Madrid, Siglo XXI, 1993.
BARTHES, Roland “Flaubert y la frase”. En: Nuevos ensayos críticos. México DF, Siglo XXI, 2006.
CHIKAR BAUER, Irene, Virginia Woolf, la vida por escrito. Taurus, Madrid, 2015
DE BEAUVOIR, Simone, El segundo sexo. Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1999.
DOSTOIEVSKI, Fiodor, El idiota. Barcelona, Griffin Epub, 2012.
FLAUBERT, Gustave, Madame Bovary. Barcelona, Ediciones Alba, 2012.
PIGLIA, Ricardo, El último lector. Madrid, Debolsillo, 2014.
WOOLF, Virginia, Horas en una biblioteca. Madrid, Seix Barral, 2016.
WOOLF,  Virginia, Orlando: una biografía. Buenos Aires, Lumen, 2013.
WOOLF, Virginia, Orlando: una biografía. Traducción de Jorge Luis Borges. Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1951.

La mesa puesta


Entonces, ¿qué hacemos ahora?
este mundo, este otoño incierto,
las gerberas aguantan bien en el jarrón
rojas, anaranjadas, amarillas, rosadas,
el color luce así una semana
después palidecen y se descomponen
se transforman, llegan a no
ser gerberas.
¿Hay un orden en esto? Yo creo que no.
Este otoño es precario. Los sistemas grandes
y los más chicos tienen defectos, se desintegran.          
El techo necesita otra capa de pintura y tenemos
menos dinero, trabajo, amor
que el que querríamos.
Me gusta este anhelo universal
hacia el orden. Poner la mesa así
las gerberas en el medio, en el jarrón alto.
El científico por la televisión nos dice
que estemos en casa, que estemos
en el universo,
que la vida es inevitable.
No es una mentira, es un plan.
Busquemos una forma de acomodar la cosas
en la mesa, las gerberas,
las copas y tu plato y el mío
juntos.



miércoles, 19 de febrero de 2020

Reproductibilidad y literatura en Benjamin, Adorno y Groys


El único medio de renovación consiste en abrir los ojos y contemplar el desorden. No se trata de un desorden
que quepa comprender. He propuesto que lo dejemos entrar, porque es la verdad.
SAMUEL BECKET

Resulta interesante pensar el tema de la técnica reproductiva de las creaciones artísticas en relación con un arte cuya posesión del "aura" es por lo menos discutible: la literatura. Al mismo tiempo, en el presente es imposible no percibir lo técnico como algo bastante diferente de lo que analizaron Benajmin y Adorno parece necesario extenderlo a los ámbitos telemáticos y vir­tuales que presentan otras complejidades y desafíos.

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Benjamin: el aura
Walter Benjamin en su obra "La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica" analiza que la posibilidad de reproducir, multiplicar, la obra artística habría acabado con cierta "autenticidad" anterior que se le adjudicaba, a la que identifica con el concepto de aura. La pérdida del aura, característica de la era de la reproductibilidad, implicaría la emancipación de la obra respecto del ritual primitivo y luego burgués, y abriría la posibilidad de trasladarla al ámbito político. Para Benjamin, la obra burguesa moderna conserva algo de la magia ritual primitiva y eso la vincula con el aura que solamente moriría con la reproductibilidad. Se refiere muy poco a la literatura, creemos que solamente en una ocasión, cuando dice: "Son conocidas las enormes transformaciones que la imprenta, la reproducción técnica de la escritura, ha suscitado en la literatura" (2003: 39). Ya que casi toda la obra está dedicada a pensar las consecuencias de las nuevas técnicas en el ámbito de las artes visuales, no es fácil comprender exactamente cuáles son estas transformaciones a las que alude. Antes de la aparición de la imprenta, los libros se escribían a mano y se encuadernaban en forma de códices. No los escribían sus autores sino copistas, de modo que la única diferencia con los posteriores tomos impresos sería su cantidad y accesibilidad, ninguna de las dos características relacionada con el aura, sino más bien con un, primero tenue y luego cada vez más insistente, crecimiento en el número de lectores. Si analizamos la definición de Benjamin con mayor atención: "la técnica de reproducción, se puede formular en general, separa a lo reproducido del ámbito de la tradición. (...) Al permitir que la reproducción se aproxime al receptor en su situación singular actualiza lo reproducido" (44-45), podemos pensar que este cambio se realizó en la literatura cuando el autor dejó de recitar primero, y leer después en voz alta, sus obras; se habría producido cuando la literatura dejó de ser oral, ya que el libro, independizado de su autor, despojado de ese "entretejido muy especial de espacio y tiempo" (47) pierde (ya habría perdido) su carácter único relacionado con lo ritual.

Adorno: ilusión y alienación
Adorno no estuvo de acuerdo con Benjamin cuando éste le envió el 27 de febrero de 1936 la segunda versión de "La obra de arte...". El 18 de marzo le contestó: "Me parece cuestionable, y aquí veo un resto muy sublimado de ciertos motivos brechtianos, que ahora transfiera usted sin más a la 'obra de arte autónoma' el concepto de aura mágica y le atribuya lisa y llanamente una función contrarrevolucionaria" (1998: 134). Adorno defiende a la obra autónoma y quiere demostrar su naturaleza dialéctica; en ella ve un residuo mágico, pero también encuentra libertad, y ambos conceptos se relacionarían dialécticamente. Esta libertad provendría de una producción consciente del artista interactuando con sus materiales y la técnica, que lo conectaría al mismo tiempo con la sociedad. No es casual la mención a Brecht; Adorno está postulando que el arte no puede ser mero instrumento de la política. El carácter político sería inherente a la obra artística, que traza una relación muy especial y muy mediada con el mundo.
Estas ideas las desarrolla fundamentalmente en El compositor dialéctico, su obra sobre Schönberg, donde dice: "El rigor máximo, es decir, sin fisuras, de la técnica, se desvela en último término como libertad máxima, es decir como la del hombre para disponer de su música, la cual otrora comenzó míticamente, se suavizó hasta convertirse en reconciliación, se enfrentó con él como forma y, por fin, le pertenece gracias a un modo de comportamiento que toma posesión de ella en la medida en que pertenece por entero a ella" (2008: 217). Sería este aspecto dialéctico y plenamente consciente el que no habría advertido Benjamin, y por eso no comprendería la potencia política de la obra autónoma.
En la Teoría estética, Adorno considera a la técnica como el dominio de los materiales. La técnica es el conjunto de operaciones que realiza el artista modificando la materia, de un modo históricamente condicionado, en una actividad que se realiza en libertad. Si no fuera así, estaríamos hablando de un artesano y no de un artista. "La técnica es constitutiva para el arte porque ella muestra que toda obra de arte ha sido hecha por seres humanos" (2004: 282), declara.  Ésta sería la técnica de la factura de una obra artística, pero no la técnica de su reproductibilidad. Esta multiplicación, de la que nos hablaba Benjamin, estaría vinculada con lo que Adorno entiende como industria de la cultura, que se ocuparía del arte inferior, el que ha sido modificado para conseguir una integración social no traumática que no requiera esfuerzo por parte de su receptor. Para Adorno es la época de la manipulación total del arte como mercancía.  La verdadera obra artística no es una simple productora de emociones, es mucho más que una mera vivencia subjetiva: es la irrupción de la objetividad en la conciencia, es la conmoción del sujeto ante la verdad. En contraposición, la industria de la cultura defrauda continuamente y la oferta inagotable de sus productos lo único que consigue es la insatisfacción del sujeto que sólo puede ser un eterno consumidor: "El principio del sistema impone presentarle todas las necesidades como susceptibles de ser satisfechas por la industria cultural, pero, de otra parte, organizar con antelación esas mismas necesidades de tal forma que en ellas se experimente a sí mismo sólo como eterno consumidor, como objeto de la industria cultural" (HORKHEIMER Y ADORNO, 2003: 186). Adorno veía en la tecnología un instrumento de dominación y si el proyecto de la Ilustración pretendía liberar a los hombres del mundo del mito y de la magia, la industria de la cultura, producida y difundida por su tecnología, solamente era capaz de crear ilusión y alienación. En este sentido, Adorno no diferencia literatura de las demás artes, ya que todas están sujetas a la dominación de la industria cultural.

Groys: la reterritorialización de la copia
Durante la modernidad, ideas como las de creatividad y ruptura con la tradición fueron sumamente relevantes porque el  horizonte era el futuro. La producción de lo nuevo tenía un lugar central en la estética de Adorno, por ejemplo. En el arte contemporáneo, la inquietud no está en el futuro ni el pasado, sino en el presente. Dice Boris Groys; “El arte contemporáneo de nuestros días más bien demuestra cómo lo contemporáneo se expone a sí mismo (el acto de presentar el presente).” (2005: 48) Antes que predecir lo que vendrá, el arte pone en evidencia “el carácter transitorio del presente y, así, abre el camino a lo nuevo” (2016: 18). Hemos pasado de la reproducción mecánica a la digital y esto abre algunas problemáticas nuevas.
Groys va a repensar el concepto de Benjamin, el aquí y ahora de la obra aurática, y va a postular una reterritorialización de la copia, una operación que transforma la copia en un nuevo original y lo va a ejemplificar a partir de la instalación, una de las formas del arte contemporáneo. "Lo que la instalación le ofrece a la multitud, fluida y móvil, es un aura del aquí y ahora. (...) En general la instalación opera como el reverso de la reproducción. La instalación retira una copia de un espacio no marcado, abierto y de circulación anónima y la coloca —aunque sea temporariamente— en un contexto cerrado, fijo y estable "(2014: 63). Groys argumenta que Benjamin percibe el espacio de circulación de la copia como homogéneo, neutral. Pero actualmente los millones de "copias" del arte contemporáneo circulan de contexto en contexto y cada uno de ellos la modifica en parte. Entonces "el estatuto de copia se vuelve una convención cultural cotidiana, así como ocurría antes con el estatuto del original" (2014: 64).
El arte, entonces, se fragmenta y su origen se vuelve dudoso: "somos incapaces de estabilizar la copia como copia, así como somos incapaces de estabilizar el original como original" (2014: 64). Cada nueva copia es una nueva forma de arte.
En este sentido, la literatura es un arte tanto o más afectado que cualquier otro. Creemos que es posible comparar el espacio de la instalación del que habla Groys con ciertas prácticas de escritura en la red, prácticas hipermediales que achican la brecha entre lectores y escritores o les proponen un escrito colaborativo ¿Qué puede ser más "aquí y ahora" que esto? A su vez, al igual que el artista que diseña una instalación es al mismo tiempo soberano y heterotrópico respecto de ese espacio, el escritor que produce para internet se encuentra también actuando sobre un espacio que no controla, que no posee, pero que le permite atravesarlo y tomar respecto de él algunas decisiones soberanas que son ciertamente artísticas.
Creemos que, en el presente,  la literatura está oscilando en varias posiciones al mismo tiempo y que la publicación en forma de libro, con autor y "derechos" de autor y con un género específico, es tan difícil de estabilizar como cualquier obra que actualmente tenga pretensiones de "original". Escribir es, en su origen, un acto incoordinado, plagiario, sucio, cuyo producto es difícilmente vendible. La "gramática de la legibilidad" a la que se refiere Emilia Ferreiro, esa exigencia de un tipo de texto "con título y autor claramente visibles al comienzo, con páginas numeradas, con índice, con división en capítulos, secciones y parágrafos" (2008: 48), forman parte de la transformación de la escritura al ser publicada. Esta transmutación no es simplemente formal, es ontológica. La escritura cambia al ser editada.

Bibliografía:

ADORNO, Theodor (2004) Teoría estética. Akal. Madrid.
------------------------    (2008) "El compositor dialéctico", en Escritos musicales IV. Akal. Madrid.
ADORNO, Theodor y BENJAMIN, Walter (1998) Correspondencia 1928-1940. Ediciones H. Lonitz. Madrid.
BENJAMIN, Walter (2003) La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica. Ediciones Itaca, Mexico DF.
FERREIRO, Emilia (2008) Pasado y presente de los verbos leer y escribir. Fondo de Cultura Económica. Buenos Aires.
GROYS, Boris (2005) Sobre lo nuevo. Ensayo de una economía cultural. Editorial Pre-textos. Valencia.
----------------- (2014) Volverse público. Las transformaciones del arte en el ágora contemporánea. Editorial Caja Negra. Buenos Aires.
-----------------  (2016) Arte en flujo. Ensayos sobre la evanescencia del presente. Editorial Caja Negra. Buenos Aires.
HORKHEIMER, Max  y ADORNO Theodor (2003)  Dialéctica de la Ilustración. Trotta. Madrid.



Agua de azahar





Manzanas y ajo en el plato grande
la radio despierta los azulejos limpios
sigo la pista de las pasas de uva
el peso de la cuchara.

La saliva gira en una vieja canción
en las piernas desnudas
el calor del horno
me empuja a la vejez.

Agua de azahar
jengibre
el pasado
palabras para cada uno de nosotros
nadie se quedará solo
esta forma de ponerlas en líneas
inventada por otros.

Yo podría renunciar
rendir homenajes
pero esta receta
a lo mejor es
sólo mía,
la idea de separar los huevos
la cantidad de limón.

viernes, 10 de enero de 2020

La metáfora: el sentido prolifera


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A las metáforas suele pasarles lo mismo que a las mujeres: se acentúa su importancia ornamental y se silencia su función estructural. Como ejemplo de metáfora, mis profesoras de escuela secundaria siempre elegían "las perlas de tu boca". ¿Quién dice eso? pensábamos nosotras entre asqueadas e indignadas. Nadie lo decía, claro está, era una figura del siglo XV que nos inducía a pensar que la metáfora era una forma retorcida de adjetivación, una vestimenta tan antigua que parecía un disfraz.
Pero las metáforas, como las mujeres, son mucho más que un maquillaje bonito o uno ridículo. Por ejemplo son madres. Es a través de ellas que el sentido se multiplica. Todos los nuevos conceptos nacen de metáforas. Lo hacen en la sociedad, ya que la metáfora forma parte de un enunciado surgido a partir del contexto y la experiencia del sujeto que metaforiza.
¿Cuándo recurrimos a la metáfora? Precisamente en el instante en que lo no dicho se revuelve en nosotros y quiere pescar esa palabra con la que expresarse, esa palabra poética que dejará su huella gnoseológica. Pero en el mundo hay muchas lagunas de peces dorados. En la nuestra están sólo los peces de nuestra cultura, de nuestra sociedad, de nuestro tiempo. Las determinaciones sociales hacen a veces posibles y otras veces impensables determinadas capturas. Sin contar con que, luego de pescada, para transformarse en un concepto, nuestra metáfora deberá imponerse a otras competidoras y la carrera la ganará la que tenga mayor capacidad persuasiva para la comunidad de hablantes.
Al hablar de la metáfora, Aristóteles nos da algunos ejemplos. "El atardecer de la vida", dice, no es lo mismo que "la vejez del día". En el primer ejemplo, un hecho biológico, la vida, es astronomizado. En el segundo caso el fenómeno astronómico, el día, es biologizado. Podemos ver que existe un mecanismo que traslada algo de un término, de un significante, a otro, trasvasando contenidos, significados. Cuando se da a luz un concepto, éste se encuentra siempre adyacente a otros de los cuales se nutre, de los cuales toma una parte y deja otra. Según Paul Ricoeur entre los dos (y yo agregaría "o más") términos involucrados se producen ciertas tensiones. El o los términos sustituidos no desparecen de la significación y se produce una relación entre la identidad y la diferencia. Si alguien escribe "hoy en mis ojos brujos hay candelas" entonces es verdad que en los ojos del poeta hay candelas y también que no hay candelas. Las dos cosas son ciertas y en esa contradicción nace el nuevo sentido.
Para Aristóteles "la metáfora consiste en trasladar a una cosa un nombre que designa a otra, en una traslación de género a especie, o de especie a género, o de especie a especie, o según una analogía". La concepción del estagirita supone un mundo hecho de cosas, que existen al margen del lenguaje que las nombra, con una organización en géneros y especies que se desprendería de la naturaleza de las cosas mismas. Desde este punto de vista, se puede distinguir entre el significado propio de una cosa y el significado ajeno (figurado, ornamental o metafórico). Las expresiones lingüísticas son vistas como recipientes, como si las palabras contuvieran los significados por sí mismas, independientemente de los hablantes. Es muy fácil darse cuenta de que esto no sucede así. Veamos, si yo le digo a mi hija: "Ponete el pantalón de la fiesta de egresados", hace falta un contexto para que esa expresión tenga sentido. Del mismo modo si se dice: "Debemos terminar con la matanza de animales", significa algo muy diferente para un vegano militante que para el dueño de una estancia ganadera.
Pero si no pensamos como Aristóteles y no creemos en cosas fijas y delimitadas que permanecen idénticas a sí mismas, si sospechamos que en la constitución misma de la cosa intervienen modos de percepción que varían según intereses, culturas, clases sociales e historia, entonces estos factores (culturales, sociales e históricos) estarían alterando permanentemente los límites de las cosas. Estos bordes resultan siempre inciertos porque la estructuración metafórica del lenguaje al nombrar la cosa produce un efecto parcial, nunca completo. Esto sucede porque la única forma de nombrar algo cuando nace a este mundo, es ponerle el nombre de otra cosa adyacente, parecida pero no igual, y jugar con la variedad de contextos.Un nuevo concepto, nacido de una metáfora, siempre está parcialmente estructurado y puede ser entendido de varias maneras.
Distintas culturas utilizan distintos géneros y especies, que a veces coinciden y otras no, por lo cual lo que para algunos es literal, para otros es metafórico. Esto sucede en variados ámbitos locales o geográficos y, sobre todo, en diferentes tiempos históricos. Según el científico Emmanuel Lizcano, el aritmético griego que necesitó encontrar un nombre para la operación de la resta decidió utilizar el nombre aphaíresis, que se usaba para actividades como "extraer" y "arrancar". Esta elección emparentó a la resta occidental a actividades como por ejemplo la escultura, que extrae material del mármol para conseguir ese resto que es la estatua. El escultor saca lo suficiente para que quede, reste, algo. Dada esta forma particular de nombrar la operación y del imaginario reinante entre los griegos, Euclides, autor de las primeras teorías matemáticas, no pudo construir el cero o los números negativos. ¿Algo que sea nada? ¡Imposible! gritaban en su cabeza Parménides y Platón.
En China las cosas fueron muy distintas, para nombrar la resta se usó el término xiang xiao (destrucción mutua). Para los chinos dos números no se restan como si la sustancia de uno se extrajera de la del otro sino como si esos dos números fueran dos contrarios que se enfrentan. Si las dos fuerzas están equilibradas lo lógico es que se aniquilen uno al otro: ocho contra ocho: no queda nada, cero. Los algebristas chinos de la época de los primeros Han operaban desvergonzadamente con el cero y los números negativos que los griegos no podían "ni ver".
La metáfora da a luz al conocimiento y su bebé, al nacer, está impregnado de connotaciones innecesarias. Estas connotaciones exigen ser depuradas. Por ejemplo cuando utilizamos la metáfora "la vida es un juego de cartas" y decimos "voy a probar fortuna" o "él tiene los ases en la manga" o "si jugás bien tus cartas, lo vas a conseguir", las zonas de “juego de cartas” que usamos para estructurar el concepto de vida son el azar, la pericia y la trampa. No usamos otras partes, por ejemplo los conceptos de truco, flor, envido o chin chon. No solamente es necesario desconocer los rasgos no pertinentes de la analogía efectuada sino que, con el tiempo, necesitamos también olvidar la analogía misma que le dio sentido a la metáfora.
Los conceptos, entonces, son metáforas olvidadas. Por eso hay metáforas vivas y metáforas zombis. En las primeras, el "como si", la analogía, todavía es evidente. Esto ocurre en los conceptos contemporáneos a nosotros, tales como la "teoría de las cuerdas", la "red virtual" o la "dieta paleo". Las metáforas zombis, en cambio, ya no se perciben como tales, parecen muertas aunque no lo estén, y son aceptadas como una forma de verdad, asumidas como hechos, y se disuelve su carga ficcional. Estas metáforas muchas veces construyen redes, verdaderas estructuras interdependientes. Por ejemplo la expresión "el tiempo es dinero" representa nuestra percepción del tiempo como un recurso valioso y también limitado. En nuestra cultura se ha asociado el trabajo con el tiempo que lleva realizarlo y se paga a las personas por su tiempo. El tiempo es dinero de muchas maneras: pagamos alquileres e intereses por día, por mes, por año. Así hablamos de perder, disponer de, calcular y gastar tiempo y de tiempo prestado. Todos estas son metáforas de nuestra cultura pero, en otras, el tiempo es percibido de modo muy distinto. Por ejemplo, en lengua aymara, las unidades de tiempo se visualizan como lugares por los que pasamos o donde permanecemos, recintos a los ingresamos. Se dice: "Mi hijo ya está entrando en los diez años". La unidad de tiempo mará (año) se concibe como un espacio al que se ingresa y del que se sale. No solamente los aymara utilizan este tipo de metáforas espaciales, hay multitud de metáforas de este tipo que Lakoff y Johnson, los famosos creadores de la obra Metáforas de la vida cotidiana, llaman "orientacionales". Por ejemplo: entusiasta, eufórico es arriba y triste es abajo (me levantó la moral, caí en una depresión, espero que remonte). Se trata de trasposiciones de nuestra experiencia física a la cultura. Del mismo modo se identifican con "arriba": la superioridad (estoy por encima), la cantidad (las ventas están en alza, el número es alto), lo bueno (subir a lo más alto), lo virtuoso (elevados pensamientos). No es que haya muchos "arriba" distintos, es que la verticalidad participa de nuestra experiencia de muchos modos diferentes. Podríamos pensar que este tipo de metáforas orientacionales son iguales en todas las culturas. No es verdad, el espacio también es cultural. Basta con mirar el planisferio de la proyección de Mercator para comprobarlo:

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Considerando que Groenlandia posee una superficie de un poco más de 2 millones de kilómetros cuadrados, Africa algo más de 30 millones, Europa alrededor de 10 millones y la India cerca de 3 millones, en este mapa, uno de los más utilizados del mundo, no estamos observando objetivamente sino que estamos ordenando y jerarquizando, incluso tergiversando. Es por eso que cuando viajamos desde la Argentina a Europa o a Estados Unidos, lo hacemos en sentido vertical y ascendente porque ya tenemos, antes de emprender el viaje, una idea-imagen recorrida y explorada muchas veces. El mapa es una metáfora, es una construcción que quiere conceptualizar la superficie de la tierra y lo hace proponiéndonos algo parecido, pero lleno de la subjetividad de su autor y de los prejuicios de su cultura. Después se olvida su carácter de construcción, de pretendida verdad, y se asume como conocimiento. Así es como se comportan las metáforas zombis.
Mucho antes que yo (qué pena), Gracián, Nietzsche y Derrida plantearon la idea de que bajo cada concepto, imagen o idea, late una metáfora que se ha olvidado que lo es. Gracián decía que para llegar a conocer algo, el hombre debe “poner una cosa bajo la luz de otra. Así lo ve todo reunido, yuxtapuesto, asociado”. Vale decir que es esa capacidad metafórica la que permite el conocimiento humano. Para el jesuita las cosas estaban unidas entre sí y por lo tanto la manifestación metafórica será la expresión de las relaciones establecidas entre todo lo existente. Estas relaciones se develan a través de lo que Gracián llama, con un innegable encanto, “conceptuosas metáforas”. Gracián habla de la metáfora como de la “ordinaria oficina de los discursos por medio de la cual se hallan conceptos extraordinarios por lo prodigioso de su correspondencia y careo” ya que “consiste este artificio conceptuoso en una primorosa concordancia, en una armónica correlación entre dos o tres cognoscibles extremos, expresada en un acto del entendimiento”. ¿Lo ven? ¡Y esto en el siglo XV!
Para Nietzche el pensar ocurre cuando una imagen seductora, un aletazo de la fantasía, permite el salto a otra imagen. Se descubre una analogía y se vislumbran instantáneamente las semejanzas y las diferencias. Así actúa la productividad lingüística. En El último filósofo, Nietzche analiza la metáfora "la vida pende de un hilo". Nos imaginamos eesa hoja suspendida del hilo de una tela de araña en el bosque, vemos en su fragilidad, en su invisibilidad, la inminencia del fin. El entendimiento seleccionó una imagen que posteriormente da lugar a una nueva serie de imágenes. En esto el filósofo no es opuesto al artista ni el artista al filósofo. Ambos dan a luz una metáfora surgida del conjunto de la realidad y de acuerdo con criterios antropomórficos. El antromorfismo lingüístico de la metáfora sería universal: "El hombre individual considera incluso el sistema sideral como a su servicio o en conexión con él". El hombre no es un ser que habla, sino uno que crea metáforas. Dice Nietzsche: "Es este instinto que impulsa a la formación de metáforas, este instinto fundamental del hombre, del que en ningún momento se puede prescindir, porque en tal caso se habría prescindido del hombre entero". La creación metafórica es condición de la vida, y por eso el ser humano tiene como impulso e instinto más fundamental crear metáforas. En Así habló Zaratustra se pregunta: "¿cómo llegó el oro a ser el valor supremo?" Y se responde: "porque es raro, inútil y resplandeciente, y suave en su brillo; siempre hace don de sí mismo (…) sólo en cuanto reflejo de la virtud más alta llegó el oro a ser el valor supremo. Semejante al oro resplandece la mirada de aquel que hace regalos. Brillo de oro sella paz entre Luna y Sol". Ya lo ven, el oro también es una metáfora.
Para Derrida en cada definición sobre la metáfora hay una red de filosofemas o sea un determinado paradigma relacionado. Dice: “cada vez que una retórica define la metáfora, implica no solo una filosofía sino también una red conceptual en la cual se ha constituido la filosofía. Cada hilo en esta red, forma por añadidura un giro, se diría una metáfora si esta noción no fuera aquí demasiado derivada. El definido es pues implicado en el término que define la definición”. O sea, —desde lo que aquí, humildemente, entendemos— quiere decir que los conceptos que han operado en la definición de la metáfora tienen siempre un origen y una eficacia que son, ellos mismos, metafóricos. Así la metáfora se encuentra tanto en la definición como en lo definido. Habría una inversión en el discurso: mientras que la filosofía cree dominar el juego metafórico, se “olvida” que este juego está adherido a su discursividad por completo, y que opera en el origen incluso de los conceptos filosóficos. Derrida denuncia estas metáforas no cuestionadas que operan en el origen, en la creación de los conceptos filosóficos, y que luego son olvidadas para establecerse en relación con el discurso de la verdad.
Para entender el efecto creador de realidad que posee la metáfora como acto de nombrar, Gracián nos sugiere que es muy útil comparar dos lenguas, con dos imaginarios subyacentes lo más diversos posiblesZhuang Zi, también conocido como Chuang Tzu  y más conocido por el sueño de la mariposa, escribió en el siglo IV a. C.: "El camino se hace andando en él y a las cosas las hacen los nombres que se les dan. Todas las cosas por fuerza tienen su es y por fuerza todas las cosas tienen su puede ser. Nada hay que no tenga su es ni nada que no tenga su puede ser". Tal vez el "es" de cada cosa no sea sino el nombre que recibe y su "puede ser" sería lo que aguarda en su interior para que un nuevo nombre lo descubra. .
En chino la expresión "huà shé tiān zú" (画蛇 添足) literalmente se traduce como “dibujar una serpiente y añadirle patas”, pero el significado habitual sería “arruinar algo agregándole cosas superfluas e innecesarias”. Dicha expresión no está motivada por la maldad normalmente atribuida a la serpiente, sino que alude a otra leyenda popular. Durante el Período de los Estados Combatientes, en el Estado de Chu, un día un hombre fue a rendir homenaje a sus antepasados. Después de la ceremonia, ofreció una jarra de licor de arroz a sus sirvientes, quienes pensaron que el recipiente no contenía suficiente vino para todos ellos, así que decidieron organizar un concurso a ver quién terminaba antes de pintar una serpiente. Uno de los sirvientes terminó en unos segundos, pero viendo que los demás todavía no habían concluido decidió añadirle patas. Al momento, otro hombre completó su dibujo, cogió la jarra y se bebió el vino diciendo: “las serpientes no tienen patas, ¿cómo se te ocurre añadírselas?”. Así nació esta particular actividad que solo ocurre en China: huà shé tiān zú.
Cada metáfora nos dice tanto sobre esa manera rara en que el otro construye el mundo como sobre el modo no menos extraño en que yo mismo construyo el mío. Sólo podría hablarse de metáforas en sí si damos por descontado que el mundo –o la realidad– se manifiesta ordenado y clasificado por sí mismo de un cierto modo y sabemos bien que esto no es verdad.
Además de hijos, la metáfora tiene una hermana punk: la metonimia. La metonimia es rebelde, se resiste al sentido y, sobre todo, en el simbolismo metonímico está presente el nexo material, es decir, la contigüidad espacial o temporal o causal de lo que se simboliza: vaso de agua, casa rosada, libro de Borges, expresión visceral, pensar con el útero, etc. No solamente Platón se espantaría de esta presencia del cuerpo en la palabra, de esta contribución de los individuos en carne y hueso, nutriendo esta disposición del orden simbólico. Muraro dice que la metonimia combina, conecta y no generaliza, como su hermana sabionda, porque los significados están implicados y adheridos al contexto y suponen un obstáculo para el movimiento ascendente, conceptualizante, propio de la metáfora.
Tal como lo suponíamos, más que una colaborar pacíficamente, la metáfora y la metonimia compiten. Según Muraro, esta competencia está desequilibrada a favor de la producción metafórica, que explota los recursos metonímicos, pero devuelve solo una parte.
La metonimia, igual que la metáfora, actúa tomando el lugar de otra expresión y reemplazándola por medio de una nueva significación. ¿En qué difieren? La metonimia actúa a través de conexiones conocidas, materiales, no virtuales ni ficcionales. Dice Muraro: “Mientras que la metáfora brota desde un pensamiento original, la metonimia se abre paso en la experiencia vivida”. Según Jakobson, las dos se necesitan mutuamente. Para lograr conocimiento necesitamos de la competencia de ambas, en el sentido de colaboración en la rivalidad. Así, el problema lógico y filosófico de la relación entre las cosas y las palabras se enriquece y complejiza. Efectivamente, si es posible seguir inaugurando relaciones entre las palabras y las cosas, quizás se deba a la proximidad de ambas en el eje metonímico, nos advierte Muraro. En el eje metafórico, en cambio, la función sustitutiva del lenguaje no tiene límites: las palabras ocupan el lugar de las cosas, lo universal reemplaza a lo particular, en una progresión en la que el lenguaje va en vías de convertirse él mismo en la cosa. El lenguaje, concluye Jakobson, tiene una estructura bipolar que, sin embargo, se pasa por alto y se reduce fácilmente privilegiando el polo metafórico.
Muraro utiliza dos ejemplos: la “revolución” política, que proviene del ámbito astronómico y “pensar con el útero”, metonimia que acusa a las mujeres de que su órgano reproductivo reemplaza a su cerebro. En el caso de la revolución se transfiere algo del contenido semántico del “giro completo”, pero en el ejemplo del útero hay una combinación de cosas que no se da en el caso de la metáfora. Esto es lo que resulta difícil de admitir, la proximidad de las palabras y las cosas. Muraro cree que hay un nivel donde el procedimiento metonímico se “suelda” con el metafórico, y sería en ese punto donde las cosas nos parecen significativas de manera imperativa.
La retórica supone un discurso “normal” y otro que estaría retóricamente procesado, lleno de tropos y figuras como collares de cuentas. Esta normalidad, como tantas otras, resulta inhallable. No existe literalidad, no existen palabras que no provengan de una operación o bien metafórica o bien metonímica.
Digámoslo de una vez: no existe grado cero. Si existiera sería porque las cosas tendrían sentido propio, y la realidad hablaría por sí misma. Bien sabemos que es el hombre el que cree hablar, mientras que es el habla la que habla en él.