miércoles, 7 de noviembre de 2018

Todos mis marineros




Mis amigos abandonaron el barco. Hace horas. Las ratas
           escapan ahora en pequeños 
botes salvavidas grises, sus colas anulares cambian la marea, sus ojos plateados.
            deletrean el  flujo. 

El violinista toca el otoño de Vivaldi, nenúfares en el 
           campo del mar. 

Lo que siempre quise saber: pararme 
           junto a la popa y, 
con coraje, dejar ir. El 

amor venenoso se extiende como un mazo de fotografías, memoria sin sangre, 
           un ancla alzada, 
deshecha. La línea que se rompe cuando llega la tormenta, la verdad que los 
           marineros saben:
Cielos rojos, 
una mala señal. Para navegar, se debe saber a dónde se va, con un 
           gráfico exacto, 
fijado con puntos suspensivos, pequeñas chinches de colores. Accidentes, tifones, las estacas filosas de los 
           monstruos marinos, las puntas de diamante, los 

milagros que han cambiado de rumbo, los pasajes tallados en los nuevos 
           mundos, donde 
surgen los marineros. En la espuma blanca, las 

páginas vienen como gaviotas planas en la cresta de las olas, el encaprichamiento a la deriva, 
           como una ciencia del caos, 

aparecen escozores del hielo, fantasmas intermitentes, para recordarme 
           que el amor es espectral, 
imprevisto. 

Los rápidos fueron turbulentos hacia el corredor asiático, navegando hacia 
           Lachine.  O China, un país ordinario, después de todo. 
Raras y frágiles, las cosas estimadas desde una gran distancia, 

protegidas en la plataforma de hielo. 

Toco esta porcelana de borde a tallo, y siento sus flores elevadas, 
           traídas desde el fondo de la memoria.
A pesar del peligro, los marineros han adornado las velas 


fuertes, tontos, ágiles, me sacan del naufragio.



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