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domingo, 8 de septiembre de 2024

Jorge

 

El despertador suena a las seis en punto. Enseguida va a venir papá a buscarme para hacer los ejercicios de la mañana. Hoy me duele mucho la panza, pero ya sé que no puedo quedarme en la cama. Una vez se me ocurrió esconderme para no hacer los ejercicios de la mañana y papá me encerró en el bañito de abajo casi dos días. Silvina me hablaba a través de la puerta, me decía que no estuviera triste, que papá no era eterno y que algún día podría hacer lo que quisiera.

Damos dos vueltas al parque corriendo y después empezamos con los ejercicios de fuerza. Me cuesta muchísimo levantar las pesas porque papá les pone demasiada carga. Grita: ¡Vamos! ¡Una más! ¡Son tres series de diez!

Llegamos a casa y me baño. Me visto y papá viene a revisar lo que me puse. Como siempre, no está de acuerdo. Estas bermudas parecen de maricón, dice. Tenés que bajar esas caderas de mierda. Le digo que tiene razón, para qué discutir. Me pongo un pantalón de fajina y una camisa azul.



Silvina es mi hermana mayor, cumplió nueve el año que yo nací. Tenía otro hermano, Jorge, pero se murió de cáncer. Papá siempre dice que se enfermó porque le saqué la pelota y después se me cayó en un pozo de la calle, de los que hacen los obreros del gas. Eso le bajó las defensas, dice y sacude la cabeza. Silvina me consuela, me explica que papá está obsesionado con Jorge y me pide que lo perdone.

A Jorge le encantaban los deportes. Era muy bueno jugando al fútbol y papá lo acompañaba a todos los partidos. Decían que iba a ser profesional y una vez vinieron los de Independiente a verlo jugar. Papá habló con ellos y estaba contentísimo. Esa noche comimos helado de chocolate.

Ahora no puedo comer nada dulce, papá dice que en seguida engordo, que un deportista que está gordo, está equivocado. Así dice.

Cuando Jorge estaba enfermo, Silvina se ocupaba de mí. Papá y mamá estaban todo el tiempo atrás de él. Al principio lo llevaban al médico casi todos los días. Yo entraba a veces en su pieza a la noche para jugar y él no quería; se le cayó el pelo y después lo internaron y no volvió más. Antes papá fue a ver un curandero y lo contrató para que viniera a casa a sacar las malas energías. Quemó una planta que dejó un olor muy fuerte, también puso piedras negras y vasitos con aceite por todas partes. Silvina me contó que le pagaron muchísima plata, pero Jorge se murió igual.

Ahora casi nunca vemos a mamá. Se queda encerrada en la pieza y sale de noche cuando estamos durmiendo. Después del entierro, papá empezó a llamarme Jorge. Me sacó de mi habitación y me cambió a la de él e hizo achicar su ropa para que yo me la pusiera. Me cortó el pelo al ras y me llevó a jugar a la pelota. Para que yo aprenda más de fútbol, también vemos juntos partidos en la compu. Ayer vimos uno del mundial de Italia del 90. A mí me gusta jugar a la pelota, pero no me sale tan bien como a Jorge y papá se enoja.

Después del desayuno me mide los músculos de los brazos y las piernas con un centímetro

—¡Qué cosa con vos! —protesta— ¡No te crecen!

Yo pido disculpas, como si los músculos fueran mi responsabilidad. Tengo muchas ganas de hacer pis. Voy al baño y me siento a orinar y veo que hay sangre en el calzoncillo. A pesar de las pastillas, sigo menstruando. Papá se va a poner furioso.

domingo, 24 de septiembre de 2023

Puccini




Manejé por el barrio muy despacio por las calles desoladas de la siesta, ¿hasta dónde podría haber llegado Puccini? Quizás se había perdido en estas callecitas laterales. Casi me atraganto cuando pensé que también podría haber cambiado de dirección y correr hasta la avenida. Hacía solamente dos meses que lo tenía. En la visita mensual de nuestra gata siamesa Cleopatra al veterninario, lo vi ahí, en una pequeña celda, un perro tonto sentado solo, con las orejas caídas y unos ojos tristes y enormes.

Era una cruza con pastor alemán, pero de alemán no tenía nada. Se me ocurrió que más bien italiano con sus patas cortas y el pelaje de varios colores. Mientras nos mirábamos, exhaló un largo quejido agudo, como Pavarotti en La bohème. La veterinaria me dijo que era un callejero sin papeles y si nadie lo adoptaba en un mes, lo iban a sacrificar. Una pareja estaba mirando un golden retriever hermoso. Nadie miraba a Puccini. Era un indocumentado. Es como matarlo, pensé.

Puccini quería que lo pasearan todos los días y no era un trabajo fácil. Se paraba en cada camino de entrada y exploraba, o caminaba por el medio de la calle. Tenía sus propias ideas sobre por dónde, cómo y a qué velocidad pasear. Esta vez, simplemente se había parado y se había negado a dar un paso más. Le grité y me ignoró. Tiré de la correa y se clavó en las baldosas. Los dos transpirábamos bajo del sol de enero. Tiré más fuerte. Dio dos pasos hacia atrás con la cinta de cuero clavada entre el pelo corto y espeso. Yo llevaba una bolsa para recoger el excremento. La dejé caer y agarré la correa con las dos manos. La bolsa se desparramó por toda la calle y vacilé. Puccini aprovechó el momento para tirar con una fuerza inesperada y logró soltarse. Se escapó, mirando por encima del hombro como si se burlara de mí mientras corría. Recogí la caca de la calle y caminé a casa en busca del auto.

Mientras manejaba, me pregunté por qué había pensado que un perro nos iba a venir bien. Yo era una persona de gatos. No sabía nada de perros. ¿Y si lo perdía para siempre? Ya había empezado a desesperarme cuando finalmente lo encontré. Estaba parado en medio del macizo de flores de alguien, oliendo un gnomo de jardín. Levantó una pata gordita y le orinó la cara tranquilamente. Sentí un alivio abrumador y le grité “¡Puccini!” mientras bajaba del auto. Dio un salto y se me acercó meneando la cola con tanta fuerza que contagiaba a toda la cadera. Parecía sonreír.

Se dejó abrazar y acariciar, pero cuando quise subirlo al auto fue imposible. Corría hasta la esquina, volvía y me ladraba, como si quisiera decirme algo. Estaba tan vivo. Era un cazador explorador joven deseoso de olores nuevos y misteriosos. En sus vueltas me buscaba la mano con el hocico hasta que entendí lo que quería. Obediente, busqué la pelotita de tenis verde flúor en la cartera y la tiré con fuerza hacia la esquina. Como si pudiera existir un mundo de absoluta inocencia en el que nos hacemos uno con el movimiento, Puccini salió catapultado. Saltó con una velocidad apasionada y llegó en dos segundos con su tarea hecha para nada más que alegría. Repetimos.

Las compras y la ropa me intranquilizaban. Humana, yo era incapaz de aceptar este presente de gloria. Abrí la puerta del pasajero y lo llamé. Saltó hacia el auto, olfateando la puerta abierta. Se sentó en la vereda y ladeó la cabeza, mirándome con ojos brillantes.

“Vamos”, lo persuadí, dando palmaditas en el asiento del pasajero. Corrió de vuelta al macizo de flores. Sabía que si entraba en el coche, volveríamos a casa.

¡Puccini! ¡Vamos!"

Me miró y me di unas palmaditas en el muslo. Corrió y dio la vuelta al auto. Se puso a lamer la ventana del lado del conductor.

“Vamos”. Le di unas palmaditas al asiento del pasajero otra vez. “¿Puccini?”

Saltó dentro. Lo agarré y pisé el acelerador.

En las películas, cuando alguien hace eso, la puerta se cierra de golpe. En la vida real, no fue así. No podía alcanzar la manija y tenía miedo de parar y que Puccini volviera a escaparse. Terminé manejando con una sola mano por el medio de la calle, agarrando al perro con la otra y tratando de no golpear nada con la puerta abierta que se bamboleaba.

Apreté el pedal del acelerador, después los frenos, el acelerador, los frenos. Un chico en bicicleta me miró fijamente con la boca abierta. Puccini estaba a mi lado, jadeanado felizmente. Pisé de nuevo el acelerador y la puerta se cerró de golpe. Puccini ladró y saltó al asiento trasero. ¿Le había agarrado la cola con la puerta? Volvió al asiento delantero y me lamió el brazo. Se había asustado.

Cuando estacioné en el camino de entrada, le revisé la cola y estaba bien. Lo dejé en el auto y entré sola para que pudiéramos tener un pequeño descanso uno del otro. El mío involucraba una copita. Estaba sentada en el sillón tomando vino frío y dulce cuando comencé a sentirme sola. A Puccini le gustaba acostarse al lado mío con la cabeza apoyada en mi pierna o sobre mis pies. De pronto la habitación se sentía vacía sin él, ¿cuándo había pasado esto?

Salí al auto a buscarlo. Creo que amo a este perro estúpido.



lunes, 22 de mayo de 2023

Nido

 


 

La carne está llena de grasa y de nervios. Parece linda del lado que se ve en el paquete y del otro meten la peor parte. Marina se pregunta si los carniceros que trabajan en el supermercado se llevan algún tipo de comisión o simplemente son unos resentidos hijos de puta. Cocina para seis porque en un ataque de sociabilidad invitaron a los vecinos. No termina más, si tuviera la procesadora podría cortar más rápido la verdura pero, aunque la comprara, ¿dónde la metería? Con esa mesada de medio metro no tiene lugar para nada. Da un paso atrás y se imagina cómo van a quedar los muebles de la bajomesada cuando estén instalados. Los encargó en melamina roja, con cantos en acero inoxidable, hermosos. A veces sueña con ellos. Está tan harta de tener la casa sin terminar. Falta poco, pero ese poco parece infinito. Es como si Francisco creyera que ya está, como si fuera ciego a los defectos, a los huecos, a las desprolijidades por todas partes; entonces ella tiene que remar el doble para que él haga la mitad. ¿Por qué siente esta ansiedad, esta insatisfacción por la casa?, se pregunta. Porque lo que falta es lo más importante, lo que hace que el lugar donde viven deje de ser una caja de cemento y se transforme en algo propio, se responde. Pero su propia respuesta no la convence. Percibe que lo que falta es algo parecido al ardor, que querría erizarse de deseo y satisfacerse enseguida. Quiere erotizarse con la casa, poder mantener los ojos excitados y gozando en una armonía de colores y formas. Eso quiere. Pero lo que tiene son superficies interrumpidas por agujeros, cables saliendo como patas de araña y revoques ásperos.

Sigue lloviendo, desde el jueves que llueve. Pone la cacerola a fuego bajito y va a ver cómo andan los zorzales. Son tan lindos. Hicieron el nido en el níspero. Espera que con la lluvia no se les caiga. No, ahí está. Hay una rama que lo protege. Lo construyeron con pasto, ramitas y barro. También distingue unas lanas azules que deben ser de las que tiró la semana anterior. Ve a uno de los pájaros de la pareja y piensa que es la hembra porque tiene el pico color gris. Come y come, con la lluvia el pasto está lleno de lombrices.

Marina termina de hacer canapés combinando colores. Hay incluso unos con caviar falso que le llevaron horas la noche anterior. Pone el jerez en el freezer y saca las copas talladas que heredó de su abuela. Después se da una ducha rápida y se pone el vestido nuevo. Es un juego, uno lleno de ansiedad, de estrés. Juega a ser la dueña de casa, a ser su madre cuando recibe a la familia en las navidades. Una versión mejorada de su madre, una perfecta. Es difícil, porque su madre es muy buena en esto. Difícil, pero no imposible, se dice Marina. Las  dos parejas son puntuales. Primero entran los de al lado, Vero y Gabriel, y después los de la esquina, Daniela y Alejandro, al mismo tiempo que Francisco, que se retrasó otra vez. Marina tiene toda su fe y su energía puestas en ser la anfitriona, no quiere ver ni oír ni saber nada más. Atiende a los vecinos, que le son completamente indiferentes, como si fueran los reyes de Inglaterra.

--¿Te sirvo otra copa? ¿Más hielo? ¿Un canapé?

Sienta a todos alrededor de la mesa redonda del comedor. Sirve la entrada, un hojaldre muy elaborado con jamón crudo y hongos. Usa los platos color lila, que son su orgullo y alegría. Sirve el vino blanco. Los invitados hacen comentarios elogiosos y formales. En realidad toda la conversación es una cadena de frases hechas, que se unen naturalmente unas con otras, creando una burbuja hueca de sentido, amable, superficial y un poco siniestra.

--¿Hasta cuándo lloverá?

--Dicen que hasta el domingo.

--No soporto más la humedad.

--¿Cómo está Fabiancito?

--¿Y Ludmilla?

--¿Y Nair?

Marina retira la vajilla de la entrada y sirve el plato principal. Colita de cuadril a la crema con verduras al vapor. Trae el vino tinto y las copas más grandes para que se airee. La charla se dispersa. Gabriel y Alejandro hablan de fútbol y Verónica y Daniela, de otros vecinos. El postre es un tiramisú con trufas de chocolate.

Después de comer, se dividen definitivamente en dos bandos. Los hombres se sientan en los sillones con la botella de whisky, las narices y las caras enrojecidas. Las mujeres hablan bajo la luz fría y fluorescente de la cocina y preparan café. Marina sirve bombones y licores, y lleva hasta el final su intención de atiborrarlos, de que no puedan olvidarse fácilmente de esa noche. Francisco cree entender, es difícil estar ahí, en el barrio, en esa realidad. Estar realmente. Hace falta llamarse todo el tiempo, traerse de vuelta. Marina lo consigue a fuerza de platos y copas y gastronomía extrema. Pasa Verónica y le hace un cumplido, a pesar de que es una mujer que le repugna, justamente para disimularlo. Sus gestos se le escapan, son ajenos. Al final de la noche todos tienen dolor de estómago.

Cuando los invitados se van, Francisco y Marina intentan limpiar un poco.

--Comí demasiado –dice Francisco--. Me cayó muy pesado.

Marina se da cuenta de que se manchó el vestido nuevo. Siente un cansancio enorme, indescriptible. Se arrepiente de haberse comprado esa ropa cara, de haber invitado a los vecinos, de haber trabajado horas en la cocina, de haber comido y tomado tanto, de haber comenzado a construir esa casa, de haberse casado, de haber tenido una hija. Vacila ante esta última idea. Quizás de eso no se arrepienta tanto. Pero igualmente siente un inmenso remordimiento, pesado y asfixiante como la tarea de lavar ahora todas esas superficies engrasadas.

--Mejor lo dejamos así –dice--. Limpiemos mañana.

Francisco asiente y para de recoger los platos. Se toca el estómago hinchado.

--¿Por qué me dejaste comer tanto?

Marina lo mira con una mezcla de ternura y asco. Los ojos llorosos por el alcohol, la boca relajada. Se responde a sí misma la pregunta retórica de él. Te dejé porque me gusta mimarte, porque me encanta que disfrutes mi comida, porque no quiero negarte nada. Pero, sobre todo, te dejé porque no me importa, porque no es asunto mío lo que hacés o dejás de hacer. Porque no fui ni soy ni seré tu madre y no lo querés entender. Porque no te estoy prestando atención todo el tiempo aunque vos lo creas. Después para de impulsar el reproche interno y lo deja caer, se siente demasiado cansada para pensar acerca del poder que ganan y pierden todo el tiempo uno sobre otro.

Se van a acostar. Ella odia cuando él está borracho. Es como si fuera un desconocido asqueroso en su cama. Él trata de abrazarla y ella lo rechaza con determinación. Él suspira frustrado y la hace sentir culpable. Por suerte se duerme enseguida. Los ronquidos la tranquilizan, dormido ya no puede reclamarle nada. Se relaja, se acomoda, pero el sueño no llega. La habitación se va colmando con el olor de los pedos silenciosos de los dos. Se levanta y va a tomar agua a la cocina. Sigue lloviendo. Se acuesta en la habitación de su hija Nair y se abraza a los peluches. De a poco los contornos de la colcha rosada se van oscureciendo.

Sueña que están pescando en el Tigre, en el Carapachay, en medio de una tormenta de verano. En el río hay un cocodrilo. Se ve el hocico plano en forma de U por encima de la línea del agua. Francisco lo señala con el dedo y Marina distingue el ojo inconfundible del reptil, con su pupila como un tajo horizontal. El cocodrilo no se mueve, pero su existencia quieta tensa el aire, emana un vapor de peligro. El rio está erizado de juncos y hojas que se deslizan con la corriente, es difícil saber qué es planta y qué animal. Marina mira buscando serpientes en los árboles y encuentra una víbora chica, una cinta amarronada entre las ramas del sauce. La serpiente extiende su cuerpo escurriéndose sin un sonido. Marina quiere saltar al agua, nadar hacia el cocodrilo, sin saber por qué. No sería tan horrible, necesita solamente un poco de coraje. La lluvia es intensa y los empapa. Marina se toma el agua que le cae por la cara, que sabe a manzana. Las gotas rugen suavemente sobre las hojas. Ellos no se protegen, esperaran mientras el agua sube por encima del muelle dejándolos al mismo nivel que al cocodrilo. Se abrazan en medio de la pared de agua. Marina se da cuenta, con una lucidez inesperada, de que aceptó una condición: que solamente uno de ellos podría ser feliz a la vez.

 

El cosquilleo de los dedos de él sobre la oreja la despierta. Abre los ojos y la cara de Francisco le sonríe mañanera, despejada, recién duchada. La besa con la boca blanda y amorosa. Le acerca un mate. Ella se siente feliz sin explicación. Se siente enamorada. Se levanta y lo abraza. Hacen planes en el nacimiento luminoso del día feriado. Planes para el fin de semana, para el mes, para el año, para los próximos cinco años. Se ríen. Se acarician. Hacen el amor despacio, con deleite. Se duchan juntos.

Llaman a la casa de la madre de Francisco y hablan con Nair. Está contenta y les describe todos los juguetes que los abuelos le compraron. Quedan para pasar a buscarla al día siguiente. Cada uno comienza con las tareas planeadas. Marina lava la enorme pila de platos y cacerolas, baldea el piso de la cocina. Después va por las habitaciones pensando en pasar la aspiradora, cambiar todas las sábanas, lavar las cortinas, ordenar los armarios. Lleva pilas y más pilas de ropa sucia al lavadero hasta que se siente un poco descompuesta. Vuelve a la cocina para hacerse un té y cuando prende la luz, la bombita explota. Francisco ve que en el techo del pasillo está empezando a formarse una gotera. Se pone un impermeable y busca la escalera para intentar encontrar la causa. Hay una teja salida de su lugar. Quizás la golpeó una piedra de granizo. Coloca la escalera lo más cerca posible, pero la teja está muy lejos del borde y cuesta encastrarla de nuevo. Un tirón en la espalda lo inmoviliza. Trata de relajarse hasta que ceda el dolor, baja muy despacio. Se apoya en la pared de la cocina y se siente un anciano. Odia el trabajo después del trabajo. Insuflar energía, su propia energía, en las cosas. Las cosas no le importan. Odia la casa, el auto, la palabra mantenimiento. Algo revienta y toda la casa queda a oscuras. Escucha el grito de Marina, llamándolo.

Buscan los repuestos para cambiar los tapones. Lo intentan varias veces, pero no consiguen encontrar el cortocircuito. Finalmente lo logran desenchufando el lavarropas. ¿Y ahora? ¿Qué hacemos con la ropa? Se sientan en la cocina, hartos de todo. Marina dice que no piensa ponerse a cocinar otra vez. Que no lo soporta.

 

Deciden escapar de la casa y caminar hasta el restaurante de la avenida con sus paraguas negros y la garúa insistiendo sobre la realidad empapada. El lugar no es muy lindo, pero está limpio. El agua corre a los costados de la calle tan rápidamente que parece detenida.

Piden vino blanco frío y la panera.

--¿Ves esa mujer en la vereda de enfrente? –pregunta Marina.

--¿Esa que está vestida de blanco?

La mujer es como una aparición, como un sueño. Tiene un vestido claro, sedoso y liviano, casi un camisón, y el pelo a la altura de los hombros completamente blanco.

--Sí –dice ella--. La que está debajo del toldo de la panadería. Te pregunto porque de pronto me pareció que podría ser un fantasma.

--Yo también la veo –dice Francisco-- pero eso no significa que no sea un fantasma. A lo mejor los dos podemos ver el mismo fantasma.

La miran juntos, tomando de a sorbos el vino blanco. La mujer está inmóvil, y el viento le mueve el dobladillo del vestido, acariciándole las rodillas. El pelo blanco le ondea sobre la cara.

--No puede ser un fantasma --dice de pronto Franscisco--. Mirá, tiene un celular. Creo que es posible que los dos veamos un fantasma, pero no que tenga celular. Los fantasmas no pueden tener celulares.

Marina ve las manos de la mujer fantasma apretando el pequeño cuadrado electrónico, moviendo los dedos, leyendo los signos.

--¿Qué creés que está haciendo? ¿Manda un mensaje?

--Creo --diceFrancisco— que le escribe a su marido para decirle que lo perdona, que quiere que vuelva a casa.

--¿Él la engañó?

--Sí, pero no con otra, la engañó porque la dejó que se hiciera demasiadas expectativas sobre él.

Marina está segura de que el fantasma es una viuda. Percibe cómo la tristeza y la pérdida la rodean, intangibles pero espesas. El marido tuvo un accidente. Ella le está escribiendo aunque sabe que él nunca va a contestar.

Francisco reparte los canelones que pidieron y le da las mejores partes. Le sonríe. Ella siente el impulso de acariciarlo y lo toca con el pie por debajo de la mesa.

Vuelven caminando con optimismo. Llegan hasta la casa y bordean el barrial en que se convirtió el jardín hasta la puerta de atrás. El nido de los zorzales esta caído al pie del níspero. Los dos huevos celestes con pequeñas pintitas negras están rotos. Los pájaros dan vueltas a la copa del árbol, pero de pronto se alejan juntos en dirección al sur.

Se quedan parados, enfrentados a la puerta, dándose la mano y sosteniendo el paraguas con la otra. Miran fijamente hacia la casa.La lluvia es tan real que parece un decorado.

lunes, 16 de noviembre de 2020

188

 

 



Subieron un poco antes de la Zavaleta. Eran cuatro, dos de veintipico y otros dos de doce o trece. Al principio creí que venían juntos porque se parecían, pero me equivoqué. Se vestían con ropa vieja, demasiado grande, oscura y sucia. La mirada esquiva, el gesto hosco, los hombros hundidos y el olor producían un revuelo en el colectivo. Se fueron para el fondo. Yo estaba en el último asiento al lado de la ventanilla. Los demás pasajeros se levantaron y se corrieron para adelante. Inclinan la cancha, pensé, y también que en el bondi  adelante estaba la defensa. Yo me quedé con mi libro de química.

Los chicos se pararon en los escalones de la puerta de atrás. Uno de los adultos se sentó a mi lado y el otro se acomodó mirando el piso.

Mi vecino quería charla.

¿Qué lee, don? —preguntó.

Química —contesté mirándolo a los ojos, bolitas negras espejadas con un punto de luz. Tenía la cara achinada, triangular, cejas poderosas y el pelo en dos alas de cuervo, con raya al medio.  

Mintió una cara de admiración, la boca se le torció hacia la izquierda, los párpados se abrieron y la cabeza asintió cortito.

—¿Es profesor, usté?

No —sonreí— estoy leyendo para ayudar a mi hijo que tiene prueba.

Esta vez la sorpresa fue vívida. Me miró y después al libro, muy serio. 

¡Fijate, vos! Usté sí que debe ser un buen padre. ¿Escuchaste, boludo? ¿Oíste? le dijo al que estaba a su lado.

El otro no le contestó. Se subió la capucha y sacó algo del bolsillo. Lo acercó a la cara escondida.

Éste está turuleco —me dijo, como disculpándolo.

Lijao agregó moviendo la mano—. Mi viejo a mí no me daba ni la hora, nada. Ni sabía dónde estaba yo, qué hacía, ¿entendé o no? Yo a los nueve año me fui de mi casa, vivía en la calle con mis amigo. Yo si tuviera hijo…

La frase quedó sin terminar y vaciló en el aire, después se dio la vuelta y le volvió a entrar por la boca, subió hasta la cabeza, giró un rato y volvió a salir. Como si se despertara de un trance gritó:

A éstos, a éstos señalando a los chicos—. Si fueran mis hijos los cagaba a trompadas.

Los pibes lo miraron entornando los ojos e inclinaron la cabeza como si fueran a torearlo.

¿Qué te pasa gato? —le dijo uno.

Sacate la gorra, gil —lo apuntó el otro con el dedo sucio.

Le hacían señas con las manos. Manos como pájaros enfermos, como garras. Signos amenazantes, incomprensibles para mí, con los dedos chiquitos, con los pulgares, con las palmas medio negras, medio rosadas.

Paró el bondi y se bajaron todos menos el de la capucha. 

¡Chau, don!  me saludó mi admirador.

¡Chau!— contesté—. Suerte— agregué bajito.

En esa misma parada, la de la villa, subió una mujer. No tenía ropa, se tapaba con pedazos de telas anudados y en capas. La piel de la cara y las manos era gris, una combinación de mugre y palidez. Nos repartió unos papeles. Miré el mío y esperé ver la estampita o la nota de la compasión. Pero no, era un papelito en blanco cortado con las manos. Nada más. No decía nada. La realidad se me desordenó como si viera todos los lados de un cubo al mismo tiempo. Ella volvía a pasar retirando sus mensajes de aullidos mudos. Los ojos se le movían veloces, de izquierda a derecha. Murmuraba cosas ininteligibles. Le di cien mangos y no los miró, no reaccionó, y entonces supe que ya no estaba ahí. Que se había ido y había dejado su caparazón. Tuve que hacer un esfuerzo para volver a la tranquila convención de siempre. Disimulé.

El flaco de la capucha empezó a hablar solo y a mover las manos. Los pasajeros desprevenidos que habían ocupado los asientos vacíos se fueron también para adelante. De pronto, levantó la cabeza y miró con los ojos desorbitados. Se paró de un golpe para bajar y un cigarrillo cayó y rodó por el piso del colectivo. Un paquete de Malboro quedó desarmado en el asiento. Lo chisté pero no me oyó; entonces me levanté, le toqué el hombro y le hice un gesto hacia los cigarrillos olvidados.

Los recogió y después se sacó la capucha. Sonrió. Nunca hubiera imaginado que podía sonreír así. Sonrió como si precisamente ése fuera su momento para ser feliz. Se transformó. Su mano abierta se deslizó hacia mi hombro, como una corriente de completa confianza.

Me palmeó y dijo: ¡Gracias, pa!

Y bajó.

domingo, 7 de agosto de 2016

El hombre equivocado


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Hoy en día, en el camino antiguo que lleva al pueblo, hay una escuela de una sola habitación que aparece y desaparece detrás de las enormes malezas, de los guayabos gigantes y de las hojas oscuras de los laureles. En días de sol, se puede ver moverse a la antigua campana de metal a pesar de que no produce ningún sonido. Cuando Ihawu era una niña, le rogó a su madre que le contara y volviera a contar este cuento.
Una mujer de la ciudad, maestra de escuela, de veintiséis años de edad, llamada Juana María Abate, comprometida en matrimonio con su primo segundo, fue responsable de la muerte de sus diecinueve alumnos, de cuatro a quince años, que murieron ahogados en una tormenta con la repentina crecida del río al final del verano. Aunque ella misma no sobrevivió, se dice que quedó atrapada para siempre en la escuela, buscándolos. A veces, cuando el Pilcomayo crece, se puede oír su voz llamándolos por sus nombres.
Juana vivía en una habitación al lado de la escuela, con una cama y una mesa, y había mandado a sus estudiantes a casa, a pesar de la amenaza de tormenta, porque estaba esperando a su amante, Pedro Bonifacio Salazar. Lo había estado viendo de vez en cuando durante dos años mientras él atravesaba la provincia, de este a oeste y de norte a sur. Vivía en Corrientes y tenía ojos chicos del color de la piedra, el pelo oscuro salpicado de plata, y un torso con la forma del barril. A pesar de que no era alto era un tipo grande, que ocupaba todo el espacio en una habitación y gastaba todo el aire que se pudiera respirar. Tenía, en algún lugar, una esposa y dos hijos y, en otro lugar, otra mujer y otro niño. A todas sus mujeres les hizo promesas que no podía mantener y cada una de ellas quedó atrapada en su ciudad natal, esperando inútilmente que cumpliera su palabra.
Como muchos de los blancos que ocuparon la tierra y consiguieron poder —le dijo su madre a Ihawu, mientras la niña se tapaba hasta la barbilla y cerraba sus deditos alrededor del satén que bordeaba la manta amarilla— Pedro Salazar era un mentiroso brillante, un buen narrador, un trabajador fuerte y un gran hijo de puta de corazón frío. Por cada crimen que cometió, por cada vida que arruinó, había una historia fabulosa para sustituir a la verdad.
—¿Y sabes por qué?—le dijo Piyem a su hija —. Porque la gente ama las historias. Las necesita. Las personas dicen que quieren la verdad, pero no es cierto, quieren una historia. 
—Yo quiero una historia.
—Es cierto.
Dicen que Pedro Bonifacio Salazar fue visto, unos cinco o seis años después de la muerte de Juana María Abate y sus estudiantes, en Siete Palmas, en una pelea de facón con un hombre que no era mejor que él y que por lo tanto podía reconocer a otro hombre oscuro con solo verlo. Salazar sobrevivió y, según se dice, compró un estetoscopio y viajó por Santa Fe como un médico elogiado por sus artes curativas, y murió en un rancho, rico, gordo y feliz a una edad avanzada.
—¿En Perín?— preguntó Ihawu.
—No puedo decírtelo.
—¿En Espinillo?
—No lo sé.
—Pero, ¿está muerto? ¿Seguro?
—No hay hombre más muerto que él.
Una vez que Juana supo que Pedro no iba a llegar ese día cargado de nubes, cuando el agua empezó a rodearla y finalmente entró en la escuela, horas antes del amanecer, confesó todo el asunto por escrito. En los días siguientes, los niños fueron exhumados de su baño de agua colorada, con las caras violáceas y las pestañas empapadas. Se descubrió también la confesión en el corpiño de la maestra ahorcada.
—Un mundo de dolor. Eso —dijo Piyem a su hija— es lo que resulta de elegir al hombre equivocado. Y luego esperarlo. Y esperarlo, y esperarlo.
Cuando la vieja escuela aparece de la nada al borde del camino, está tan limpia y blanca como el día en que fue construida, la campana brilla en la torre de madera cuadrada y los que vienen en sus autos,desde Posadas o desde Resistencia, pueden ver a la pobre mujer con su vestido marrón y blanco y su pelo grueso y rizado azotado por el viento, como si ella, sola, estuviera haciendo señales en medio de una terrible tormenta.
Las historias de los turistas y sus familias atrapados en las crecidas del rio se cuentan todo el tiempo y muchos dicen que Pedro Bonifacio Salazar está detrás de la muerte de cada uno de ellos.
—¿Por qué? —preguntó Ihawu mientras miraba como las sombras de la higuera detrás de la ventana se alargaban en la pared del fondo.
—Porque cada hombre equivocado —respondió Piyem mientras apagaba la luz del farol— es siempre el mismo hombre equivocado.


domingo, 24 de julio de 2016

Guantes



Después de que mi marido terminó de hacer la valija, en un doblez de la colcha de nuestra cama, encontré un guante de cuero. Era de esos caros, con piel adentro, muy abrigado, uno de sus guantes favoritos. Corrí hasta la puerta de casa y le grité. Sabía que estaba haciendo aspavientos, gestos exagerados, pero no podía evitarlo y movía las manos por encima de la cabeza, la que sostenía el guante y la que no. Mi marido se detuvo y giró un poco los hombros hasta que pudo verme. Se quedó parado, totalmente inmóvil. Solamente el viento le hacía bailar el pelo fino y rubio. Yo había bajado los brazos y apreté el guante contra el cuerpo hasta que él comenzó a volver, arrastrando la valija con rueditas. El choque del metal contra la vainilla de la vereda producía un efecto de percusión, un redoble de suspenso. Cuando estuvo lo suficientemente cerca, me extendió la mano para recibirlo, con la palma hacia arriba, y yo se lo deposité ahí, como una ofrenda o una limosna y él lo puso en el bolsillo de la campera.


El guante se quedó muy quieto en su refugio y sacaba los dedos para afuera, pero no totalmente, por la mitad más o menos. Parecían hacerme un saludo, de esos que les hacemos a los vecinos levantando la mano, un gesto que acompañamos con una inclinación leve de la cabeza, muy parecida a la que mi marido me estaba haciendo a mí, para agradecerme la devolución del guante. O quizás para agradecerme alguna otra cosa, quién sabe qué, haber sido la madre de sus hijos, por ejemplo. Por un momento creí que iba a hablar porque abrió un poco la boca y salió una pequeña nube de vapor, pero no dijo nada y retomó su camino hacia la esquina. La campera se infló y yo fijé la vista en el guante que se hamacaba con el vaivén de sus pasos. Pensé en todos los guantes suyos que había apareado, recogido y lavado durante estos años y recordé algunos negros, azules y marrones, otros de lana áspera que me rozaban la mano cuando caminábamos de vuelta del supermercado y especialmente unos rojos con pequeños orificios en la punta de los dedos que me reprochaban la falta de diligencia con la aguja y el hilo. Evoqué sus manos dentro de los guantes, levemente sudorosas, con las uñas mordidas al ras, con un callo en el dedo medio, con las yemas rojas, a veces suaves y otras veces ásperas. Se me ocurrió que los guantes se pierden siempre de a uno, nunca juntos, y me imaginé al que se queda olvidado en la mesa del bar, en el asiento del cine, en el taxi, y después conoce gente nueva que lo mira preguntándose cuál será su historia, si alguien lo extrañará y vendrá a reclamarlo.
En ese momento mi marido llegó a la esquina de la avenida y la fuerza del viento lo detuvo haciéndole volar la ropa en todas direcciones. Enfrentó la borrasca con paso lento y resuelto y fue desapareciendo de mi vista poco a poco: primero la cabeza y los hombros, después el torso, las piernas y por último la valija con un destello de las rueditas metálicas. En ese momento pensé en el otro guante, el que permanece con su dueño, fiel en su inutilidad, doblado en la parte de atrás del cajón hasta que un día se agota la esperanza de que su par aparezca, vuelva, y alguien lo tira junto con los demás desperdicios, los restos, las cosas que se vuelven inútiles o inservibles después de haberlas usado durante un tiempo.


miércoles, 23 de marzo de 2016

Aspic

(Traducción del inglés, de Tatiana Tolstaya, inédito en el español)

Para ser sincera siempre le tuve miedo, desde la infancia. No se prepara por casualidad, en un golpe de fantasía, sino generalmente en año nuevo, en el corazón del invierno, en los días más cortos y brutales de diciembre. La oscuridad llega temprano. Hay una helada húmeda; se ven halos puntiagudos alrededor de las luces de la calle. Se respira a través de los guantes. La frente duele de frío y las mejillas se entumecen. Pero, sin saber por qué, igualmente hay que hervir y enfriar el aspic.  El nombre mismo del plato hace descender la temperatura del alma y ningún chal de pelo de cabra puede elevarla. Hacer el aspic es una forma especial de religión. Y lo que podría pasar si no lo hicieras sigue siendo un interrogante.
Por algún motivo, el aspic debe hacerse.
Hay que caminar ese frío trecho hasta el mercado, donde siempre está oscuro. Hay que pasar los tachos con pickles, la crema fresca impregnada de inocencia juvenil, las montañas de rábanos, papas y repollos, las colinas de fruta, las señales luminosas de las mandarinas y llegar hasta la esquina más alejada. Ahí está el tajo; ahí están la sangre y el hacha. “Llamemos a Rusia a levantar el hacha.” Hundir el filo en la madera. Rusia está aquí. Rusia es elegir un pedazo de carne.
“Igor, cortá las patas para la señora,” Igor levanta el hacha, ¡zas! Corta por el blanco las rodillas de la vaca, rebana las espinillas. Algunos compran piezas de la boca, labios y narices. Para el caldo de cerdo, llevan pequeños pies con cascos bebé.  Es espeluznante sostener uno de estos bracitos de piel amarillenta ¿y si se gira y me da la mano?
Ninguno de ellos está realmente muerto: ese es el dilema. No hay muerte. Fueron atacados y mutilados; ya no van a caminar en ningún lugar, ni siquiera se arrastrarán; han sido asesinados, pero no están muertos. Saben que hemos venido a buscarlos.
Después llega el momento de comprar algo seco y limpio; cebollas, ajos, hierbas y raíces. Vamos de vuelta a casa pisando la nieve: cris, cris, cris. La entrada al edificio está helada y volvieron a robar la bombita de la luz. Buscamos a tientas el botón del ascensor hasta que se enciende el ojo escarlata.  Primero aparecen los intestinos y después la cabina. Los ascensores son lentos en San Petesburgo, hacen clic cuando pasan por cada piso y prueban nuestra paciencia.  Las patas troceadas en la bolsa de la compra nos tiran el brazo hacia abajo, y nos parece que en el último momento se negarán entrar en el ascensor. Las vemos saltar, liberarse, escapar, haciendo sonar las  baldosas: clip, tac, clip, clip, tac. ¿Sería lo mejor? No. Es demasiado tarde.
En casa los lavamos y los echamos en la olla con agua. Ponemos el fuego al máximo.  Ahora están hirviendo. La superficie se cubre de ondas grises y sucias: todo lo que es dolor, miedo, impotencia, todo lo que sufrieron, se resistieron, trataron de soltarse, mugieron y bramaron, todo lo que no pudieron entender, quisieron respirar, todo se convierte en barro.  La muerte se ha ido, transformándose en una sustancia mullida y repugnante. Finito, placidez, perdón.
Entonces es el momento de volcar esta agua de la muerte, de enjuagar bien las piezas sedosas bajo un grifo abierto, y de volver a ponerlas en una olla limpia llena de agua fresca. Se trata simplemente de carne, son simplemente alimentos; todo lo que era temible se ha ido. Una flor azul tranquila de propano, sólo un poco de calor. Se deja hervir en silencio cinco a seis horas.
Mientras se cocina, preparamos las hierbas y las cebollas. Se agregan a la olla en dos partes. La primera dos horas antes de que finalice la cocción del caldo y la segunda, una hora después. Agregamos un montón de sal y el trabajo está hecho. Al final nos encontraremos con una transfiguración completa: un lago de oro con la carne fragante, y nada, nada nos recuerda a Igor.
Llegan los chicos y miran la olla sin miedo. Podemos mostrarles la sopa; no van a hacer preguntas difíciles. Colamos el caldo, sacamos la carne aparte y la cortamos con un cuchillo afilado, como se hacía en los antiguos días, en la época del zar, y del otro zar, y del tercer zar, antes del advenimiento de la máquina de picar carne, antes de Vasily el Ciego, de Ivan Kalita, y los cumanos, y de Rurik, y Sineus y Truvor, quienes, como resulta ser, ni siquiera existieron.
Preparamos los cuencos y los platos y colocamos un poco de ajo fresco  en cada uno. Añadimos la carne picada arriba. Usamos la cuchara para verter sobre él el oro del caldo gelatinoso. Y ya está; el resto depende del frío. Con cuidado, llevamos  los cuencos y platos al balcón, cubrimos los ataúdes con tapas y a esperar.
Entonces podríamos permanecer fuera en el balcón, envueltas en el chal. Fumar un cigarrillo y mirar las estrellas del invierno, incapaces de identificar una sola. Pensar en los invitados del día siguiente, recordar que debemos planchar el mantel, juntar la crema agria con el rábano picante, calentar el vino y enfriar el vodka, rallar un poco de manteca fría, colocar el sauerkraut en un plato, cortar un poco de pan, lavarnos el pelo, preparar la ropa, el maquillaje, rímel, lápiz de labios.

Y si tenemos ganas de llorar sin sentido lo hacemos ahora, mientras nadie puede vernos. Lo hacemos  con violencia, por nada y por ningún motivo, sollozando, secándonos las lágrimas con la manga, apagando el cigarrillo en la baranda del balcón y, como no está ahí, nos quemamos los dedos. Porque cómo encontrar ese ahí, y dónde está ese ahí, eso nadie lo sabe.


jueves, 27 de noviembre de 2014

Amalia

El primer día de clases de mi sexto grado entró por la puerta del aula una mujer bajita, blanca, de ojos claros, llamada Hebe. Junto con ella entraron a mi vida la incredulidad, la crítica y los primeros balbuceos de mi propia voz. La señorita Hebe tenía la voluntad de enseñarnos historia argentina y también tenía un relato de esa historia al que confundía con la verdad. Ahora creo que si esta confusión no hubiese sido tan marcada, tan nítida, tan grotesca, mi vida podría haber andado otros caminos. Pero lo cierto es que la obstinación de esta pequeña mujer en su reparto de héroes y  malvados me llevó a entender mucho más que cualquier lección con pretensiones de objetividad y tolerancia.

Llegado ese año, según mi recuerdo, mis compañeras de primaria y yo estábamos dividas en tres grupos que respondían, con ciertos márgenes borrosos, a cuestiones económicas. Las que tenían más dinero eran también más seguras, más aterciopeladas, mejores alumnas y más sonoras.  Las “del medio” eran grises, en un gris amarronado, un poco beige. No hablaban demasiado, sólo en susurros entre ellas, y tenían peores notas. El tercer grupo, un conglomerado disperso, estaba formado por las inclasificables. Las pésimas estudiantes, las rebeldes con y sin causa y las que tenían algún que otro problema mental. Ahí estaba yo, excelente alumna, pero pobre; rubia, pero gorda; visible, pero sin purpurinas. Gracias a que no le hacía asco a nadie y ayudaba con la tarea a quien me lo pidiese, me llevaba relativamente bien con todo el mundo y pivotaba de un núcleo al otro.
El viernes 26 de marzo, la señorita Hebe comenzó con las guerras civiles. Primero hizo una larga introducción sobre lo triste, pero realmente tristísimo, de la sangre derramada entre hermanos. Nada peor, nos dijo, nada más terrible; hasta citó al Martín Fierro: “Los hermanos sean unidos,/Porque ésa es la ley primera./Tengan unión verdadera/En cualquier tiempo que sea /Porque si entre ellos pelean /Los devoran los de ajuera.” Como yo era hija única, no le presté mucha atención a estos mandatos fraternales y me aburrí bastante. Después habló brevemente de un terrible tirano que había gobernado mucho, muchísimo tiempo nuestro país y que se llamaba Juan Manuel de Rosas. Finalmente, nos dio como tarea para el fin de semana leer un resumen de una grandiosa novela: “Amalia” de José Mármol.
A la salida de la escuela el aire estaba enrarecido por los petardos. Una manifestación que traía a los estudiantes del Pellegrini y del Liceo 9 bajaba por Callao hacia el Congreso. Mis compañeras, las chicas del Normal 9, corrían a refugiarse en el Pasaje Rauch y apuraban el paso hacia su casa. Yo me quedé mirando la columna, los carteles y banderas, y las caras y las manos de los manifestantes. No sabría hasta dos años después que había sido una manifestación de apoyo al Viborazo el día en que asumía la presidencia Alejandro Agustín Lanusse. Algo de ese fenómeno callejero y estruendoso, juvenil y decidido me conmovió, me sedujo, me sacó de mis ensueños infantiles y me puso por unos minutos en una realidad atemorizante y hermosa. Acompañé a la marcha desde la vereda tratando de aprenderme los cantitos: "¡San José era carpintero y María era modista, y tuvieron un hijito guerrillero y peronista!", "¡Dame una mano, dame la otra, dame un gorila que lo hago pelota!". Con la música del tango “Fumando espero”: "Fumando un puro me cago en Aramburu, y si se enojan también me cago en Rojas, y si se siguen, se siguen enojando, me cago en los comandos, de la libertadora".
En la esquina de Rivadavia y Callao los bombos se fueron haciendo atronadores.  Justo en la confluencia de las columnas de las dos avenidas, pero del lado de Riobamba llegaron uniformados a caballo y carros de asalto con gases. Esas granadas que siseaban y escancían, pero sobre todo los gritos y corridas de los manifestantes me produjeron un terror paralizante. Me quedé parada en la esquina del Molino con los ojos llorosos abiertos como platos, abrazada a mis libros atados con liga y tosiendo desesperadamente. En ese momento, una chica delgadita de pelo negro lacio y ojos negros inmensos que también llevaba guardapolvo me agarró de la mano y me dijo. “¡Vení, corramos!”. Yo le obedecí sin titubeos y seguimos por Entre Rios, doblamos por Alsina y entramos por una puerta desvencijada. Ahí subimos una escalera ancha y sucia hasta el tercer piso y llegamos, por fin a salvo, a una habitación enorme y terriblemente desordenada. Miré a mi bienhechora con inmensa gratitud.
--Muchas gracias –le dije—yo soy Lucrecia, ¿vos?
--Mirta –me contestó y me sonrió con ganas.
Con el corazón volviendo lentamente a su ritmo normal miré a mi alrededor. Una mujer joven cosía en la punta de una mesa repleta de retazos y tres chicos entre cuatro y ocho años jugaban una especie de mancha helada. Mirta me señaló a sus hermanitos y me presentó a su mamá que me dio un beso y una leche con galletitas que me pareció deliciosa. Mi nueva amiga tenía alrededor de trece años, pero todavía estaba en séptimo. Raramente, no hablamos de la marcha sino que nos pusimos a jugar al tuti fruti y a reírnos del caos que los juegos de sus hermanos causaban en el ya atestado y desastroso cuarto. Las manchas de humedad ocupaban casi todo el techo y parte de las paredes. Las camas servían de escondite y parapeto y era imposible no tropezárselas al intentar caminar. Había una especie de pileta y cocina improvisadas en un extremo y el baño estaba en el pasillo. Todo el conjunto me producía una sensación de encanto y tranquilidad, de profunda comodidad.
Tuve que irme antes de lo que hubiese querido porque a pesar de que en mi casa no registraban demasiado mi presencia, el anochecer era una señal de alarma que no se podía soslayar. Le di a Mirta mi teléfono, ella no tenía, y me fui con miedo de no volver a verla. Tal como había anticipado, mi mamá no se había percatado de mi ausencia  así que me saqué el guardapolvo, tiré los libros en un rincón, mientras me distraía con imágenes y sensaciones de la marcha y de su insólito final. Finalmente decidí comenzar con la tarea. Saqué el resumen de “Amalia” y me puse a leer.
Eduardo y Daniel, heroicos enemigos de la tiranía, también habían sido emboscados, igual que nosotros, los chicos de la marcha, en el primer capítulo. Daniel, saliendo de la nada, salvaba a Eduardo a último momento y lo llevaba a un lugar donde pudiera refugiarse, como Mirta había hecho conmigo. Empecé a interesarme. Los malditos represores contaban el dinero que les habían pagado y me imaginé a los de los caballos y los gases contando en sus casas el dinero mal habido. Daniel llevaba a su amigo a la casa de su prima, Amalia. Pero Amalia no estaba cocinando una sopa o cantando sola en el patio, estaba leyendo a Lamartine, un tipo raro de la revolución francesa y tenía una mesa de mármol negro y una lámpara de alabastro. Fui a buscar el diccionario y me enteré que era una piedra de apariencia marmórea, dúctil y traslúcida. Amalia era buena, buenísima, tan perfecta que me daba un poco de desconfianza sin saber por qué. Luego Daniel le pidió que echara a sus sirvientes, a la mitad de ellos, porque no eran de confianza y ella aceptó sin vacilar. Acá su perfección no pareció tan maravillosa, su sensibilidad extrema no le alcanzó para pensar en esos criados despedidos. El autor tampoco pareció reparar en ellos; no les dedicó ni una línea. Yo, en cambio, me preocupé por su suerte. Se iban a quedar sin trabajo y sin casa, sin haber hecho nada malo, de un día para otro, ¿que irían a hacer? Quizás al final no los echaran. Seguí leyendo con esa esperanza.
Pero lo que seguía eran las dos páginas de descripción de las habitaciones de Amalia. Papel aterciopelado, hilos dorados, raso azul, tapiz de Italia, cama de caoba labrada, y seguía y seguía. Yo no lo podía creer. Al tal Mármol no solamente no le daba vergüenza explicar estos excesos de gasto y lujo sino que le parecían virtudes. Y no solamente le parecían virtudes, sino virtudes inherentes a Amalia. Como si fueran rasgos de su carácter. Amalia era buena, blanca y tenía “un servicio de té de porcelana sobredorada”. Era joven, sacrificada y abnegada y tenía “ocho pebeteros de oro cincelado, obra del Perú, de un gusto y de un trabajo admirables”. Amalia era dulce y obediente y tenía “seis magníficos cuadros de paisaje y cuatro jilgueros dentro de jaulas de alambre dorado” ¡eso en el baño! Pensé en el baño de Mirta que estaba en el pasillo y en el mío que no tenía agua caliente y sentí asco e indignación. Tanta sensibilidad, tanto buen gusto, no les alcanzaba para ver la injustica flagrante de esas diferencias, distingos que yo ya sufría como la más diáfana de las realidades. Y no le creí nada a Mármol, nunca más. Yo, tan dispuesta a creer, inauguré mi desconfianza como una flor salvaje. Y esa noche mientras tiraba el libro a un rincón y me iba a cenar me hice rosista de una vez y para siempre, sin saber nada del Restaurador, porque un libro salvajemente unitario me había convertido en partidaria de la Santa Federación.

Sin saberlo, me dirigía hacia el peronismo a paso lento y seguro y, al mismo tiempo, el peronismo se dirigía hacia mí. Era el año 1971, pronto nos encontraríamos.

El día que me senté con Jesús en el patio de atrás y un viento me abrió el kimono y se me vieron los pechos

(Traducción del original de Gloria Sawai, inédito en español)

Cuando te pasa algo extraordinario siempre recordás con una claridad antinatural todos los detalles que había alrededor. Te acordás de formas y sonidos que no estaban relacionados directamente con el suceso pero pululaban en la periferia. Te puede pasar cuando leés un libro sorprendente por primera vez, uno que te desubica y te lleva a pensar en profundidad. Te acordás dónde lo leíste, en qué habitación, y quién estaba cerca.
Todavía recuerdo, por ejemplo cuando leí “Cautivo del deseo” de Somerset Maugham.  Estaba en la cucheta de arriba, en el dormitorio de la escuela, envuelta en una colcha azul. En ese momento vivía en la escuela por deseo de mi padre. Era un hombre muy religioso y quería que yo tuviese una educación espiritual. Que escuchara la Palabra y conociera al Señor, había dicho. Así fue que me mandó a la Academia Luterana San Juan en Regina durante dos años. Tenía confianza, supongo, que allí escucharía la Palabra. En todo caso, puedo escuchar todavía a la señora Sverdrup, nuestra casera, golpeando la puerta a medianoche y suspirando con su acento noruego: “Ahora, Gloria, ya pasan de las doce en punto. Es hora de apagar la luz. Ahora mismo”. Lo que es interesante es que no me acuerdo nada del libro. Pero debe haberme conmovido profundamente cuando tenía dieciséis años, hace ya bastante tiempo.


De modo que pueden imaginarse lo perfectamente que recuerdo el día en que Jesús de Nazaret, en persona, escaló la colina detrás de nuestro patio y llegó hasta donde yo estaba sentada en una reposera. Y cómo se quedó un rato conmigo. Entenderán perfectamente lo claros que están todos los detalles en mi memoria.
El suceso ocurrió una mañana de lunes, el 11 de septiembre de 1972, en la ciudad de Moose Jaw, en Sasktchewan.  Estas fechas son por sí mismos más especiales de lo que pueden parecer a primera vista. Septiembre es mi mes favorito, el lunes es mi día favorito y la mañana mi hora favorita. Y, a pesar de que Moose Jaw puede no ser el lugar más magnífico del mundo, aun así, si estás allí una mañana de lunes en septiembre, el sitio tiene su belleza.

No es difícil comprender por qué estos días y horarios son mis favoritos. Tengo esposo y cinco hijos. Las cosas se ponen frenéticas, especialmente durante los fines de semana y las vacaciones. Niños corriendo alrededor de la casa, comiendo, discutiendo, preguntándome cada hora qué pueden hacer en Moose Jaw. Y la televisión. Los programas son siempre los mismos, solamente cambian los nombres.  “Los jinetes valientes”, “Los bomberos azules”, lo que sea. Así que cuando las clases comienzan en septiembre, tomo por fin el sol de la libertad, especialmente los lunes. Sin peleas, sin televisión. Sólo la mañana, clara y hermosa. Un nuevo día. Un nuevo comienzo.
La mañana del 11 de septiembre, me levanté a las 7, como de costumbre, cociné avena para los chicos y salchichas para Fred y luego los acompañé afuera y me tomé una segunda taza de café en paz. Decidí afrontar el planchado de la semana. No me había vestido todavía y tenía puesto mi kimono rosado, el que compré hace años en mi viaje a Japón, mi único verdadero viaje, un tour de trescientos dólares por Tokyo y otras ciudades. Ahorré para ello trabajando como bibliotecaria en Regina. Y estoy contenta de haberlo hecho. Desde entonces casi no salí de Saskatchewan. Una vez fui a Winnipeg y otra al lago en Montana, a visitar a mi hermana.
Puse la tabla de planchar y saqué de una canasta la ropa arrugada. La primera camisa tenía mucho olor a humedad, la segunda estaba cubierta de pequeñas manchas de moho y la tercera también. Fred enseña ciencias en Moose Jaw. Usa muchas camisas.  Decidí enjuagar toda la ropa y tenderla al sol y así lo hice. Mientras se secaba, me senté afuera para aprovechar el día claro y soleado.
Si conocen Moose Jaw, sabrán sobre la nueva subdivisión en el sudeste llamada Hillhurst. Ahí es donde vivimos, justo en el borde de la ciudad. En realidad, nuestro fondo da al descampado y se puede ver la llanura detrás hasta donde alcanza la vista que, cuando se acerca a nuestro terreno, forma una pequeña colina. A la derecha hay un grupo de álamos y las hierbas han crecido altas entre las rocas. Aparte de esto todo es plano, solamente tierra y cielo. Cuando el sale el sol, las hierbas y las rocas se visten con un brillo anaranjado que me encanta.
Desenchufé la plancha y volví a la cocina. Pensé en llevarme una taza de café o un vaso de jugo de naranja. Para alcanzar el jugo, en la parte de atrás de la heladera, mi mano rozó una botella de vino Calona. Esa era una idea mejor. Un vinito en la mañana del lunes, un pequeño relax después de un fin de semana ruidoso. Tomé la botella y me serví, anticipando un día más que agradable.
En el patio, acomodé una reposera en el sol y me senté. Sorbí mi vino. La belleza y la tranquilidad flotaban hacia mí en la mañana del lunes 11 de septiembre a eso de las 9 y 40.
Al principio era solamente un bulto en el horizonte. Luego era un topo que se aproximaba. Después parecía una animal más grande, un perro quizás, que se movía por la pradera. Ya más cerca se transformó en una persona. Sin duda. Una mujer quizás, todavía con su bata. Pero llegando a las rocas, a través de las hierbas, cerca de la colina, ya lo veía claramente. Y supe quién era. Lo supe como sabía que el sol brillaba.
La razón por la que lo supe es que era exactamente como lo había visto en cinco mil cuadros y pinturas, en los libros y en los folletos de los domingos. Si hubo alguna vez una persona de la que yo hubiera oído hablar una y otra vez, miles de veces, era esta.  Hasta en la primaria, con esas preguntas terribles: ¿amas al Señor? ¿serás salvada por la gracia y sólo por la fe? ¿estás esperando el glorioso día del segundo advenimiento? ¿estarás lista para el Gran Día? Cuando era niña, a veces me escondía debajo de la cama preguntándome si realmente me salvaría por la gracia y por la fe o, sin darme cuenta, estaba probando otro método, como los católicos, que creían que se salvarían por las buenas obras y sin embargo irían directamente al infierno. Excepto algunos, que sabían en sus corazones qué era realmente la gracia, pero no querían dejar la iglesia católica por sus parientes. ¿Entonces era esto? ¿Sonaría la trompeta esta noche y el cielo se dividiría en dos? ¿Descendería el Gran Señor y Rey, alfa y omega, sosteniendo los siete candeleros, desde el cielo con un grito poderoso? ¿Y yo estaba lista? El reverendo Hanson, desde su púlpito en Swift Current, Saskatchewan, rugía en mis oídos y chocaba contra mis tímpanos.
Y ahí estaba. Viniendo. Subiendo la colina hacia mi patio, con su hábito volando por el viento. Venía. Y yo no estaba lista. Con toda esa ropa tirada por el living. Y vestida con esta cosa vieja, hecha en Japón, y tomando vino en la mitad de la mañana.
Ya había llegado, subía por los escalones que daban al patio. Los dedos de Jesús se curvaban sobre mi pasamanos. Estaba ascendiendo. Se dirigía hacia mí.
Se paró en los escalones y me miró. Yo lo miré. Se lo veía tal cual en las ilustraciones, con un hábito blanco, una chalina púrpura, pelo rubio y piel clara. ¿Cómo es que todos ilustradores de los periódicos escolares lo habían reproducido tan exactamente?
Se paró en el último escalón. Yo permanecí sentada, sosteniendo mi vaso. ¿Qué se le dice a Jesús cuando viene? ¿Cómo hay que recibirlo? ¿Lo llamás Jesús? Supuse que ese era su nombre de pila. ¿O Cristo? Me acordé de la mujer que vivía en adulterio que lo llamó Señor. Podría llamarlo así. O podría fingir que no lo reconocía. A lo mejor, por alguna razón, él no quería que lo reconocieran.
“Buenos días”, dijo. “Mi nombre es Jesús.”
“¿Cómo está”, le dije. “Mi nombre es Gloria Olson.”
Mi nombre es Gloria Olson. Eso fue lo que dije, como si él no lo supiera.
Él sonrió. Me levanté y le abrí otra reposera. “Qué hermosa vista que hay aquí”, dijo, sentándose en la reposera y apoyando su pie con sandalia sobre el borde.
“Gracias” le contesté. “Nos gusta mucho.”
Hermosa vista. Esas fueron sus palabras. Todos los que vienen a nuestra casa y van al patio de atrás dicen eso. Todos.
“No esperaba visita hoy.” Me cerré con cuidado el kimono y agarré el vaso del piso donde lo había dejado.
“Pasé mientras me dirigía a Winnipeg. Pensé en venir un rato.”
“He oído mucho de usted”, le dije. “Se parece mucho a sus cuadros.” Me llevé el vaso a los labios y me di cuenta que sus manos estaban vacías. Debería ofrecerle algo. ¿Té? ¿Leche? ¿Cómo le pregunto qué quiere tomar? ¿Qué palabras debería usar?
“¿Le gustaría tomar algo?”, le dije finalmente. Miró el vaso en mi mano. “Puedo hacer té”, agregué.
“Gracias”, dijo. “¿Qué está bebiendo?”
“Bueno, es que los lunes trato de relajarme un poquito después del fin de semana con la familia en casa. Tengo cinco chicos, ya sabe. Así que a veces después del desayuno tomo un poco de vino.”
“Un vaso de vino estaría bien”, dijo.
Por suerte encontré una copa limpia en el armario. Me apoyé en la mesada mientras servía el vino. Y luego, como un relámpago, me di cuenta de mi situación. Oh, Juan Sebastian Bach. Gloria. Honor. Sabiduría. Poder. George Handel. Rey de reyes y Señor de señores. Está en mi patio. Hoy está sentado en mi patio. Le puedo hacer cualquier pregunta, cualquiera, y él sabe la respuesta. Aleluya. Aleluya.
Abrí la puerta de la heladera para guardar la botella. Y vi a mi padre. Era la mañana de año nuevo. Mi padre estaba sentado a la mesa de la cocina. Mi madre había tapado el pavo para dejarlo marinando en el horno. Oí el sonido de la tapa contra la asadera. Se sentó enfrente de papá. Sigrid y Freda estaban en un lado de la mesa, y Raymond y yo en la otra. Teníamos libros de himnos, libros negros y pequeños abiertos en la página uno. Afuera estaba oscuro. En la mañana de año nuevo nos levantábamos antes del amanecer. Papá nos miraba con el mentón levantado. Quería decir, quédate quieto y siéntante derecho. Raymond se sentó derecho y duro como un soldado, esperando que papá se diera cuenta qué bien se había sentado. Empezamos a cantar. Página uno. Himno para el año nuevo. Philipp Nicolai. 1599. No necesitábamos los libros. Habíamos cantado este himno todos los años desde que habíamos nacido. Papá siempre era el que cantaba más fuerte.
Al filo de los gallos,
viene la aurora;
los temores se alejan
como las sombras.
¡Dios, Padre nuestro,
en tu nombre dormimos
y amanecemos!
Como luz nos visitas,
Rey de los hombres,
como amor que vigila
siempre de noche;
cuando el que duerme,
bajo el signo del sueño,
prueba la muerte.
Del sueño del pecado
nos resucitas,
y es señal de tu gracia
la luz amiga.
¡Dios que nos velas!
Tú nos sacas por gracia
de las tinieblas.
Gloria al Padre, y al Hijo,
gloria al Espíritu,
al que es paz, luz y vida,
al Uno y Trino;
gloria a su nombre
y al misterio divino que nos lo esconde.
En realidad no me importaría seguir cantando himnos en año nuevo, siempre y cuando estuviese segura que nadie se iba a enterar. Me daría algo de vergüenza si algunos de mis amigos supieran cómo pasábamos el año nuevo. A cierta edad es fácil avergonzarse de la familia. Me acuerdo de Alice Johnson, qué avergonzada estaba de su padre, Elmer Johnson. Era alcohólico y no podía controlar sus deseos de orinar. Su madre siempre tenía que estar limpiando lo que él ensuciaba. Aun así en la casa había olor. Yo sabía que Alice se avergonzaba cuando veía a Elmer con mirada de loco y manchas de orín en los pantalones. No sé qué es más difícil para un niño, tener un padre que se emborracha o uno que es sobrio, pero canta himnos de año nuevo.
Le llevé el vino a Jesús. Me senté, sosteniendo mi propio vaso sobre el dobladillo de mi kimono. Jesús estaba mirando hacia la pradera. Parecía notar cada cosa que había allí. Obviamente no tenía apuro, pero tampoco tenía mucho para decir. Pensé en qué tema podría tocar.
“Supongo que estará más acostumbrado al mar que a la pradera.”
“Sí”, respondió. “Pasé la mayor parte de mi vida cerca del agua. Pero también me gusta la llanura. Hay algo hermoso en la pradera” Volvió la cabeza hacia el viento, que soplaba con más fuerza, y venía del este.
Hermoso, de nuevo. Si alguna vez hubiera usado esa palabra para describir la pradera, en una tarea del colegio de San Juan, por ejemplo, me la habrían devuelto con tres círculos rojos alrededor. Por lo menos tres. Alcé mi copa hacia el viento. Bien por el viejo San Juan. Bien por el viejo Pastor Solberg, que se paraba en frente del altar de madera, sosteniendo su góspel en la mano.
En el comienzo fue la Palabra
Y la Palabra fue con Dios
Y la Palabra fue Dios
Todas las cosas fueron hechas por Él
Y sin Él nada de lo hecho, estaría hecho.
Yo me sentaba en el banco con Paul Thorson. Compartíamos el libro de himnos. Nuestros pulgares se tocaban en el medio del libro. Era invierno. La capilla estaba fría, estaba construida en un galpón abandonado de la Segunda Guerra. Nos poníamos tapados y nos sentábamos muy juntos. Paul jugaba con su pulgar, empujando el mío hacia un lado y después hacia el otro. El viento aullaba afuera. Veíamos nuestro aliento cuando cantábamos el himno.
En tus brazos descanso,
El enemigo no podrá molestarme
Aquí no puede alcanzarme.
Aunque el cielo se sacuda,
Aunque los corazones se aceleren,
Jesús calma mi temor,
Los relámpagos pueden estallar
Y el trueno puede atronar
Y el pecado puede acosar
Jesús no me fallará…
Y aquí estaba. Alfa y Omega. La Palabra. Sentado en mi reposera y diciéndome que la pradera era hermosa. ¿Qué podía responderle?
“A mí también me gusta”, le dije.
Jesús miraba una urraca que volaba alrededor de los álamos. Era muy bello, la verdad. Pero no era como mi padre. Mi padre era perfecto. Como la gente perfecta muy, muy ocupada. Sin embargo no estaba tan ocupado como Elsie. Elsie era la más ocupada. Nunca podías visitarla sin que tuviera que hacer alguna otra cosa al mismo tiempo. Lavar las hojas de las plantas con leche, por ejemplo.  O doblar las medias en el sótano mientras yo me sentaba en un banco al lado del lavarropas. No me habría importado sentarme en el sótano si ese hubiera sido el único lugar que ella tenía. Pero en realidad disponía de un living lleno de sillones comodísimos, donde nadie se sentaba. Ahora Cristo no tenía aparentemente nada que hacer en absoluto.
Se había levantado viento. Le hinchaba y sacudía el hábito alrededor de las piernas. Dejé mi vaso en el suelo y me sujeté el kimono en las rodillas. Se me volaba alrededor de los tobillos. Traté asegurármelo contra las piernas. Un viento de Saskatchewan vino de pronto. Un golpe de viento que me golpeó de frente y se filtró entre los bordes de la seda, se coló debajo, abombando la tela aflojando incluso la faja, y de pronto el kimono estaba totalmente abierto. Lo supe sin mirar. El viento soplaba sobre mis pechos. Luego, tan rápidamente como había llegado, se fue y nos quedamos con la brisa suave.
Miré a Jesús. Él me estaba mirando. Y a mis pechos. Jesús estaba sentado en el patio mirándome los pechos.
¿Qué debía hacer? ¿Decir disculpe y esconderlos de nuevo en el kimono? ¿Hacer una broma? ¿Ir a mirar si el viento había volado algo más? ¿No decir nada? ¿Guardarlos lo más discretamente posible? ¿Qué se dice cuando viene un viento, te vuela el kimono y Él te ve los pechos?
Ahora, ya sé que hay maneras y maneras de mostrar los pechos. Algunas cosas sé. Leo libros. Y también aprendí mucho de mi prima Millie. Millie es la oveja negra. No se graduó porque abandonó los estudios para dedicarse a ser modelo de un artista en Winnipeg. También baila. De todos modos, Millie me contó algunas cosas acerca de mostrar el cuerpo. Me dijo, por ejemplo, que cuando un artista quiere dibujar a su modelo, la desnuda completamente y la coloca en distintas posiciones para pintarla desde distintos ángulos. O la cubre con telas, generalmente de satén. Cubre una parte del cuerpo con la tela y deja el resto expuesto. Lo hace de una manera estética arrugando el satén sobre el tobillo, por ejemplo. Nunca sobre los pechos. De modo que mi apariencia no debía ser agradable, ni estética ni eróticamente hablando, según el punto de vista de Millie. Mis pechos habían aparecido al abrirse el kimono. Y por alguna razón que no puedo explicar, ni siquiera hoy, no hice nada. Me quedé sentada ahí.
Jesús debe haberse dado cuenta de mi confusión. Me dijo –creo que sinceramente-, “Tiene hermosos pechos.”
“Gracias”, respondí. Y no sabía qué más decir, salvo preguntarle si quería más vino.
“Sí, gracias”, dijo, y fui a rellenar el vaso. Cuando volví estaba mirando la urraca que volaba entre las hierbas altas. Me senté y lo observé.
Entonces tuve una sensación muy, muy peculiar. Sabía que era solamente una ilusión, pero fue tan fuerte que me asustó. Es difícil de explicar porque nunca me había ocurrido nada parecido. La urraca comenzó a flotar en dirección a Jesús. La vi flotar hacia él como si alguna aspiradora la estuviera atrayendo. Y cuando llegó, se apoyó sobre su pecho que estaba desnudo porque el hábito se había deslizado hacia abajo. Picoteó sus pequeños pezones marrones, graznó y despareció. Pareció que desaparecía colándose por sus poros, metiéndose dentro de Él. Luego, lo mismo pasó con una roca. Una roca flotó hasta Jesús, se apoyó sobre su pecho y se disolvió en su piel. Era muy extraño, Jesús y yo sentados juntos con todo eso que estaba pasando. Me sentí un poco mareada, así que cerré los ojos.
Y vi a la mujer en el baño público de Tokyo. Había docenas de mujeres y niños. Algunos se apoyaban contra las paredes. Juntaban agua caliente en vasijas y se lavaban con ella con la ropa puesta, cambiaban el agua varias veces y se enjuagaban. Y luego la vi. La mujer sin pechos. Estaba acuclillada cerca de un grifo. Era la mujer más anciana que yo hubiera visto. Y la más flaca. Piel y huesos. Saludaba y sonreía a todos los que entraban. Tenía solamente tres dientes.  Cuando se agachó para llenar la vasija vi los pliegues de piel donde habían estado sus pechos. Al levantarse, los pliegues desaparecieron. En su lugar había dos pequeñas depresiones. Hasta los pezones habían desparecido en las cuevas de sus senos.
Abrí los ojos y miré a Jesús. Afortunadamente, todo había dejado de flotar.
“¿Alguna vez estuvo en Japón?” pregunté.
“Sí”, dijo. “Unas pocas veces.”
No le presté atención a la respuesta y comencé a contarle sobre Japón como si no lo conociera. No podía parar de hablar, especialmente sobre la anciana y sus pechos.
“Debería haberla visto”, dije. “No era simplemente plana, como algunas mujeres de Moose Jaw que conozco. Sus pechos eran cóncavos. Como si la piel estuviera aspirada allí. ¿Alguna vez vio pechos así?”
Los ojos de Jesús se estaban oscureciendo. Parecía haberse hundido en la reposera.
“Las mujeres japonesas tienen pechos más pequeños, generalmente”, dijo.
Pero no me había comprendido. No eran solamente sus pechos lo que me había sorprendido. Eran sus caderas, sus dientes, su cuello, sus tobilos, sus piernas. Todo. No solamente sus pechos. No dije nada durante un rato. Jesús tampoco hablaba.
Finalmente pregunté “Bueno, ¿qué piensa de los pechos así?”
Supe inmediatamente que había hecho la pregunta equivocada. Si querés respuestas específicas y personales, hacés preguntas específicas y personales. Es así de simple. Tendría que haberle preguntado, por ejemplo, qué pensaba de ellos desde un punto de vista sexual. Si fuera un amante, digamos, ¿le gustaría acariciar esos pechos?
O debería haberle pedido algún tipo de opinión estética. Si fuera un artista, un escultor, ¿usaría el mejor mármol de Florencia, y después noche y día en su estudio reproduciría esos pechos en una estatua?
O si era curador de un gran museo en París, ¿colocaría esos pequeños pliegues en un pedestal de plata en el centro del salón?
O si fuera un patrono de las artes ¿iría a una gran muestra y se pararía frente a esas pequeñas cuevas , tomando champagne y se volvería hacia su acompañante, la de los pantalones de seda negra, y le diría “Mira, querida. ¿Has visto esta maravillosa pieza? ¿Crees que el artista ha capturado la esencia de la forma femenina?”.
Estas eran algunas de las cosas que debería haber dicho si hubiese estado inspirada. Pero mi ingenio no me acompañaba ese día. Todo lo que dije, y no quería decirlo, me salió solo, fue “A mí no me gustan”.
Eché la cabeza hacia atrás y dejé que el viento me soplara en el cuello y los pechos. Soplaba fuerte otra vez. Sentí los pequeños granos de arena contra la piel
Jesús, amante de mi alma, déjame volar hacia tu seno.
Mientras fluye el agua, mientras la tempestad todavía no está cerca.
Cuando lo miré de nuevo sus ojos todavía estaban oscuros y su cuerpo había mermado considerablemente. Se parecía a Jimmy, aquella vez en Alberta. Jimmy era un vecino de Regina.  En su cumpleaños número veintisiete se había unido a un club de motociclismo, y se metió en muchos problemas. Terminó recluido en una cárcel de máxima seguridad. Un verano en un viaje de campamento al norte, paramos para visitarlo –Fred y los chicos y yo. No fue una buena visita, dicho sea de paso. Si vas a visitar presos, tenés que hacerlo con cierta regularidad. Ahora me doy cuenta de eso. Pero, de todos modos, fue entonces cuando sus ojos parecían oscuros como éstos. Pero a lo mejor era que había estado fumando. Jimmy Lebrun.
Finalmente Jesús contestó. Todo le tomaba mucho tiempo, incluso responder a preguntas simples.  Pero no estoy segura de qué fue lo que dijo porque sucedió algo tan extraño  que no pude oírlo. El viento me golpeó en la cara y empujó mi pelo hacia atrás. Mi kimono voló en todas direcciones y sacudí los brazos en el aire, como nadando. Y allí, delante de mis ojos estaba el techo de casa. Vi la basura que había dejado la tormenta de agosto. Y recuerdo que pensé que tenía decirle a Fred que limpiara. Había comenzado a dar vueltas alrededor de la casa y veía la cabeza de Jesús desde arriba. Pero no. Porque en realidad estaba sentada en la reposera a su lado y me miraba a mí misma por encima de su hombro. Pero no era yo, era la mujer vieja de Tokyo. Vi su cabello gris en el viento. El agua se le escurría desde el mentón. Estaba flotando en dirección a su pecho. Pero no era ella. Era yo. Pude saborear el jabón en la lengua y el viento en la espalda y vi los huecos en mis pechos. Estaba sonriendo y saludando y el viento soplaba en mis encías desdentadas. Y después rápidamente, muy velozmente, fui como una bandada de gorriones que se introduce en las ramas de los álamos y exploté en millones de pequeños pedazos y me metí en los infinitesimales hoyos de la piel de Jesús. Fui como la urraca y la roca, como si fuese átomos y moléculas o lo que fuera que era aquello en lo que me había convertido.
Después me sentí mareada. Tuve náuseas, allí sentada en mi reposera. Jesús también parecía enfermo. Y triste y solitario. Oh, Cristo, pensé ¿por qué estamos aquí sentados en un día tan hermoso derramándonos tristezas el uno al otro?
Tuve que levantarme y caminar. Fui hasta la cocina y preparé té.
Puse el agua a hervir ¿Qué era lo que me estaba pasando? ¿Por qué desperdiciaba esta mañana perfecta hablando de pechos? La única oportunidad de mi vida y la estaba desperdiciando. ¿Por qué no me controlaba mejor? ¿Por qué todo siempre se me escapaba de las manos? Pechos. ¿Y por qué mi nombre era Gloria? Un nombre tan pío para alguien a quien no se le ocurre nada mejor que hablar de pechos. ¿Por qué no me llamaba Lucille? ¿O Millie? No se puede hablar de pechos todo el día si te llamás Millie. Pero Gloria. Gloria. Glooooooria. Ya sé por qué tantas Glorias andan por los bares, hablando demasiado alto, riéndose de bromas estúpidas y asegurándose de que todos se dan cuenta de que se ríen de chistes verdes. Están tratando de abandonar su nombre, eso es todo. Saqué las tazas y serví el té.
Todo había vuelto a la normalidad cuando volví. Excepto que Jesús todavía parecía desolado. Le di el té y me senté a su lado.
Ay papá. Y Phillip Nicolai. Oh, Bernard de Clairvoux. O, Sagrada Cabeza Ahora Herida. Váyanse un rato y déjennos sentarnos juntos en silencio, en este pequeño sitio bajo el sol.
Lo miré a la cara. Parecía tan triste que le puse la mano en la muñeca. Me quedé ahí sentada mucho tiempo frotando los pequeños vellos de su muñeca con mis dedos. No podía evitarlo. Después de eso, él me puso el brazo en el hombro y su mano en el cuello y empezó a masajearme. Era muy agradable. Cuando algo excitante o inusual me sucede, lo siento primero en mi cuello. Se me pone duro y anudado. Después me da dolor de cabeza y a veces náuseas. Así que se sentía muy bien un masaje en el cuello. Casi podía percibir como se relajaban mis músculos y me sentía más descansada. Jesús también parecía sentirse mejor. Su cuerpo  era normal de nuevo. Sus ojos también.
Luego, repentinamente, empezó a reírse. Se rió muy fuerte. Todavía no sé de qué se reía. No había nada gracioso. Pero oírlo me hizo reír también a mí. No podía parar. Se reía con tanta fuerza que se derramó té sobre la chalina púrpura. Cuando vi eso me tenté más todavía. Nunca había pensado que Jesús pudiera derramarse el té. Y cuando Jesús vio mis carcajadas, mis pechos bamboleándose, se rió todavía más, hasta que le saltaron lágrimas de los ojos.
Después de eso nos quedamos sentados allí. No sé cuánto tiempo. Sé que vimos a la urraca extender sus alas negras hacia las rocas. Miramos los álamos moverse en el  viento  y luego él tenía que irse.
“Adiós, Gloria Olson”, dijo levantándose de la silla. “Gracias por la hospitalidad.”
Me besó en la boca y me dio un golpecito en el pezón con su dedo. Y se fue. Bajó los escalones. Descendió la colina. Me quedé mirándolo. Miré hasta que se perdió de vista. Hasta que fue solamente un punto en el horizonte lejano.
Descolgué la ropa y la llevé adentro. Guardé mis pechos en el kimono y lo até con la faja.
Eso fue lo que me sucedió en Moose Jaw en 1972. Fue el suceso más importante de ese año.

De Gloria Sawai
A Song for Nettie Johnson
Regina: Coteau Books, 2002. 308.