(Traducción del original de Gloria Sawai, inédito en español)
Cuando te pasa algo extraordinario siempre recordás con una
claridad antinatural todos los detalles que había alrededor. Te acordás de formas
y sonidos que no estaban relacionados directamente con el suceso pero pululaban
en la periferia. Te puede pasar cuando leés un libro sorprendente por primera
vez, uno que te desubica y te lleva a pensar en profundidad. Te acordás dónde lo
leíste, en qué habitación, y quién estaba cerca.
Todavía recuerdo, por ejemplo cuando leí “Cautivo del deseo”
de Somerset Maugham. Estaba en la
cucheta de arriba, en el dormitorio de la escuela, envuelta en una colcha azul.
En ese momento vivía en la escuela por deseo de mi padre. Era un hombre muy
religioso y quería que yo tuviese una educación espiritual. Que escuchara la
Palabra y conociera al Señor, había dicho. Así fue que me mandó a la Academia
Luterana San Juan en Regina durante dos años. Tenía confianza, supongo, que allí
escucharía la Palabra. En todo caso, puedo escuchar todavía a la señora
Sverdrup, nuestra casera, golpeando la puerta a medianoche y suspirando con su
acento noruego: “Ahora, Gloria, ya pasan de las doce en punto. Es hora de apagar
la luz. Ahora mismo”. Lo que es interesante es que no me acuerdo nada del libro.
Pero debe haberme conmovido profundamente cuando tenía dieciséis años, hace ya
bastante tiempo.
De modo que pueden imaginarse lo perfectamente que recuerdo
el día en que Jesús de Nazaret, en persona, escaló la colina detrás de nuestro
patio y llegó hasta donde yo estaba sentada en una reposera. Y cómo se quedó un
rato conmigo. Entenderán perfectamente lo claros que están todos los detalles
en mi memoria.
El suceso ocurrió una mañana de lunes, el 11 de septiembre
de 1972, en la ciudad de Moose Jaw, en Sasktchewan. Estas fechas son por sí mismos más especiales
de lo que pueden parecer a primera vista. Septiembre es mi mes favorito, el
lunes es mi día favorito y la mañana mi hora favorita. Y, a pesar de que Moose
Jaw puede no ser el lugar más magnífico del mundo, aun así, si estás allí una
mañana de lunes en septiembre, el sitio tiene su belleza.
No es difícil comprender por qué estos días y horarios son
mis favoritos. Tengo esposo y cinco hijos. Las cosas se ponen frenéticas,
especialmente durante los fines de semana y las vacaciones. Niños corriendo
alrededor de la casa, comiendo, discutiendo, preguntándome cada hora qué pueden
hacer en Moose Jaw. Y la televisión. Los programas son siempre los mismos,
solamente cambian los nombres. “Los
jinetes valientes”, “Los bomberos azules”, lo que sea. Así que cuando las
clases comienzan en septiembre, tomo por fin el sol de la libertad,
especialmente los lunes. Sin peleas, sin televisión. Sólo la mañana, clara y
hermosa. Un nuevo día. Un nuevo comienzo.
La mañana del 11 de septiembre, me levanté a las 7, como de
costumbre, cociné avena para los chicos y salchichas para Fred y luego los
acompañé afuera y me tomé una segunda taza de café en paz. Decidí afrontar el
planchado de la semana. No me había vestido todavía y tenía puesto mi kimono
rosado, el que compré hace años en mi viaje a Japón, mi único verdadero viaje,
un tour de trescientos dólares por Tokyo y otras ciudades. Ahorré para ello trabajando
como bibliotecaria en Regina. Y estoy contenta de haberlo hecho. Desde entonces
casi no salí de Saskatchewan. Una vez fui a Winnipeg y otra al lago en Montana,
a visitar a mi hermana.
Puse la tabla de planchar y saqué de una canasta la ropa
arrugada. La primera camisa tenía mucho olor a humedad, la segunda estaba
cubierta de pequeñas manchas de moho y la tercera también. Fred enseña ciencias
en Moose Jaw. Usa muchas camisas. Decidí
enjuagar toda la ropa y tenderla al sol y así lo hice. Mientras se secaba, me
senté afuera para aprovechar el día claro y soleado.
Si conocen Moose Jaw, sabrán sobre la nueva subdivisión en
el sudeste llamada Hillhurst. Ahí es donde vivimos, justo en el borde de la
ciudad. En realidad, nuestro fondo da al descampado y se puede ver la llanura
detrás hasta donde alcanza la vista que, cuando se acerca a nuestro terreno,
forma una pequeña colina. A la derecha hay un grupo de álamos y las hierbas han
crecido altas entre las rocas. Aparte de esto todo es plano, solamente tierra y
cielo. Cuando el sale el sol, las hierbas y las rocas se visten con un brillo
anaranjado que me encanta.
Desenchufé la plancha y volví a la cocina. Pensé en llevarme
una taza de café o un vaso de jugo de naranja. Para alcanzar el jugo, en la
parte de atrás de la heladera, mi mano rozó una botella de vino Calona. Esa era
una idea mejor. Un vinito en la mañana del lunes, un pequeño relax después de
un fin de semana ruidoso. Tomé la botella y me serví, anticipando un día más
que agradable.
En el patio, acomodé una reposera en el sol y me senté.
Sorbí mi vino. La belleza y la tranquilidad flotaban hacia mí en la mañana del
lunes 11 de septiembre a eso de las 9 y 40.
Al principio era solamente un bulto en el horizonte. Luego
era un topo que se aproximaba. Después parecía una animal más grande, un perro
quizás, que se movía por la pradera. Ya más cerca se transformó en una persona.
Sin duda. Una mujer quizás, todavía con su bata. Pero llegando a las rocas, a
través de las hierbas, cerca de la colina, ya lo veía claramente. Y supe quién
era. Lo supe como sabía que el sol brillaba.
La razón por la que lo supe es que era exactamente como lo
había visto en cinco mil cuadros y pinturas, en los libros y en los folletos de
los domingos. Si hubo alguna vez una persona de la que yo hubiera oído hablar una
y otra vez, miles de veces, era esta. Hasta en la primaria, con esas preguntas
terribles: ¿amas al Señor? ¿serás salvada por la gracia y sólo por la fe?
¿estás esperando el glorioso día del segundo advenimiento? ¿estarás lista para
el Gran Día? Cuando era niña, a veces me escondía debajo de la cama
preguntándome si realmente me salvaría por la gracia y por la fe o, sin darme
cuenta, estaba probando otro método, como los católicos, que creían que se
salvarían por las buenas obras y sin embargo irían directamente al infierno.
Excepto algunos, que sabían en sus corazones qué era realmente la gracia, pero
no querían dejar la iglesia católica por sus parientes. ¿Entonces era esto?
¿Sonaría la trompeta esta noche y el cielo se dividiría en dos? ¿Descendería el
Gran Señor y Rey, alfa y omega, sosteniendo los siete candeleros, desde el
cielo con un grito poderoso? ¿Y yo estaba lista? El reverendo Hanson, desde su
púlpito en Swift Current, Saskatchewan, rugía en mis oídos y chocaba contra mis
tímpanos.
Y ahí estaba. Viniendo. Subiendo la colina hacia mi patio, con
su hábito volando por el viento. Venía. Y yo no estaba lista. Con toda esa ropa
tirada por el living. Y vestida con esta cosa vieja, hecha en Japón, y tomando
vino en la mitad de la mañana.
Ya había llegado, subía por los escalones que daban al
patio. Los dedos de Jesús se curvaban sobre mi pasamanos. Estaba ascendiendo.
Se dirigía hacia mí.
Se paró en los escalones y me miró. Yo lo miré. Se lo veía
tal cual en las ilustraciones, con un hábito blanco, una chalina púrpura, pelo
rubio y piel clara. ¿Cómo es que todos ilustradores de los periódicos escolares
lo habían reproducido tan exactamente?
Se paró en el último escalón. Yo permanecí sentada,
sosteniendo mi vaso. ¿Qué se le dice a Jesús cuando viene? ¿Cómo hay que
recibirlo? ¿Lo llamás Jesús? Supuse que ese era su nombre de pila. ¿O Cristo?
Me acordé de la mujer que vivía en adulterio que lo llamó Señor. Podría
llamarlo así. O podría fingir que no lo reconocía. A lo mejor, por alguna
razón, él no quería que lo reconocieran.
“Buenos días”, dijo. “Mi nombre es Jesús.”
“¿Cómo está”, le dije. “Mi nombre es Gloria Olson.”
Mi nombre es Gloria Olson. Eso fue lo que dije, como si él
no lo supiera.
Él sonrió. Me levanté y le abrí otra reposera. “Qué hermosa
vista que hay aquí”, dijo, sentándose en la reposera y apoyando su pie con
sandalia sobre el borde.
“Gracias” le contesté. “Nos gusta mucho.”
Hermosa vista. Esas fueron sus palabras. Todos los que
vienen a nuestra casa y van al patio de atrás dicen eso. Todos.
“No esperaba visita hoy.” Me cerré con cuidado el kimono y
agarré el vaso del piso donde lo había dejado.
“Pasé mientras me dirigía a Winnipeg. Pensé en venir un
rato.”
“He oído mucho de usted”, le dije. “Se parece mucho a sus
cuadros.” Me llevé el vaso a los labios y me di cuenta que sus manos estaban
vacías. Debería ofrecerle algo. ¿Té? ¿Leche? ¿Cómo le pregunto qué quiere
tomar? ¿Qué palabras debería usar?
“¿Le gustaría tomar algo?”, le dije finalmente. Miró el vaso
en mi mano. “Puedo hacer té”, agregué.
“Gracias”, dijo. “¿Qué está bebiendo?”
“Bueno, es que los lunes trato de relajarme un poquito
después del fin de semana con la familia en casa. Tengo cinco chicos, ya sabe.
Así que a veces después del desayuno tomo un poco de vino.”
“Un vaso de vino estaría bien”, dijo.
Por suerte encontré una copa limpia en el armario. Me apoyé
en la mesada mientras servía el vino. Y luego, como un relámpago, me di cuenta
de mi situación. Oh, Juan Sebastian Bach. Gloria. Honor. Sabiduría. Poder. George
Handel. Rey de reyes y Señor de señores. Está en mi patio. Hoy está sentado en
mi patio. Le puedo hacer cualquier pregunta, cualquiera, y él sabe la
respuesta. Aleluya. Aleluya.
Abrí la puerta de la heladera para guardar la botella. Y vi
a mi padre. Era la mañana de año nuevo. Mi padre estaba sentado a la mesa de la
cocina. Mi madre había tapado el pavo para dejarlo marinando en el horno. Oí el
sonido de la tapa contra la asadera. Se sentó enfrente de papá. Sigrid y Freda
estaban en un lado de la mesa, y Raymond y yo en la otra. Teníamos libros de
himnos, libros negros y pequeños abiertos en la página uno. Afuera estaba
oscuro. En la mañana de año nuevo nos levantábamos antes del amanecer. Papá nos
miraba con el mentón levantado. Quería decir, quédate quieto y siéntante
derecho. Raymond se sentó derecho y duro como un soldado, esperando que papá se
diera cuenta qué bien se había sentado. Empezamos a cantar. Página uno. Himno
para el año nuevo. Philipp Nicolai. 1599. No necesitábamos los libros. Habíamos
cantado este himno todos los años desde que habíamos nacido. Papá siempre era
el que cantaba más fuerte.
Al filo de los gallos,
viene la aurora;
los temores se alejan
como las sombras.
¡Dios, Padre nuestro,
en tu nombre dormimos
y amanecemos!
Como luz nos visitas,
Rey de los hombres,
como amor que vigila
siempre de noche;
cuando el que duerme,
bajo el signo del sueño,
prueba la muerte.
Del sueño del pecado
nos resucitas,
y es señal de tu gracia
la luz amiga.
¡Dios que nos velas!
Tú nos sacas por gracia
de las tinieblas.
Gloria al Padre, y al Hijo,
gloria al Espíritu,
al que es paz, luz y vida,
al Uno y Trino;
gloria a su nombre
y al misterio divino que nos lo esconde.
En realidad no me importaría seguir cantando himnos en año
nuevo, siempre y cuando estuviese segura que nadie se iba a enterar. Me daría
algo de vergüenza si algunos de mis amigos supieran cómo pasábamos el año
nuevo. A cierta edad es fácil avergonzarse de la familia. Me acuerdo de Alice
Johnson, qué avergonzada estaba de su padre, Elmer Johnson. Era alcohólico y no
podía controlar sus deseos de orinar. Su madre siempre tenía que estar limpiando
lo que él ensuciaba. Aun así en la casa había olor. Yo sabía que Alice se
avergonzaba cuando veía a Elmer con mirada de loco y manchas de orín en los
pantalones. No sé qué es más difícil para un niño, tener un padre que se
emborracha o uno que es sobrio, pero canta himnos de año nuevo.
Le llevé el vino a Jesús. Me senté, sosteniendo mi propio
vaso sobre el dobladillo de mi kimono. Jesús estaba mirando hacia la pradera.
Parecía notar cada cosa que había allí. Obviamente no tenía apuro, pero tampoco
tenía mucho para decir. Pensé en qué tema podría tocar.
“Supongo que estará más acostumbrado al mar que a la pradera.”
“Sí”, respondió. “Pasé la mayor parte de mi vida cerca del
agua. Pero también me gusta la llanura. Hay algo hermoso en la pradera” Volvió
la cabeza hacia el viento, que soplaba con más fuerza, y venía del este.
Hermoso, de nuevo. Si alguna vez hubiera usado esa palabra
para describir la pradera, en una tarea del colegio de San Juan, por ejemplo,
me la habrían devuelto con tres círculos rojos alrededor. Por lo menos tres.
Alcé mi copa hacia el viento. Bien por el viejo San Juan. Bien por el viejo
Pastor Solberg, que se paraba en frente del altar de madera, sosteniendo su góspel
en la mano.
En el comienzo fue la Palabra
Y la Palabra fue con Dios
Y la Palabra fue Dios
Todas las cosas fueron hechas por Él
Y sin Él nada de lo hecho, estaría hecho.
Yo me sentaba en el banco con Paul Thorson. Compartíamos el
libro de himnos. Nuestros pulgares se tocaban en el medio del libro. Era
invierno. La capilla estaba fría, estaba construida en un galpón abandonado de
la Segunda Guerra. Nos poníamos tapados y nos sentábamos muy juntos. Paul jugaba
con su pulgar, empujando el mío hacia un lado y después hacia el otro. El
viento aullaba afuera. Veíamos nuestro aliento cuando cantábamos el himno.
En tus brazos descanso,
El enemigo no podrá molestarme
Aquí no puede alcanzarme.
Aunque el cielo se sacuda,
Aunque los corazones se aceleren,
Jesús calma mi temor,
Los relámpagos pueden estallar
Y el trueno puede atronar
Y el pecado puede acosar
Jesús no me fallará…
Y aquí estaba. Alfa y Omega. La Palabra. Sentado en mi
reposera y diciéndome que la pradera era hermosa. ¿Qué podía responderle?
“A mí también me gusta”, le dije.
Jesús miraba una urraca que volaba alrededor de los álamos.
Era muy bello, la verdad. Pero no era como mi padre. Mi padre era perfecto.
Como la gente perfecta muy, muy ocupada. Sin embargo no estaba tan ocupado como
Elsie. Elsie era la más ocupada. Nunca podías visitarla sin que tuviera que
hacer alguna otra cosa al mismo tiempo. Lavar las hojas de las plantas con
leche, por ejemplo. O doblar las medias
en el sótano mientras yo me sentaba en un banco al lado del lavarropas. No me habría
importado sentarme en el sótano si ese hubiera sido el único lugar que ella
tenía. Pero en realidad disponía de un living lleno de sillones comodísimos,
donde nadie se sentaba. Ahora Cristo no tenía aparentemente nada que hacer en
absoluto.
Se había levantado viento. Le hinchaba y sacudía el hábito
alrededor de las piernas. Dejé mi vaso en el suelo y me sujeté el kimono en las
rodillas. Se me volaba alrededor de los tobillos. Traté asegurármelo contra las
piernas. Un viento de Saskatchewan vino de pronto. Un golpe de viento que me
golpeó de frente y se filtró entre los bordes de la seda, se coló debajo,
abombando la tela aflojando incluso la faja, y de pronto el kimono estaba
totalmente abierto. Lo supe sin mirar. El viento soplaba sobre mis pechos.
Luego, tan rápidamente como había llegado, se fue y nos quedamos con la brisa
suave.
Miré a Jesús. Él me estaba mirando. Y a mis pechos. Jesús
estaba sentado en el patio mirándome los pechos.
¿Qué debía hacer? ¿Decir disculpe y esconderlos de nuevo en
el kimono? ¿Hacer una broma? ¿Ir a mirar si el viento había volado algo más?
¿No decir nada? ¿Guardarlos lo más discretamente posible? ¿Qué se dice cuando
viene un viento, te vuela el kimono y Él te ve los pechos?
Ahora, ya sé que hay maneras y maneras de mostrar los
pechos. Algunas cosas sé. Leo libros. Y también aprendí mucho de mi prima Millie.
Millie es la oveja negra. No se graduó porque abandonó los estudios para
dedicarse a ser modelo de un artista en Winnipeg. También baila. De todos
modos, Millie me contó algunas cosas acerca de mostrar el cuerpo. Me dijo, por
ejemplo, que cuando un artista quiere dibujar a su modelo, la desnuda
completamente y la coloca en distintas posiciones para pintarla desde distintos
ángulos. O la cubre con telas, generalmente de satén. Cubre una parte del
cuerpo con la tela y deja el resto expuesto. Lo hace de una manera estética
arrugando el satén sobre el tobillo, por ejemplo. Nunca sobre los pechos. De modo
que mi apariencia no debía ser agradable, ni estética ni eróticamente hablando,
según el punto de vista de Millie. Mis pechos habían aparecido al abrirse el
kimono. Y por alguna razón que no puedo explicar, ni siquiera hoy, no hice
nada. Me quedé sentada ahí.
Jesús debe haberse dado cuenta de mi confusión. Me dijo –creo
que sinceramente-, “Tiene hermosos pechos.”
“Gracias”, respondí. Y no sabía qué más decir, salvo
preguntarle si quería más vino.
“Sí, gracias”, dijo, y fui a rellenar el vaso. Cuando volví
estaba mirando la urraca que volaba entre las hierbas altas. Me senté y lo
observé.
Entonces tuve una sensación muy, muy peculiar. Sabía que era
solamente una ilusión, pero fue tan fuerte que me asustó. Es difícil de
explicar porque nunca me había ocurrido nada parecido. La urraca comenzó a flotar
en dirección a Jesús. La vi flotar hacia él como si alguna aspiradora la
estuviera atrayendo. Y cuando llegó, se apoyó sobre su pecho que estaba desnudo
porque el hábito se había deslizado hacia abajo. Picoteó sus pequeños pezones
marrones, graznó y despareció. Pareció que desaparecía colándose por sus poros,
metiéndose dentro de Él. Luego, lo mismo pasó con una roca. Una roca flotó
hasta Jesús, se apoyó sobre su pecho y se disolvió en su piel. Era muy extraño,
Jesús y yo sentados juntos con todo eso que estaba pasando. Me sentí un poco
mareada, así que cerré los ojos.
Y vi a la mujer en el baño público de Tokyo. Había docenas
de mujeres y niños. Algunos se apoyaban contra las paredes. Juntaban agua
caliente en vasijas y se lavaban con ella con la ropa puesta, cambiaban el agua
varias veces y se enjuagaban. Y luego la vi. La mujer sin pechos. Estaba
acuclillada cerca de un grifo. Era la mujer más anciana que yo hubiera visto. Y
la más flaca. Piel y huesos. Saludaba y sonreía a todos los que entraban. Tenía
solamente tres dientes. Cuando se agachó
para llenar la vasija vi los pliegues de piel donde habían estado sus pechos.
Al levantarse, los pliegues desaparecieron. En su lugar había dos pequeñas
depresiones. Hasta los pezones habían desparecido en las cuevas de sus senos.
Abrí los ojos y miré a Jesús. Afortunadamente, todo había
dejado de flotar.
“¿Alguna vez estuvo en Japón?” pregunté.
“Sí”, dijo. “Unas pocas veces.”
No le presté atención a la respuesta y comencé a contarle
sobre Japón como si no lo conociera. No podía parar de hablar, especialmente
sobre la anciana y sus pechos.
“Debería haberla visto”, dije. “No era simplemente plana,
como algunas mujeres de Moose Jaw que conozco. Sus pechos eran cóncavos. Como
si la piel estuviera aspirada allí. ¿Alguna vez vio pechos así?”
Los ojos de Jesús se estaban oscureciendo. Parecía haberse
hundido en la reposera.
“Las mujeres japonesas tienen pechos más pequeños,
generalmente”, dijo.
Pero no me había comprendido. No eran solamente sus pechos
lo que me había sorprendido. Eran sus caderas, sus dientes, su cuello, sus
tobilos, sus piernas. Todo. No solamente sus pechos. No dije nada durante un
rato. Jesús tampoco hablaba.
Finalmente pregunté “Bueno, ¿qué piensa de los pechos así?”
Supe inmediatamente que había hecho la pregunta equivocada. Si
querés respuestas específicas y personales, hacés preguntas específicas y
personales. Es así de simple. Tendría que haberle preguntado, por ejemplo, qué
pensaba de ellos desde un punto de vista sexual. Si fuera un amante, digamos, ¿le
gustaría acariciar esos pechos?
O debería haberle pedido algún tipo de opinión estética. Si
fuera un artista, un escultor, ¿usaría el mejor mármol de Florencia, y después
noche y día en su estudio reproduciría esos pechos en una estatua?
O si era curador de un gran museo en París, ¿colocaría esos
pequeños pliegues en un pedestal de plata en el centro del salón?
O si fuera un patrono de las artes ¿iría a una gran muestra
y se pararía frente a esas pequeñas cuevas , tomando champagne y se volvería
hacia su acompañante, la de los pantalones de seda negra, y le diría “Mira,
querida. ¿Has visto esta maravillosa pieza? ¿Crees que el artista ha capturado
la esencia de la forma femenina?”.
Estas eran algunas de las cosas que debería haber dicho si
hubiese estado inspirada. Pero mi ingenio no me acompañaba ese día. Todo lo que
dije, y no quería decirlo, me salió solo, fue “A mí no me gustan”.
Eché la cabeza hacia atrás y dejé que el viento me soplara
en el cuello y los pechos. Soplaba fuerte otra vez. Sentí los pequeños granos
de arena contra la piel
Jesús, amante de mi alma, déjame volar hacia tu seno.
Mientras fluye el agua, mientras la tempestad todavía no
está cerca.
Cuando lo miré de nuevo sus ojos todavía estaban oscuros y
su cuerpo había mermado considerablemente. Se parecía a Jimmy, aquella vez en
Alberta. Jimmy era un vecino de Regina. En su cumpleaños número veintisiete se había
unido a un club de motociclismo, y se metió en muchos problemas. Terminó
recluido en una cárcel de máxima seguridad. Un verano en un viaje de campamento
al norte, paramos para visitarlo –Fred y los chicos y yo. No fue una buena
visita, dicho sea de paso. Si vas a visitar presos, tenés que hacerlo con
cierta regularidad. Ahora me doy cuenta de eso. Pero, de todos modos, fue
entonces cuando sus ojos parecían oscuros como éstos. Pero a lo mejor era que
había estado fumando. Jimmy Lebrun.
Finalmente Jesús contestó. Todo le tomaba mucho tiempo,
incluso responder a preguntas simples.
Pero no estoy segura de qué fue lo que dijo porque sucedió algo tan
extraño que no pude oírlo. El viento me
golpeó en la cara y empujó mi pelo hacia atrás. Mi kimono voló en todas
direcciones y sacudí los brazos en el aire, como nadando. Y allí, delante de
mis ojos estaba el techo de casa. Vi la basura que había dejado la tormenta de
agosto. Y recuerdo que pensé que tenía decirle a Fred que limpiara. Había
comenzado a dar vueltas alrededor de la casa y veía la cabeza de Jesús desde
arriba. Pero no. Porque en realidad estaba sentada en la reposera a su lado y
me miraba a mí misma por encima de su hombro. Pero no era yo, era la mujer vieja
de Tokyo. Vi su cabello gris en el viento. El agua se le escurría desde el
mentón. Estaba flotando en dirección a su pecho. Pero no era ella. Era yo. Pude
saborear el jabón en la lengua y el viento en la espalda y vi los huecos en mis
pechos. Estaba sonriendo y saludando y el viento soplaba en mis encías
desdentadas. Y después rápidamente, muy velozmente, fui como una bandada de gorriones
que se introduce en las ramas de los álamos y exploté en millones de pequeños
pedazos y me metí en los infinitesimales hoyos de la piel de Jesús. Fui como la
urraca y la roca, como si fuese átomos y moléculas o lo que fuera que era
aquello en lo que me había convertido.
Después me sentí mareada. Tuve náuseas, allí sentada en mi
reposera. Jesús también parecía enfermo. Y triste y solitario. Oh, Cristo,
pensé ¿por qué estamos aquí sentados en un día tan hermoso derramándonos
tristezas el uno al otro?
Tuve que levantarme y caminar. Fui hasta la cocina y preparé
té.
Puse el agua a hervir ¿Qué era lo que me estaba pasando?
¿Por qué desperdiciaba esta mañana perfecta hablando de pechos? La única
oportunidad de mi vida y la estaba desperdiciando. ¿Por qué no me controlaba
mejor? ¿Por qué todo siempre se me escapaba de las manos? Pechos. ¿Y por qué mi
nombre era Gloria? Un nombre tan pío para alguien a quien no se le ocurre nada
mejor que hablar de pechos. ¿Por qué no me llamaba Lucille? ¿O Millie? No se
puede hablar de pechos todo el día si te llamás Millie. Pero Gloria. Gloria.
Glooooooria. Ya sé por qué tantas Glorias andan por los bares, hablando
demasiado alto, riéndose de bromas estúpidas y asegurándose de que todos se dan
cuenta de que se ríen de chistes verdes. Están tratando de abandonar su nombre,
eso es todo. Saqué las tazas y serví el té.
Todo había vuelto a la normalidad cuando volví. Excepto que
Jesús todavía parecía desolado. Le di el té y me senté a su lado.
Ay papá. Y Phillip Nicolai. Oh, Bernard de Clairvoux. O,
Sagrada Cabeza Ahora Herida. Váyanse un rato y déjennos sentarnos juntos en
silencio, en este pequeño sitio bajo el sol.
Lo miré a la cara. Parecía tan triste que le puse la mano en
la muñeca. Me quedé ahí sentada mucho tiempo frotando los pequeños vellos de su
muñeca con mis dedos. No podía evitarlo. Después de eso, él me puso el brazo en
el hombro y su mano en el cuello y empezó a masajearme. Era muy agradable.
Cuando algo excitante o inusual me sucede, lo siento primero en mi cuello. Se
me pone duro y anudado. Después me da dolor de cabeza y a veces náuseas. Así
que se sentía muy bien un masaje en el cuello. Casi podía percibir como se relajaban
mis músculos y me sentía más descansada. Jesús también parecía sentirse mejor.
Su cuerpo era normal de nuevo. Sus ojos
también.
Luego, repentinamente, empezó a reírse. Se rió muy fuerte.
Todavía no sé de qué se reía. No había nada gracioso. Pero oírlo me hizo reír
también a mí. No podía parar. Se reía con tanta fuerza que se derramó té sobre
la chalina púrpura. Cuando vi eso me tenté más todavía. Nunca había pensado que
Jesús pudiera derramarse el té. Y cuando Jesús vio mis carcajadas, mis pechos
bamboleándose, se rió todavía más, hasta que le saltaron lágrimas de los ojos.
Después de eso nos quedamos sentados allí. No sé cuánto
tiempo. Sé que vimos a la urraca extender sus alas negras hacia las rocas.
Miramos los álamos moverse en el viento y luego él tenía que irse.
“Adiós, Gloria Olson”, dijo levantándose de la silla. “Gracias
por la hospitalidad.”
Me besó en la boca y me dio un golpecito en el pezón con su
dedo. Y se fue. Bajó los escalones. Descendió la colina. Me quedé mirándolo.
Miré hasta que se perdió de vista. Hasta que fue solamente un punto en el
horizonte lejano.
Descolgué la ropa y la llevé adentro. Guardé mis pechos en
el kimono y lo até con la faja.
Eso fue lo que me sucedió en Moose Jaw en 1972.
Fue el suceso más importante de ese año.
De Gloria Sawai
A Song for Nettie JohnsonRegina: Coteau Books, 2002. 308.
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