El sol entra por la ventana que da a la
calle Nicasio Oroño y rebota contra la
mesa de madera destartalada, pintada de turquesa. Mi prima Claudia es de
Paternal y quiso que nos encontráramos en el Café de los Patriotas. Las paredes
están casi completamente cubiertas de pequeñas imágenes. Desde acá distingo a
Bolívar, al Che, a Güemes, a Tosco y a Néstor.
—No es una historia alegre, ¿sabés? —me
advierte Claudia apuntándome con el dedo índice. Lleva el pelo casi blanco,
corto y bien peinado. Los más de setenta años no le quitaron ni un poco de
vivacidad ni le cascaron la voz que es grave y cadenciosa.
Miranda, una de las dueñas, se acerca y
nos saluda. Nos sirve dos cafés grandes con olor a canela.
—Empecemos por el principio. Vos sabés
que yo iba a un taller literario con L.
Asiento con la cabeza. Claro que sé, yo
también hice taller con él. Un tipo alto, joven, seductor, desbordante de
halagos, hiperactivo y chanta. Uno de estos escritores de sexo masculino con
los que hacés negocio si los comprás por lo que valen y los vendés por lo que
creen que valen.
—Él me convenció de que la novela era
buena. Buenísima, dijo. Me pidió que le llevara una copia porque me la iban a
editar en la Biblioteca Nacional. Me explicó que lo hacían como parte de la
actividad de los talleres que dan ahí. Yo fui a varios de esos talleres y
después seguí en uno privado con L. Pero pasaba el tiempo y nada. Seis meses,
un año, nada.
Que hay relaciones entre los talleres
literarios dirigidos por escritores medianamente conocidos y las editoriales
chicas de Buenos Aires es verdad. Que consigue publicar uno de cada cien
alumnos, también. Que algunos de estos escritores usan eso para enganchar a sus
alumnos en un taller en el que quizás ya no estén aprendiendo nada... No lo sé,
pero lo veo muy posible.
—Es una estupidez, pero me había
ilusionado, ¿me entendés? A mi edad la idea de dejar algo escrito es muy
poderosa. A cualquier edad, pero más a la mía. Entonces yo, dale insistir y él
me inventaba excusas: Ahora no hay plata, pero les interesa; la voy a llevar a
esta editorial o a aquella otra. Y yo seguía enganchada.
Claudia me mira fijamente y sacude la
cabeza como si quisiera espantar el recuerdo de lo que me está contando como a
un moscardón.
Los rechazos son los ladrillos con que
se arma una carrera literaria. Según la página web https://lithub.com/ el libro más rechazado
de la historia es la novela Irish Wine, del estadounidense Dick
Wimmer: se la rebotaron ciento sesenta y dos veces. Se publicó por fin en 1989,
más de veinticinco años después de que Wimmer comenzara su búsqueda de editor.
Superó así los veintidós años que pasó
Gertrude Stein hasta que encontró alguien que quisiera publicar sus poemas.
Arthur C. Fifield, dueño de la editorial inglesa que llevaba su nombre, le
escribió una misiva de rechazo el 19 de abril de 1912, un año antes de que ella
escribiera su verso más famoso, el que dice: “Rosa es una rosa es una rosa es
una rosa”. En la carta escribió: “Solo soy uno, solo uno, uno solo. Solo un
ser, uno al mismo tiempo. Ni dos, ni tres, sino uno solo. Una sola vida que
vivir, solo sesenta minutos en una hora. Un solo par de ojos, un solo cerebro.
Solo un solo ser. Siendo uno solo, teniendo solo un par de ojos, un solo
tiempo, una sola vida, no puedo leer su manuscrito tres o cuatro veces. Ni siquiera
una. Un solo vistazo es suficiente, solo uno. A duras penas se vendería un solo
ejemplar. Uno solo. Muchas gracias. Le devuelvo el manuscrito por correo
certificado. Un solo manuscrito en un solo correo”.
—Yo sabía con qué editoriales trabajaba
L. porque él las nombraba. Así que cuando, después de tres años, por fin me
harté de esperar y dejé el taller, decidí llamarlas para llevarles la novela.
No tenía mucha esperanza, pero quería decirme a mí misma que había hecho todo
lo que había podido. Resulta que una de las editoriales me contestó, me dijeron
que les interesaba. Que la iban a mandar a corrección de estilo y me pasaron el
mail de la correctora.
—Te habrás entusiasmado...
—¡Imaginate! Estaba eufórica. Pero
enseguida me enteré de que la corrección la tenía que pagar yo.
Claudia pide otro café y le pregunto cuánto hace que escribe.
—Siempre leí, escribía cositas y las
rompía. Hace unos diez años que empecé a hacer talleres. Me gusta mucho escribir,
pero tengo este problema: no me banco que sea solamente para mí, que nadie me
lea.
En Buenos Aires escribe mucha gente y
los que leen son pocos para absorber semejante producción. Cuando se lanzó la
Licenciatura en Artes de la Escritura en la Universidad Nacional de las Artes,
en 2016, se inscribieron mil ochocientas personas. Todos ellos creían que les
interesaba la escritura lo suficiente como para cursar una carrera de cinco o
seis años con una perspectiva de empleo más que dudosa. Tanto es así que su
director, Roque Larraquy declaraba: "Esta carrera no tiene salida
laboral".
Me encuentro con M., que estudia esta
licenciatura y trabaja en una editorial chiquita propiedad de su padre, quien
además posee librerías en zona norte. Tiene una sonrisa muy dulce y una voz
súper amable y por eso casi no le creo cuando me cuenta:
—Yo escribo los mails de rechazo, me
ocupo de ese trabajo.
—¿En serio? Debe ser horrible —me quedo pensando en que
yo no podría hacerlo. Que siempre encontraría la manera de arreglar el escrito
para publicarlo. Me doy cuenta de que como editora sería un fracaso.
—No creas, lo hago medio en automático.
—¿Cómo son los mails?, ¿qué dicen?
—Este año son todos iguales. Ponen que
agradecemos que nos hayan mandado el texto, pero que en este momento no estamos
leyendo nada. Y es verdad.
—¿Antes sí leían?
—Sí, pasamos de editar veintidós libros
en un año a dos.
—¿Y alguna vez ganaron algo de plata con
la editorial?
—Nunca, es puro amor al arte. Dicen que
cuando tenés sesenta títulos editados llegás a cero. Así dicen, pero nosotros
todavía no pudimos comprobarlo.
Según los datos de la Cámara Argentina
del libro http://www.camaradellibro.com.ar/index.php/panorama-editorial/estadistica
en 2018 se editaron casi 23.000 volúmenes, de los cuales el 27% son obras
literarias, alrededor de 6.200. Solamente 2.500 de ellos fueron producidos por
editoriales, 3.200 fueron costeados por los mismos autores y el resto, 500,
fueron editados por entidades públicas, universidades o fundaciones. Además, el
mercado está en crisis y se achica cada día. La Cámara informa una caída del
23% respecto a 2017 y del 30% respecto de 2016. Esto implica que la cantidad de ejemplares
cada 10.000 habitantes pasó de 6.300 en 2016 a 4.400 en 2018.
—La correctora, S., cobraba por horas —me
explica Claudia— y quiso que cambiara cinco de los capítulos y el final.
Estuvimos un año trabajando y la novela terminó totalmente transformada,
sinceramente creo que empeoró mucho. Pero, de todos modos, habíamos terminado y
yo creía que por fin me la iban a editar. Entonces S. me anunció que necesitaba
un "coach".
—¿Un coach? ¿Como los que asesoran
empresas?
—Ni idea, era la primera vez que
escuchaba esa palabra. Estuve días y días deprimida, casi sin levantarme de la
cama. Era como una pesadilla, ¿me entendés? Yo nunca alcanzaba el objetivo,
siempre había algo que no me dejaba seguir.
Yo entiendo, claro que entiendo. Editar
es esa materialidad tan deseada. El libro es un objeto totémico, un símbolo
hecho de símbolos. Pero editar también es la transa pura. Hay que adaptarse al mercado, adaptarse al editor,
adaptarse hasta el punto en que tu libro se aleja de vos y ya no lo reconocés.
Y sin embargo, seguimos defendiendo la autoría aunque el escrito haya salido de
un taller en el que todos intervinieron y modificaron, aunque el editor le haya
cambiado el final, la mitad de los capítulos y el título, aunque la crítica lo
haya leído de un modo que traiciona toda nuestra intención original.
En la página inglesa Mentalfloss, http://mentalfloss.com/article/91169/16-famous-authors-and-their-rejections,
se lee: "En mi opinión, la muchacha no posee una especial percepción o
sensibilidad que eleve ese libro por encima del nivel de una curiosidad.” Eso
escribió uno de los quince editores que pensaron que el Diario de Anna Frank no debía ser publicado. “Antes que nada, para
saber, ¿tiene que ser una ballena? Entiendo que sea una óptima herramienta
narrativa, en ciertos aspectos incluso esotérica, pero quisiéramos que el
antagonista tuviese un aspecto potencialmente más popular entre los jóvenes
lectores”, le dijo Peter J. Bentley a Herman Melville y por eso Moby Dick fue publicada recién dos años
después. “No estamos interesados en la ciencia ficción distópica. No vende”, le
respondió un editor a Stephen King sobre su primera novela Carrie. Casi cincuenta años después lleva vendidos diez millones de
ejemplares y todavía nos preguntamos qué tiene que ver el terror con la ciencia
ficción distópica.
—Por suerte, lo de la coach fue muy
breve. Tuve que pagarle para que leyera el libro y después mi hizo ir hasta la
casa ¡En Pilar! —a Claudia la indignación le hace temblar las manos—. Decime,
¿vos harías ir hasta Pilar a alguien que no conocés solamente para humillarlo?
—¿Qué te dijo? —pregunto con miedo de
averiguarlo.
—Que la novela no servía para nada. Que
no se podía leer, que la escena de las dos mujeres era "muy
desagradable".
—¿La escena lésbica? —pregunto yo que
leí la novela y, entre paréntesis, pienso que es muy buena— No entiendo, ¿qué
clase de coaching es ese?
—Te juro que yo tampoco entiendo. Pero
me dejó hecha pelota.
—En vez de coach, esa mina era la
censura.
—Absolutamente, quería sacar todas las
escenas que tuvieran sexo y, como es imposible, porque el tema atraviesa toda
la novela, simplemente la rechazó.
—Pero ya habías hecho la corrección, no
tiene sentido. Si era por el tema tendrían que haberla rechazado desde el
comienzo.
—Eso es lo que pensé. A menos que haya
sido solamente para sacarme plata, pero es tan perverso que no puedo creerlo
del todo. La coach prácticamente me insultó, me dijo que buscara otra cosa para
entretenerme. Que podía ser porcelana fría.
No cabe duda de que el hecho de que
grandes libros hayan sido rechazados alguna vez no quiere decir que todos los
manuscritos rechazados vayan a ser grandes libros. Los editores se equivocan
mucho, pero eso no significa que se equivoquen siempre. Rilke dijo que si
alguien puede vivir sin escribir, entonces no vale la pena que escriba y
Rodolfo Walsh pensó que la frase era un “chiste idiota". En medio de las
dos posiciones, creo simplemente que la escritura no debería tener que ver con
conseguir dinero, fama o autoestima. No debería tener que ver con apurarse ni
con mostrarse ni con adaptarse. Y sí, es muy duro, como decía Vila-Matas hay pocas profesiones que debiliten tanto el
ego como esta de escribir.
Le agradezco a
Claudia por su tiempo y su paciencia y le pido formular una última pregunta.
Ella asiente vigorosamente sacudiendo el pelo.
—¿Vas a seguir
escribiendo?
Se queda
mirándome como si buscara en algún lugar de mi cara algo que decir.
—Había
decidido que no, que nunca más. Pero no sé...
Sonríe y
repite que no sabe, pero le brillan los ojos y mientras agarra la cartera y
sale por la puerta y me saluda con la mano, yo ya sé la respuesta.