domingo, 9 de octubre de 2022

Antes que nada, para saber, ¿tiene que ser una ballena? Crónica del rechazo editorial

 


El sol entra por la ventana que da a la calle Nicasio Oroño  y rebota contra la mesa de madera destartalada, pintada de turquesa. Mi prima Claudia es de Paternal y quiso que nos encontráramos en el Café de los Patriotas. Las paredes están casi completamente cubiertas de pequeñas imágenes. Desde acá distingo a Bolívar, al Che, a Güemes, a Tosco y a Néstor.

—No es una historia alegre, ¿sabés? —me advierte Claudia apuntándome con el dedo índice. Lleva el pelo casi blanco, corto y bien peinado. Los más de setenta años no le quitaron ni un poco de vivacidad ni le cascaron la voz que es grave y cadenciosa.

Miranda, una de las dueñas, se acerca y nos saluda. Nos sirve dos cafés grandes con olor a canela.

—Empecemos por el principio. Vos sabés que yo iba a un taller literario con L.

Asiento con la cabeza. Claro que sé, yo también hice taller con él. Un tipo alto, joven, seductor, desbordante de halagos, hiperactivo y chanta. Uno de estos escritores de sexo masculino con los que hacés negocio si los comprás por lo que valen y los vendés por lo que creen que valen.

—Él me convenció de que la novela era buena. Buenísima, dijo. Me pidió que le llevara una copia porque me la iban a editar en la Biblioteca Nacional. Me explicó que lo hacían como parte de la actividad de los talleres que dan ahí. Yo fui a varios de esos talleres y después seguí en uno privado con L. Pero pasaba el tiempo y nada. Seis meses, un año, nada.

Que hay relaciones entre los talleres literarios dirigidos por escritores medianamente conocidos y las editoriales chicas de Buenos Aires es verdad. Que consigue publicar uno de cada cien alumnos, también. Que algunos de estos escritores usan eso para enganchar a sus alumnos en un taller en el que quizás ya no estén aprendiendo nada... No lo sé, pero lo veo muy posible.

—Es una estupidez, pero me había ilusionado, ¿me entendés? A mi edad la idea de dejar algo escrito es muy poderosa. A cualquier edad, pero más a la mía. Entonces yo, dale insistir y él me inventaba excusas: Ahora no hay plata, pero les interesa; la voy a llevar a esta editorial o a aquella otra. Y yo seguía enganchada.

Claudia me mira fijamente y sacude la cabeza como si quisiera espantar el recuerdo de lo que me está contando como a un moscardón.

 

Los rechazos son los ladrillos con que se arma una carrera literaria. Según la página web https://lithub.com/ el libro más rechazado de la historia es la novela Irish Wine, del estadounidense Dick Wimmer: se la rebotaron ciento sesenta y dos veces. Se publicó por fin en 1989, más de veinticinco años después de que Wimmer comenzara su búsqueda de editor. Superó así los veintidós años que  pasó Gertrude Stein hasta que encontró alguien que quisiera publicar sus poemas. Arthur C. Fifield, dueño de la editorial inglesa que llevaba su nombre, le escribió una misiva de rechazo el 19 de abril de 1912, un año antes de que ella escribiera su verso más famoso, el que dice: “Rosa es una rosa es una rosa es una rosa”. En la carta escribió: “Solo soy uno, solo uno, uno solo. Solo un ser, uno al mismo tiempo. Ni dos, ni tres, sino uno solo. Una sola vida que vivir, solo sesenta minutos en una hora. Un solo par de ojos, un solo cerebro. Solo un solo ser. Siendo uno solo, teniendo solo un par de ojos, un solo tiempo, una sola vida, no puedo leer su manuscrito tres o cuatro veces. Ni siquiera una. Un solo vistazo es suficiente, solo uno. A duras penas se vendería un solo ejemplar. Uno solo. Muchas gracias. Le devuelvo el manuscrito por correo certificado. Un solo manuscrito en un solo correo”.

 

—Yo sabía con qué editoriales trabajaba L. porque él las nombraba. Así que cuando, después de tres años, por fin me harté de esperar y dejé el taller, decidí llamarlas para llevarles la novela. No tenía mucha esperanza, pero quería decirme a mí misma que había hecho todo lo que había podido. Resulta que una de las editoriales me contestó, me dijeron que les interesaba. Que la iban a mandar a corrección de estilo y me pasaron el mail de la correctora.

—Te habrás entusiasmado...

—¡Imaginate! Estaba eufórica. Pero enseguida me enteré de que la corrección la tenía que pagar yo.

Claudia pide otro café y  le pregunto cuánto hace que escribe.

—Siempre leí, escribía cositas y las rompía. Hace unos diez años que empecé a hacer talleres. Me gusta mucho escribir, pero tengo este problema: no me banco que sea solamente para mí, que nadie me lea.

 

En Buenos Aires escribe mucha gente y los que leen son pocos para absorber semejante producción. Cuando se lanzó la Licenciatura en Artes de la Escritura en la Universidad Nacional de las Artes, en 2016, se inscribieron mil ochocientas personas. Todos ellos creían que les interesaba la escritura lo suficiente como para cursar una carrera de cinco o seis años con una perspectiva de empleo más que dudosa. Tanto es así que su director, Roque Larraquy declaraba: "Esta carrera no tiene salida laboral".

Me encuentro con M., que estudia esta licenciatura y trabaja en una editorial chiquita propiedad de su padre, quien además posee librerías en zona norte. Tiene una sonrisa muy dulce y una voz súper amable y por eso casi no le creo cuando me cuenta:

—Yo escribo los mails de rechazo, me ocupo de ese trabajo.

—¿En serio?  Debe ser horrible —me quedo pensando en que yo no podría hacerlo. Que siempre encontraría la manera de arreglar el escrito para publicarlo. Me doy cuenta de que como editora sería un fracaso.

—No creas, lo hago medio en automático.

—¿Cómo son los mails?, ¿qué dicen?

—Este año son todos iguales. Ponen que agradecemos que nos hayan mandado el texto, pero que en este momento no estamos leyendo nada. Y es verdad.

—¿Antes sí leían?

—Sí, pasamos de editar veintidós libros en un año a dos.

—¿Y alguna vez ganaron algo de plata con la editorial?

—Nunca, es puro amor al arte. Dicen que cuando tenés sesenta títulos editados llegás a cero. Así dicen, pero nosotros todavía no pudimos comprobarlo.

Según los datos de la Cámara Argentina del libro http://www.camaradellibro.com.ar/index.php/panorama-editorial/estadistica en 2018 se editaron casi 23.000 volúmenes, de los cuales el 27% son obras literarias, alrededor de 6.200. Solamente 2.500 de ellos fueron producidos por editoriales, 3.200 fueron costeados por los mismos autores y el resto, 500, fueron editados por entidades públicas, universidades o fundaciones. Además, el mercado está en crisis y se achica cada día. La Cámara informa una caída del 23% respecto a 2017 y del 30% respecto de 2016.  Esto implica que la cantidad de ejemplares cada 10.000 habitantes pasó de 6.300 en 2016 a 4.400 en 2018.

 

—La correctora, S., cobraba por horas —me explica Claudia— y quiso que cambiara cinco de los capítulos y el final. Estuvimos un año trabajando y la novela terminó totalmente transformada, sinceramente creo que empeoró mucho. Pero, de todos modos, habíamos terminado y yo creía que por fin me la iban a editar. Entonces S. me anunció que necesitaba un "coach".

—¿Un coach? ¿Como los que asesoran empresas?

—Ni idea, era la primera vez que escuchaba esa palabra. Estuve días y días deprimida, casi sin levantarme de la cama. Era como una pesadilla, ¿me entendés? Yo nunca alcanzaba el objetivo, siempre había algo que no me dejaba seguir.

Yo entiendo, claro que entiendo. Editar es esa materialidad tan deseada. El libro es un objeto totémico, un símbolo hecho de símbolos. Pero editar también es la transa pura. Hay que adaptarse al mercado, adaptarse al editor, adaptarse hasta el punto en que tu libro se aleja de vos y ya no lo reconocés. Y sin embargo, seguimos defendiendo la autoría aunque el escrito haya salido de un taller en el que todos intervinieron y modificaron, aunque el editor le haya cambiado el final, la mitad de los capítulos y el título, aunque la crítica lo haya leído de un modo que traiciona toda nuestra intención original.

 

En la página inglesa Mentalfloss, http://mentalfloss.com/article/91169/16-famous-authors-and-their-rejections, se lee: "En mi opinión, la muchacha no posee una especial percepción o sensibilidad que eleve ese libro por encima del nivel de una curiosidad.” Eso escribió uno de los quince editores que pensaron que el Diario de Anna Frank no debía ser publicado. “Antes que nada, para saber, ¿tiene que ser una ballena? Entiendo que sea una óptima herramienta narrativa, en ciertos aspectos incluso esotérica, pero quisiéramos que el antagonista tuviese un aspecto potencialmente más popular entre los jóvenes lectores”, le dijo Peter J. Bentley a Herman Melville y por eso Moby Dick fue publicada recién dos años después. “No estamos interesados en la ciencia ficción distópica. No vende”, le respondió un editor a Stephen King sobre su primera novela Carrie. Casi cincuenta años después lleva vendidos diez millones de ejemplares y todavía nos preguntamos qué tiene que ver el terror con la ciencia ficción distópica.

 

—Por suerte, lo de la coach fue muy breve. Tuve que pagarle para que leyera el libro y después mi hizo ir hasta la casa ¡En Pilar! —a Claudia la indignación le hace temblar las manos—. Decime, ¿vos harías ir hasta Pilar a alguien que no conocés solamente para humillarlo?

—¿Qué te dijo? —pregunto con miedo de averiguarlo.

—Que la novela no servía para nada. Que no se podía leer, que la escena de las dos mujeres era "muy desagradable".

—¿La escena lésbica? —pregunto yo que leí la novela y, entre paréntesis, pienso que es muy buena— No entiendo, ¿qué clase de coaching es ese?

—Te juro que yo tampoco entiendo. Pero me dejó hecha pelota.

—En vez de coach, esa mina era la censura.

—Absolutamente, quería sacar todas las escenas que tuvieran sexo y, como es imposible, porque el tema atraviesa toda la novela, simplemente la rechazó.

—Pero ya habías hecho la corrección, no tiene sentido. Si era por el tema tendrían que haberla rechazado desde el comienzo.

—Eso es lo que pensé. A menos que haya sido solamente para sacarme plata, pero es tan perverso que no puedo creerlo del todo. La coach prácticamente me insultó, me dijo que buscara otra cosa para entretenerme. Que podía ser porcelana fría.

 

No cabe duda de que el hecho de que grandes libros hayan sido rechazados alguna vez no quiere decir que todos los manuscritos rechazados vayan a ser grandes libros. Los editores se equivocan mucho, pero eso no significa que se equivoquen siempre. Rilke dijo que si alguien puede vivir sin escribir, entonces no vale la pena que escriba y Rodolfo Walsh pensó que la frase era un “chiste idiota". En medio de las dos posiciones, creo simplemente que la escritura no debería tener que ver con conseguir dinero, fama o autoestima. No debería tener que ver con apurarse ni con mostrarse ni con adaptarse. Y sí, es muy duro, como decía Vila-Matas hay pocas profesiones que debiliten tanto el ego como esta de escribir.

 

Le agradezco a Claudia por su tiempo y su paciencia y le pido formular una última pregunta. Ella asiente vigorosamente sacudiendo el pelo.

—¿Vas a seguir escribiendo?

Se queda mirándome como si buscara en algún lugar de mi cara algo que decir.

—Había decidido que no, que nunca más. Pero no sé...

Sonríe y repite que no sabe, pero le brillan los ojos y mientras agarra la cartera y sale por la puerta y me saluda con la mano, yo ya sé la respuesta.