viernes, 10 de enero de 2020

El sentido prolifera


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A las metáforas suele pasarles lo mismo que a las mujeres: se acentúa su importancia ornamental y se silencia su función estructural. Como ejemplo de metáfora, mis profesoras de escuela secundaria siempre elegían "las perlas de tu boca". ¿Quién dice eso? pensábamos nosotras entre asqueadas e indignadas. Nadie lo decía, claro está, era una figura del siglo XV que nos inducía a pensar que la metáfora era una forma retorcida de adjetivación, una vestimenta tan antigua que parecía un disfraz.
Pero las metáforas, como las mujeres, son mucho más que un maquillaje bonito o uno ridículo. Por ejemplo son madres. Es a través de ellas que el sentido se multiplica. Todos los nuevos conceptos nacen de metáforas. Lo hacen en la sociedad, ya que la metáfora forma parte de un enunciado surgido a partir del contexto y la experiencia del sujeto que metaforiza.
¿Cuándo recurrimos a la metáfora? Precisamente en el instante en que lo no dicho se revuelve en nosotros y quiere pescar esa palabra con la que expresarse, esa palabra poética que dejará su huella gnoseológica. Pero en el mundo hay muchas lagunas de peces dorados. En la nuestra están sólo los peces de nuestra cultura, de nuestra sociedad, de nuestro tiempo. Las determinaciones sociales hacen a veces posibles y otras veces impensables determinadas capturas. Sin contar con que, luego de pescada, para transformarse en un concepto, nuestra metáfora deberá imponerse a otras competidoras y la carrera la ganará la que tenga mayor capacidad persuasiva para la comunidad de hablantes.
Al hablar de la metáfora, Aristóteles nos da algunos ejemplos. "El atardecer de la vida", dice, no es lo mismo que "la vejez del día". En el primer ejemplo, un hecho biológico, la vida, es astronomizado. En el segundo caso el fenómeno astronómico, el día, es biologizado. Podemos ver que existe un mecanismo que traslada algo de un término, de un significante, a otro, trasvasando contenidos, significados. Cuando se da a luz un concepto, éste se encuentra siempre adyacente a otros de los cuales se nutre, de los cuales toma una parte y deja otra. Según Paul Ricoeur entre los dos (y yo agregaría "o más") términos involucrados se producen ciertas tensiones. El o los términos sustituidos no desparecen de la significación y se produce una relación entre la identidad y la diferencia. Si alguien escribe "hoy en mis ojos brujos hay candelas" entonces es verdad que en los ojos del poeta hay candelas y también que no hay candelas. Las dos cosas son ciertas y en esa contradicción nace el nuevo sentido.
Para Aristóteles "la metáfora consiste en trasladar a una cosa un nombre que designa a otra, en una traslación de género a especie, o de especie a género, o de especie a especie, o según una analogía". La concepción del estagirita supone un mundo hecho de cosas, que existen al margen del lenguaje que las nombra, con una organización en géneros y especies que se desprendería de la naturaleza de las cosas mismas. Desde este punto de vista, se puede distinguir entre el significado propio de una cosa y el significado ajeno (figurado, ornamental o metafórico). Las expresiones lingüísticas son vistas como recipientes, como si las palabras contuvieran los significados por sí mismas, independientemente de los hablantes. Es muy fácil darse cuenta de que esto no sucede así. Veamos, si yo le digo a mi hija: "Ponete el pantalón de la fiesta de egresados", hace falta un contexto para que esa expresión tenga sentido. Del mismo modo si se dice: "Debemos terminar con la matanza de animales", significa algo muy diferente para un vegano militante que para el dueño de una estancia ganadera.
Pero si no pensamos como Aristóteles y no creemos en cosas fijas y delimitadas que permanecen idénticas a sí mismas, si sospechamos que en la constitución misma de la cosa intervienen modos de percepción que varían según intereses, culturas, clases sociales e historia, entonces estos factores (culturales, sociales e históricos) estarían alterando permanentemente los límites de las cosas. Estos bordes resultan siempre inciertos porque la estructuración metafórica del lenguaje al nombrar la cosa produce un efecto parcial, nunca completo. Esto sucede porque la única forma de nombrar algo cuando nace a este mundo, es ponerle el nombre de otra cosa adyacente, parecida pero no igual, y jugar con la variedad de contextos.Un nuevo concepto, nacido de una metáfora, siempre está parcialmente estructurado y puede ser entendido de varias maneras.
Distintas culturas utilizan distintos géneros y especies, que a veces coinciden y otras no, por lo cual lo que para algunos es literal, para otros es metafórico. Esto sucede en variados ámbitos locales o geográficos y, sobre todo, en diferentes tiempos históricos. Según el científico Emmanuel Lizcano, el aritmético griego que necesitó encontrar un nombre para la operación de la resta decidió utilizar el nombre aphaíresis, que se usaba para actividades como "extraer" y "arrancar". Esta elección emparentó a la resta occidental a actividades como por ejemplo la escultura, que extrae material del mármol para conseguir ese resto que es la estatua. El escultor saca lo suficiente para que quede, reste, algo. Dada esta forma particular de nombrar la operación y del imaginario reinante entre los griegos, Euclides, autor de las primeras teorías matemáticas, no pudo construir el cero o los números negativos. ¿Algo que sea nada? ¡Imposible! gritaban en su cabeza Parménides y Platón.
En China las cosas fueron muy distintas, para nombrar la resta se usó el término xiang xiao (destrucción mutua). Para los chinos dos números no se restan como si la sustancia de uno se extrajera de la del otro sino como si esos dos números fueran dos contrarios que se enfrentan. Si las dos fuerzas están equilibradas lo lógico es que se aniquilen uno al otro: ocho contra ocho: no queda nada, cero. Los algebristas chinos de la época de los primeros Han operaban desvergonzadamente con el cero y los números negativos que los griegos no podían "ni ver".
La metáfora da a luz al conocimiento y su bebé, al nacer, está impregnado de connotaciones innecesarias. Estas connotaciones exigen ser depuradas. Por ejemplo cuando utilizamos la metáfora "la vida es un juego de cartas" y decimos "voy a probar fortuna" o "él tiene los ases en la manga" o "si jugás bien tus cartas, lo vas a conseguir", las zonas de “juego de cartas” que usamos para estructurar el concepto de vida son el azar, la pericia y la trampa. No usamos otras partes, por ejemplo los conceptos de truco, flor, envido o chin chon. No solamente es necesario desconocer los rasgos no pertinentes de la analogía efectuada sino que, con el tiempo, necesitamos también olvidar la analogía misma que le dio sentido a la metáfora.
Los conceptos, entonces, son metáforas olvidadas. Por eso hay metáforas vivas y metáforas zombis. En las primeras, el "como si", la analogía, todavía es evidente. Esto ocurre en los conceptos contemporáneos a nosotros, tales como la "teoría de las cuerdas", la "red virtual" o la "dieta paleo". Las metáforas zombis, en cambio, ya no se perciben como tales, parecen muertas aunque no lo estén, y son aceptadas como una forma de verdad, asumidas como hechos, y se disuelve su carga ficcional. Estas metáforas muchas veces construyen redes, verdaderas estructuras interdependientes. Por ejemplo la expresión "el tiempo es dinero" representa nuestra percepción del tiempo como un recurso valioso y también limitado. En nuestra cultura se ha asociado el trabajo con el tiempo que lleva realizarlo y se paga a las personas por su tiempo. El tiempo es dinero de muchas maneras: pagamos alquileres e intereses por día, por mes, por año. Así hablamos de perder, disponer de, calcular y gastar tiempo y de tiempo prestado. Todos estas son metáforas de nuestra cultura pero, en otras, el tiempo es percibido de modo muy distinto. Por ejemplo, en lengua aymara, las unidades de tiempo se visualizan como lugares por los que pasamos o donde permanecemos, recintos a los ingresamos. Se dice: "Mi hijo ya está entrando en los diez años". La unidad de tiempo mará (año) se concibe como un espacio al que se ingresa y del que se sale. No solamente los aymara utilizan este tipo de metáforas espaciales, hay multitud de metáforas de este tipo que Lakoff y Johnson, los famosos creadores de la obra Metáforas de la vida cotidiana, llaman "orientacionales". Por ejemplo: entusiasta, eufórico es arriba y triste es abajo (me levantó la moral, caí en una depresión, espero que remonte). Se trata de trasposiciones de nuestra experiencia física a la cultura. Del mismo modo se identifican con "arriba": la superioridad (estoy por encima), la cantidad (las ventas están en alza, el número es alto), lo bueno (subir a lo más alto), lo virtuoso (elevados pensamientos). No es que haya muchos "arriba" distintos, es que la verticalidad participa de nuestra experiencia de muchos modos diferentes. Podríamos pensar que este tipo de metáforas orientacionales son iguales en todas las culturas. No es verdad, el espacio también es cultural. Basta con mirar el planisferio de la proyección de Mercator para comprobarlo:

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Considerando que Groenlandia posee una superficie de un poco más de 2 millones de kilómetros cuadrados, Africa algo más de 30 millones, Europa alrededor de 10 millones y la India cerca de 3 millones, en este mapa, uno de los más utilizados del mundo, no estamos observando objetivamente sino que estamos ordenando y jerarquizando, incluso tergiversando. Es por eso que cuando viajamos desde la Argentina a Europa o a Estados Unidos, lo hacemos en sentido vertical y ascendente porque ya tenemos, antes de emprender el viaje, una idea-imagen recorrida y explorada muchas veces. El mapa es una metáfora, es una construcción que quiere conceptualizar la superficie de la tierra y lo hace proponiéndonos algo parecido, pero lleno de la subjetividad de su autor y de los prejuicios de su cultura. Después se olvida su carácter de construcción, de pretendida verdad, y se asume como conocimiento. Así es como se comportan las metáforas zombis.
Mucho antes que yo (qué pena), Gracián, Nietzsche y Derrida plantearon la idea de que bajo cada concepto, imagen o idea, late una metáfora que se ha olvidado que lo es. Gracián decía que para llegar a conocer algo, el hombre debe “poner una cosa bajo la luz de otra. Así lo ve todo reunido, yuxtapuesto, asociado”. Vale decir que es esa capacidad metafórica la que permite el conocimiento humano. Para el jesuita las cosas estaban unidas entre sí y por lo tanto la manifestación metafórica será la expresión de las relaciones establecidas entre todo lo existente. Estas relaciones se develan a través de lo que Gracián llama, con un innegable encanto, “conceptuosas metáforas”. Gracián habla de la metáfora como de la “ordinaria oficina de los discursos por medio de la cual se hallan conceptos extraordinarios por lo prodigioso de su correspondencia y careo” ya que “consiste este artificio conceptuoso en una primorosa concordancia, en una armónica correlación entre dos o tres cognoscibles extremos, expresada en un acto del entendimiento”. ¿Lo ven? ¡Y esto en el siglo XV!
Para Nietzche el pensar ocurre cuando una imagen seductora, un aletazo de la fantasía, permite el salto a otra imagen. Se descubre una analogía y se vislumbran instantáneamente las semejanzas y las diferencias. Así actúa la productividad lingüística. En El último filósofo, Nietzche analiza la metáfora "la vida pende de un hilo". Nos imaginamos eesa hoja suspendida del hilo de una tela de araña en el bosque, vemos en su fragilidad, en su invisibilidad, la inminencia del fin. El entendimiento seleccionó una imagen que posteriormente da lugar a una nueva serie de imágenes. En esto el filósofo no es opuesto al artista ni el artista al filósofo. Ambos dan a luz una metáfora surgida del conjunto de la realidad y de acuerdo con criterios antropomórficos. El antromorfismo lingüístico de la metáfora sería universal: "El hombre individual considera incluso el sistema sideral como a su servicio o en conexión con él". El hombre no es un ser que habla, sino uno que crea metáforas. Dice Nietzsche: "Es este instinto que impulsa a la formación de metáforas, este instinto fundamental del hombre, del que en ningún momento se puede prescindir, porque en tal caso se habría prescindido del hombre entero". La creación metafórica es condición de la vida, y por eso el ser humano tiene como impulso e instinto más fundamental crear metáforas. En Así habló Zaratustra se pregunta: "¿cómo llegó el oro a ser el valor supremo?" Y se responde: "porque es raro, inútil y resplandeciente, y suave en su brillo; siempre hace don de sí mismo (…) sólo en cuanto reflejo de la virtud más alta llegó el oro a ser el valor supremo. Semejante al oro resplandece la mirada de aquel que hace regalos. Brillo de oro sella paz entre Luna y Sol". Ya lo ven, el oro también es una metáfora.
Para Derrida en cada definición sobre la metáfora hay una red de filosofemas o sea un determinado paradigma relacionado. Dice: “cada vez que una retórica define la metáfora, implica no solo una filosofía sino también una red conceptual en la cual se ha constituido la filosofía. Cada hilo en esta red, forma por añadidura un giro, se diría una metáfora si esta noción no fuera aquí demasiado derivada. El definido es pues implicado en el término que define la definición”. O sea, —desde lo que aquí, humildemente, entendemos— quiere decir que los conceptos que han operado en la definición de la metáfora tienen siempre un origen y una eficacia que son, ellos mismos, metafóricos. Así la metáfora se encuentra tanto en la definición como en lo definido. Habría una inversión en el discurso: mientras que la filosofía cree dominar el juego metafórico, se “olvida” que este juego está adherido a su discursividad por completo, y que opera en el origen incluso de los conceptos filosóficos. Derrida denuncia estas metáforas no cuestionadas que operan en el origen, en la creación de los conceptos filosóficos, y que luego son olvidadas para establecerse en relación con el discurso de la verdad.
Para entender el efecto creador de realidad que posee la metáfora como acto de nombrar, Gracián nos sugiere que es muy útil comparar dos lenguas, con dos imaginarios subyacentes lo más diversos posiblesZhuang Zi, también conocido como Chuang Tzu  y más conocido por el sueño de la mariposa, escribió en el siglo IV a. C.: "El camino se hace andando en él y a las cosas las hacen los nombres que se les dan. Todas las cosas por fuerza tienen su es y por fuerza todas las cosas tienen su puede ser. Nada hay que no tenga su es ni nada que no tenga su puede ser". Tal vez el "es" de cada cosa no sea sino el nombre que recibe y su "puede ser" sería lo que aguarda en su interior para que un nuevo nombre lo descubra. .
En chino la expresión "huà shé tiān zú" (画蛇 添足) literalmente se traduce como “dibujar una serpiente y añadirle patas”, pero el significado habitual sería “arruinar algo agregándole cosas superfluas e innecesarias”. Dicha expresión no está motivada por la maldad normalmente atribuida a la serpiente, sino que alude a otra leyenda popular. Durante el Período de los Estados Combatientes, en el Estado de Chu, un día un hombre fue a rendir homenaje a sus antepasados. Después de la ceremonia, ofreció una jarra de licor de arroz a sus sirvientes, quienes pensaron que el recipiente no contenía suficiente vino para todos ellos, así que decidieron organizar un concurso a ver quién terminaba antes de pintar una serpiente. Uno de los sirvientes terminó en unos segundos, pero viendo que los demás todavía no habían concluido decidió añadirle patas. Al momento, otro hombre completó su dibujo, cogió la jarra y se bebió el vino diciendo: “las serpientes no tienen patas, ¿cómo se te ocurre añadírselas?”. Así nació esta particular actividad que solo ocurre en China: huà shé tiān zú.
Cada metáfora nos dice tanto sobre esa manera rara en que el otro construye el mundo como sobre el modo no menos extraño en que yo mismo construyo el mío. Sólo podría hablarse de metáforas en sí si damos por descontado que el mundo –o la realidad– se manifiesta ordenado y clasificado por sí mismo de un cierto modo y sabemos bien que esto no es verdad.
Además de hijos, la metáfora tiene una hermana punk: la metonimia. La metonimia es rebelde, se resiste al sentido y, sobre todo, en el simbolismo metonímico está presente el nexo material, es decir, la contigüidad espacial o temporal o causal de lo que se simboliza: vaso de agua, casa rosada, libro de Borges, expresión visceral, pensar con el útero, etc. No solamente Platón se espantaría de esta presencia del cuerpo en la palabra, de esta contribución de los individuos en carne y hueso, nutriendo esta disposición del orden simbólico. Muraro dice que la metonimia combina, conecta y no generaliza, como su hermana sabionda, porque los significados están implicados y adheridos al contexto y suponen un obstáculo para el movimiento ascendente, conceptualizante, propio de la metáfora.
Tal como lo suponíamos, más que una colaborar pacíficamente, la metáfora y la metonimia compiten. Según Muraro, esta competencia está desequilibrada a favor de la producción metafórica, que explota los recursos metonímicos, pero devuelve solo una parte.
La metonimia, igual que la metáfora, actúa tomando el lugar de otra expresión y reemplazándola por medio de una nueva significación. ¿En qué difieren? La metonimia actúa a través de conexiones conocidas, materiales, no virtuales ni ficcionales. Dice Muraro: “Mientras que la metáfora brota desde un pensamiento original, la metonimia se abre paso en la experiencia vivida”. Según Jakobson, las dos se necesitan mutuamente. Para lograr conocimiento necesitamos de la competencia de ambas, en el sentido de colaboración en la rivalidad. Así, el problema lógico y filosófico de la relación entre las cosas y las palabras se enriquece y complejiza. Efectivamente, si es posible seguir inaugurando relaciones entre las palabras y las cosas, quizás se deba a la proximidad de ambas en el eje metonímico, nos advierte Muraro. En el eje metafórico, en cambio, la función sustitutiva del lenguaje no tiene límites: las palabras ocupan el lugar de las cosas, lo universal reemplaza a lo particular, en una progresión en la que el lenguaje va en vías de convertirse él mismo en la cosa. El lenguaje, concluye Jakobson, tiene una estructura bipolar que, sin embargo, se pasa por alto y se reduce fácilmente privilegiando el polo metafórico.
Muraro utiliza dos ejemplos: la “revolución” política, que proviene del ámbito astronómico y “pensar con el útero”, metonimia que acusa a las mujeres de que su órgano reproductivo reemplaza a su cerebro. En el caso de la revolución se transfiere algo del contenido semántico del “giro completo”, pero en el ejemplo del útero hay una combinación de cosas que no se da en el caso de la metáfora. Esto es lo que resulta difícil de admitir, la proximidad de las palabras y las cosas. Muraro cree que hay un nivel donde el procedimiento metonímico se “suelda” con el metafórico, y sería en ese punto donde las cosas nos parecen significativas de manera imperativa.
La retórica supone un discurso “normal” y otro que estaría retóricamente procesado, lleno de tropos y figuras como collares de cuentas. Esta normalidad, como tantas otras, resulta inhallable. No existe literalidad, no existen palabras que no provengan de una operación o bien metafórica o bien metonímica.
Digámoslo de una vez: no existe grado cero. Si existiera sería porque las cosas tendrían sentido propio, y la realidad hablaría por sí misma. Bien sabemos que es el hombre el que cree hablar, mientras que es el habla la que habla en él.


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poesía confesional
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desmaterializan
la pobreza
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