miércoles, 23 de marzo de 2016

Aspic

(Traducción del inglés, de Tatiana Tolstaya, inédito en el español)

Para ser sincera siempre le tuve miedo, desde la infancia. No se prepara por casualidad, en un golpe de fantasía, sino generalmente en año nuevo, en el corazón del invierno, en los días más cortos y brutales de diciembre. La oscuridad llega temprano. Hay una helada húmeda; se ven halos puntiagudos alrededor de las luces de la calle. Se respira a través de los guantes. La frente duele de frío y las mejillas se entumecen. Pero, sin saber por qué, igualmente hay que hervir y enfriar el aspic.  El nombre mismo del plato hace descender la temperatura del alma y ningún chal de pelo de cabra puede elevarla. Hacer el aspic es una forma especial de religión. Y lo que podría pasar si no lo hicieras sigue siendo un interrogante.
Por algún motivo, el aspic debe hacerse.
Hay que caminar ese frío trecho hasta el mercado, donde siempre está oscuro. Hay que pasar los tachos con pickles, la crema fresca impregnada de inocencia juvenil, las montañas de rábanos, papas y repollos, las colinas de fruta, las señales luminosas de las mandarinas y llegar hasta la esquina más alejada. Ahí está el tajo; ahí están la sangre y el hacha. “Llamemos a Rusia a levantar el hacha.” Hundir el filo en la madera. Rusia está aquí. Rusia es elegir un pedazo de carne.
“Igor, cortá las patas para la señora,” Igor levanta el hacha, ¡zas! Corta por el blanco las rodillas de la vaca, rebana las espinillas. Algunos compran piezas de la boca, labios y narices. Para el caldo de cerdo, llevan pequeños pies con cascos bebé.  Es espeluznante sostener uno de estos bracitos de piel amarillenta ¿y si se gira y me da la mano?
Ninguno de ellos está realmente muerto: ese es el dilema. No hay muerte. Fueron atacados y mutilados; ya no van a caminar en ningún lugar, ni siquiera se arrastrarán; han sido asesinados, pero no están muertos. Saben que hemos venido a buscarlos.
Después llega el momento de comprar algo seco y limpio; cebollas, ajos, hierbas y raíces. Vamos de vuelta a casa pisando la nieve: cris, cris, cris. La entrada al edificio está helada y volvieron a robar la bombita de la luz. Buscamos a tientas el botón del ascensor hasta que se enciende el ojo escarlata.  Primero aparecen los intestinos y después la cabina. Los ascensores son lentos en San Petesburgo, hacen clic cuando pasan por cada piso y prueban nuestra paciencia.  Las patas troceadas en la bolsa de la compra nos tiran el brazo hacia abajo, y nos parece que en el último momento se negarán entrar en el ascensor. Las vemos saltar, liberarse, escapar, haciendo sonar las  baldosas: clip, tac, clip, clip, tac. ¿Sería lo mejor? No. Es demasiado tarde.
En casa los lavamos y los echamos en la olla con agua. Ponemos el fuego al máximo.  Ahora están hirviendo. La superficie se cubre de ondas grises y sucias: todo lo que es dolor, miedo, impotencia, todo lo que sufrieron, se resistieron, trataron de soltarse, mugieron y bramaron, todo lo que no pudieron entender, quisieron respirar, todo se convierte en barro.  La muerte se ha ido, transformándose en una sustancia mullida y repugnante. Finito, placidez, perdón.
Entonces es el momento de volcar esta agua de la muerte, de enjuagar bien las piezas sedosas bajo un grifo abierto, y de volver a ponerlas en una olla limpia llena de agua fresca. Se trata simplemente de carne, son simplemente alimentos; todo lo que era temible se ha ido. Una flor azul tranquila de propano, sólo un poco de calor. Se deja hervir en silencio cinco a seis horas.
Mientras se cocina, preparamos las hierbas y las cebollas. Se agregan a la olla en dos partes. La primera dos horas antes de que finalice la cocción del caldo y la segunda, una hora después. Agregamos un montón de sal y el trabajo está hecho. Al final nos encontraremos con una transfiguración completa: un lago de oro con la carne fragante, y nada, nada nos recuerda a Igor.
Llegan los chicos y miran la olla sin miedo. Podemos mostrarles la sopa; no van a hacer preguntas difíciles. Colamos el caldo, sacamos la carne aparte y la cortamos con un cuchillo afilado, como se hacía en los antiguos días, en la época del zar, y del otro zar, y del tercer zar, antes del advenimiento de la máquina de picar carne, antes de Vasily el Ciego, de Ivan Kalita, y los cumanos, y de Rurik, y Sineus y Truvor, quienes, como resulta ser, ni siquiera existieron.
Preparamos los cuencos y los platos y colocamos un poco de ajo fresco  en cada uno. Añadimos la carne picada arriba. Usamos la cuchara para verter sobre él el oro del caldo gelatinoso. Y ya está; el resto depende del frío. Con cuidado, llevamos  los cuencos y platos al balcón, cubrimos los ataúdes con tapas y a esperar.
Entonces podríamos permanecer fuera en el balcón, envueltas en el chal. Fumar un cigarrillo y mirar las estrellas del invierno, incapaces de identificar una sola. Pensar en los invitados del día siguiente, recordar que debemos planchar el mantel, juntar la crema agria con el rábano picante, calentar el vino y enfriar el vodka, rallar un poco de manteca fría, colocar el sauerkraut en un plato, cortar un poco de pan, lavarnos el pelo, preparar la ropa, el maquillaje, rímel, lápiz de labios.

Y si tenemos ganas de llorar sin sentido lo hacemos ahora, mientras nadie puede vernos. Lo hacemos  con violencia, por nada y por ningún motivo, sollozando, secándonos las lágrimas con la manga, apagando el cigarrillo en la baranda del balcón y, como no está ahí, nos quemamos los dedos. Porque cómo encontrar ese ahí, y dónde está ese ahí, eso nadie lo sabe.