jueves, 27 de noviembre de 2014

Amalia

El primer día de clases de mi sexto grado entró por la puerta del aula una mujer bajita, blanca, de ojos claros, llamada Hebe. Junto con ella entraron a mi vida la incredulidad, la crítica y los primeros balbuceos de mi propia voz. La señorita Hebe tenía la voluntad de enseñarnos historia argentina y también tenía un relato de esa historia al que confundía con la verdad. Ahora creo que si esta confusión no hubiese sido tan marcada, tan nítida, tan grotesca, mi vida podría haber andado otros caminos. Pero lo cierto es que la obstinación de esta pequeña mujer en su reparto de héroes y  malvados me llevó a entender mucho más que cualquier lección con pretensiones de objetividad y tolerancia.

Llegado ese año, según mi recuerdo, mis compañeras de primaria y yo estábamos dividas en tres grupos que respondían, con ciertos márgenes borrosos, a cuestiones económicas. Las que tenían más dinero eran también más seguras, más aterciopeladas, mejores alumnas y más sonoras.  Las “del medio” eran grises, en un gris amarronado, un poco beige. No hablaban demasiado, sólo en susurros entre ellas, y tenían peores notas. El tercer grupo, un conglomerado disperso, estaba formado por las inclasificables. Las pésimas estudiantes, las rebeldes con y sin causa y las que tenían algún que otro problema mental. Ahí estaba yo, excelente alumna, pero pobre; rubia, pero gorda; visible, pero sin purpurinas. Gracias a que no le hacía asco a nadie y ayudaba con la tarea a quien me lo pidiese, me llevaba relativamente bien con todo el mundo y pivotaba de un núcleo al otro.
El viernes 26 de marzo, la señorita Hebe comenzó con las guerras civiles. Primero hizo una larga introducción sobre lo triste, pero realmente tristísimo, de la sangre derramada entre hermanos. Nada peor, nos dijo, nada más terrible; hasta citó al Martín Fierro: “Los hermanos sean unidos,/Porque ésa es la ley primera./Tengan unión verdadera/En cualquier tiempo que sea /Porque si entre ellos pelean /Los devoran los de ajuera.” Como yo era hija única, no le presté mucha atención a estos mandatos fraternales y me aburrí bastante. Después habló brevemente de un terrible tirano que había gobernado mucho, muchísimo tiempo nuestro país y que se llamaba Juan Manuel de Rosas. Finalmente, nos dio como tarea para el fin de semana leer un resumen de una grandiosa novela: “Amalia” de José Mármol.
A la salida de la escuela el aire estaba enrarecido por los petardos. Una manifestación que traía a los estudiantes del Pellegrini y del Liceo 9 bajaba por Callao hacia el Congreso. Mis compañeras, las chicas del Normal 9, corrían a refugiarse en el Pasaje Rauch y apuraban el paso hacia su casa. Yo me quedé mirando la columna, los carteles y banderas, y las caras y las manos de los manifestantes. No sabría hasta dos años después que había sido una manifestación de apoyo al Viborazo el día en que asumía la presidencia Alejandro Agustín Lanusse. Algo de ese fenómeno callejero y estruendoso, juvenil y decidido me conmovió, me sedujo, me sacó de mis ensueños infantiles y me puso por unos minutos en una realidad atemorizante y hermosa. Acompañé a la marcha desde la vereda tratando de aprenderme los cantitos: "¡San José era carpintero y María era modista, y tuvieron un hijito guerrillero y peronista!", "¡Dame una mano, dame la otra, dame un gorila que lo hago pelota!". Con la música del tango “Fumando espero”: "Fumando un puro me cago en Aramburu, y si se enojan también me cago en Rojas, y si se siguen, se siguen enojando, me cago en los comandos, de la libertadora".
En la esquina de Rivadavia y Callao los bombos se fueron haciendo atronadores.  Justo en la confluencia de las columnas de las dos avenidas, pero del lado de Riobamba llegaron uniformados a caballo y carros de asalto con gases. Esas granadas que siseaban y escancían, pero sobre todo los gritos y corridas de los manifestantes me produjeron un terror paralizante. Me quedé parada en la esquina del Molino con los ojos llorosos abiertos como platos, abrazada a mis libros atados con liga y tosiendo desesperadamente. En ese momento, una chica delgadita de pelo negro lacio y ojos negros inmensos que también llevaba guardapolvo me agarró de la mano y me dijo. “¡Vení, corramos!”. Yo le obedecí sin titubeos y seguimos por Entre Rios, doblamos por Alsina y entramos por una puerta desvencijada. Ahí subimos una escalera ancha y sucia hasta el tercer piso y llegamos, por fin a salvo, a una habitación enorme y terriblemente desordenada. Miré a mi bienhechora con inmensa gratitud.
--Muchas gracias –le dije—yo soy Lucrecia, ¿vos?
--Mirta –me contestó y me sonrió con ganas.
Con el corazón volviendo lentamente a su ritmo normal miré a mi alrededor. Una mujer joven cosía en la punta de una mesa repleta de retazos y tres chicos entre cuatro y ocho años jugaban una especie de mancha helada. Mirta me señaló a sus hermanitos y me presentó a su mamá que me dio un beso y una leche con galletitas que me pareció deliciosa. Mi nueva amiga tenía alrededor de trece años, pero todavía estaba en séptimo. Raramente, no hablamos de la marcha sino que nos pusimos a jugar al tuti fruti y a reírnos del caos que los juegos de sus hermanos causaban en el ya atestado y desastroso cuarto. Las manchas de humedad ocupaban casi todo el techo y parte de las paredes. Las camas servían de escondite y parapeto y era imposible no tropezárselas al intentar caminar. Había una especie de pileta y cocina improvisadas en un extremo y el baño estaba en el pasillo. Todo el conjunto me producía una sensación de encanto y tranquilidad, de profunda comodidad.
Tuve que irme antes de lo que hubiese querido porque a pesar de que en mi casa no registraban demasiado mi presencia, el anochecer era una señal de alarma que no se podía soslayar. Le di a Mirta mi teléfono, ella no tenía, y me fui con miedo de no volver a verla. Tal como había anticipado, mi mamá no se había percatado de mi ausencia  así que me saqué el guardapolvo, tiré los libros en un rincón, mientras me distraía con imágenes y sensaciones de la marcha y de su insólito final. Finalmente decidí comenzar con la tarea. Saqué el resumen de “Amalia” y me puse a leer.
Eduardo y Daniel, heroicos enemigos de la tiranía, también habían sido emboscados, igual que nosotros, los chicos de la marcha, en el primer capítulo. Daniel, saliendo de la nada, salvaba a Eduardo a último momento y lo llevaba a un lugar donde pudiera refugiarse, como Mirta había hecho conmigo. Empecé a interesarme. Los malditos represores contaban el dinero que les habían pagado y me imaginé a los de los caballos y los gases contando en sus casas el dinero mal habido. Daniel llevaba a su amigo a la casa de su prima, Amalia. Pero Amalia no estaba cocinando una sopa o cantando sola en el patio, estaba leyendo a Lamartine, un tipo raro de la revolución francesa y tenía una mesa de mármol negro y una lámpara de alabastro. Fui a buscar el diccionario y me enteré que era una piedra de apariencia marmórea, dúctil y traslúcida. Amalia era buena, buenísima, tan perfecta que me daba un poco de desconfianza sin saber por qué. Luego Daniel le pidió que echara a sus sirvientes, a la mitad de ellos, porque no eran de confianza y ella aceptó sin vacilar. Acá su perfección no pareció tan maravillosa, su sensibilidad extrema no le alcanzó para pensar en esos criados despedidos. El autor tampoco pareció reparar en ellos; no les dedicó ni una línea. Yo, en cambio, me preocupé por su suerte. Se iban a quedar sin trabajo y sin casa, sin haber hecho nada malo, de un día para otro, ¿que irían a hacer? Quizás al final no los echaran. Seguí leyendo con esa esperanza.
Pero lo que seguía eran las dos páginas de descripción de las habitaciones de Amalia. Papel aterciopelado, hilos dorados, raso azul, tapiz de Italia, cama de caoba labrada, y seguía y seguía. Yo no lo podía creer. Al tal Mármol no solamente no le daba vergüenza explicar estos excesos de gasto y lujo sino que le parecían virtudes. Y no solamente le parecían virtudes, sino virtudes inherentes a Amalia. Como si fueran rasgos de su carácter. Amalia era buena, blanca y tenía “un servicio de té de porcelana sobredorada”. Era joven, sacrificada y abnegada y tenía “ocho pebeteros de oro cincelado, obra del Perú, de un gusto y de un trabajo admirables”. Amalia era dulce y obediente y tenía “seis magníficos cuadros de paisaje y cuatro jilgueros dentro de jaulas de alambre dorado” ¡eso en el baño! Pensé en el baño de Mirta que estaba en el pasillo y en el mío que no tenía agua caliente y sentí asco e indignación. Tanta sensibilidad, tanto buen gusto, no les alcanzaba para ver la injustica flagrante de esas diferencias, distingos que yo ya sufría como la más diáfana de las realidades. Y no le creí nada a Mármol, nunca más. Yo, tan dispuesta a creer, inauguré mi desconfianza como una flor salvaje. Y esa noche mientras tiraba el libro a un rincón y me iba a cenar me hice rosista de una vez y para siempre, sin saber nada del Restaurador, porque un libro salvajemente unitario me había convertido en partidaria de la Santa Federación.

Sin saberlo, me dirigía hacia el peronismo a paso lento y seguro y, al mismo tiempo, el peronismo se dirigía hacia mí. Era el año 1971, pronto nos encontraríamos.

El día que me senté con Jesús en el patio de atrás y un viento me abrió el kimono y se me vieron los pechos

(Traducción del original de Gloria Sawai, inédito en español)

Cuando te pasa algo extraordinario siempre recordás con una claridad antinatural todos los detalles que había alrededor. Te acordás de formas y sonidos que no estaban relacionados directamente con el suceso pero pululaban en la periferia. Te puede pasar cuando leés un libro sorprendente por primera vez, uno que te desubica y te lleva a pensar en profundidad. Te acordás dónde lo leíste, en qué habitación, y quién estaba cerca.
Todavía recuerdo, por ejemplo cuando leí “Cautivo del deseo” de Somerset Maugham.  Estaba en la cucheta de arriba, en el dormitorio de la escuela, envuelta en una colcha azul. En ese momento vivía en la escuela por deseo de mi padre. Era un hombre muy religioso y quería que yo tuviese una educación espiritual. Que escuchara la Palabra y conociera al Señor, había dicho. Así fue que me mandó a la Academia Luterana San Juan en Regina durante dos años. Tenía confianza, supongo, que allí escucharía la Palabra. En todo caso, puedo escuchar todavía a la señora Sverdrup, nuestra casera, golpeando la puerta a medianoche y suspirando con su acento noruego: “Ahora, Gloria, ya pasan de las doce en punto. Es hora de apagar la luz. Ahora mismo”. Lo que es interesante es que no me acuerdo nada del libro. Pero debe haberme conmovido profundamente cuando tenía dieciséis años, hace ya bastante tiempo.


De modo que pueden imaginarse lo perfectamente que recuerdo el día en que Jesús de Nazaret, en persona, escaló la colina detrás de nuestro patio y llegó hasta donde yo estaba sentada en una reposera. Y cómo se quedó un rato conmigo. Entenderán perfectamente lo claros que están todos los detalles en mi memoria.
El suceso ocurrió una mañana de lunes, el 11 de septiembre de 1972, en la ciudad de Moose Jaw, en Sasktchewan.  Estas fechas son por sí mismos más especiales de lo que pueden parecer a primera vista. Septiembre es mi mes favorito, el lunes es mi día favorito y la mañana mi hora favorita. Y, a pesar de que Moose Jaw puede no ser el lugar más magnífico del mundo, aun así, si estás allí una mañana de lunes en septiembre, el sitio tiene su belleza.

No es difícil comprender por qué estos días y horarios son mis favoritos. Tengo esposo y cinco hijos. Las cosas se ponen frenéticas, especialmente durante los fines de semana y las vacaciones. Niños corriendo alrededor de la casa, comiendo, discutiendo, preguntándome cada hora qué pueden hacer en Moose Jaw. Y la televisión. Los programas son siempre los mismos, solamente cambian los nombres.  “Los jinetes valientes”, “Los bomberos azules”, lo que sea. Así que cuando las clases comienzan en septiembre, tomo por fin el sol de la libertad, especialmente los lunes. Sin peleas, sin televisión. Sólo la mañana, clara y hermosa. Un nuevo día. Un nuevo comienzo.
La mañana del 11 de septiembre, me levanté a las 7, como de costumbre, cociné avena para los chicos y salchichas para Fred y luego los acompañé afuera y me tomé una segunda taza de café en paz. Decidí afrontar el planchado de la semana. No me había vestido todavía y tenía puesto mi kimono rosado, el que compré hace años en mi viaje a Japón, mi único verdadero viaje, un tour de trescientos dólares por Tokyo y otras ciudades. Ahorré para ello trabajando como bibliotecaria en Regina. Y estoy contenta de haberlo hecho. Desde entonces casi no salí de Saskatchewan. Una vez fui a Winnipeg y otra al lago en Montana, a visitar a mi hermana.
Puse la tabla de planchar y saqué de una canasta la ropa arrugada. La primera camisa tenía mucho olor a humedad, la segunda estaba cubierta de pequeñas manchas de moho y la tercera también. Fred enseña ciencias en Moose Jaw. Usa muchas camisas.  Decidí enjuagar toda la ropa y tenderla al sol y así lo hice. Mientras se secaba, me senté afuera para aprovechar el día claro y soleado.
Si conocen Moose Jaw, sabrán sobre la nueva subdivisión en el sudeste llamada Hillhurst. Ahí es donde vivimos, justo en el borde de la ciudad. En realidad, nuestro fondo da al descampado y se puede ver la llanura detrás hasta donde alcanza la vista que, cuando se acerca a nuestro terreno, forma una pequeña colina. A la derecha hay un grupo de álamos y las hierbas han crecido altas entre las rocas. Aparte de esto todo es plano, solamente tierra y cielo. Cuando el sale el sol, las hierbas y las rocas se visten con un brillo anaranjado que me encanta.
Desenchufé la plancha y volví a la cocina. Pensé en llevarme una taza de café o un vaso de jugo de naranja. Para alcanzar el jugo, en la parte de atrás de la heladera, mi mano rozó una botella de vino Calona. Esa era una idea mejor. Un vinito en la mañana del lunes, un pequeño relax después de un fin de semana ruidoso. Tomé la botella y me serví, anticipando un día más que agradable.
En el patio, acomodé una reposera en el sol y me senté. Sorbí mi vino. La belleza y la tranquilidad flotaban hacia mí en la mañana del lunes 11 de septiembre a eso de las 9 y 40.
Al principio era solamente un bulto en el horizonte. Luego era un topo que se aproximaba. Después parecía una animal más grande, un perro quizás, que se movía por la pradera. Ya más cerca se transformó en una persona. Sin duda. Una mujer quizás, todavía con su bata. Pero llegando a las rocas, a través de las hierbas, cerca de la colina, ya lo veía claramente. Y supe quién era. Lo supe como sabía que el sol brillaba.
La razón por la que lo supe es que era exactamente como lo había visto en cinco mil cuadros y pinturas, en los libros y en los folletos de los domingos. Si hubo alguna vez una persona de la que yo hubiera oído hablar una y otra vez, miles de veces, era esta.  Hasta en la primaria, con esas preguntas terribles: ¿amas al Señor? ¿serás salvada por la gracia y sólo por la fe? ¿estás esperando el glorioso día del segundo advenimiento? ¿estarás lista para el Gran Día? Cuando era niña, a veces me escondía debajo de la cama preguntándome si realmente me salvaría por la gracia y por la fe o, sin darme cuenta, estaba probando otro método, como los católicos, que creían que se salvarían por las buenas obras y sin embargo irían directamente al infierno. Excepto algunos, que sabían en sus corazones qué era realmente la gracia, pero no querían dejar la iglesia católica por sus parientes. ¿Entonces era esto? ¿Sonaría la trompeta esta noche y el cielo se dividiría en dos? ¿Descendería el Gran Señor y Rey, alfa y omega, sosteniendo los siete candeleros, desde el cielo con un grito poderoso? ¿Y yo estaba lista? El reverendo Hanson, desde su púlpito en Swift Current, Saskatchewan, rugía en mis oídos y chocaba contra mis tímpanos.
Y ahí estaba. Viniendo. Subiendo la colina hacia mi patio, con su hábito volando por el viento. Venía. Y yo no estaba lista. Con toda esa ropa tirada por el living. Y vestida con esta cosa vieja, hecha en Japón, y tomando vino en la mitad de la mañana.
Ya había llegado, subía por los escalones que daban al patio. Los dedos de Jesús se curvaban sobre mi pasamanos. Estaba ascendiendo. Se dirigía hacia mí.
Se paró en los escalones y me miró. Yo lo miré. Se lo veía tal cual en las ilustraciones, con un hábito blanco, una chalina púrpura, pelo rubio y piel clara. ¿Cómo es que todos ilustradores de los periódicos escolares lo habían reproducido tan exactamente?
Se paró en el último escalón. Yo permanecí sentada, sosteniendo mi vaso. ¿Qué se le dice a Jesús cuando viene? ¿Cómo hay que recibirlo? ¿Lo llamás Jesús? Supuse que ese era su nombre de pila. ¿O Cristo? Me acordé de la mujer que vivía en adulterio que lo llamó Señor. Podría llamarlo así. O podría fingir que no lo reconocía. A lo mejor, por alguna razón, él no quería que lo reconocieran.
“Buenos días”, dijo. “Mi nombre es Jesús.”
“¿Cómo está”, le dije. “Mi nombre es Gloria Olson.”
Mi nombre es Gloria Olson. Eso fue lo que dije, como si él no lo supiera.
Él sonrió. Me levanté y le abrí otra reposera. “Qué hermosa vista que hay aquí”, dijo, sentándose en la reposera y apoyando su pie con sandalia sobre el borde.
“Gracias” le contesté. “Nos gusta mucho.”
Hermosa vista. Esas fueron sus palabras. Todos los que vienen a nuestra casa y van al patio de atrás dicen eso. Todos.
“No esperaba visita hoy.” Me cerré con cuidado el kimono y agarré el vaso del piso donde lo había dejado.
“Pasé mientras me dirigía a Winnipeg. Pensé en venir un rato.”
“He oído mucho de usted”, le dije. “Se parece mucho a sus cuadros.” Me llevé el vaso a los labios y me di cuenta que sus manos estaban vacías. Debería ofrecerle algo. ¿Té? ¿Leche? ¿Cómo le pregunto qué quiere tomar? ¿Qué palabras debería usar?
“¿Le gustaría tomar algo?”, le dije finalmente. Miró el vaso en mi mano. “Puedo hacer té”, agregué.
“Gracias”, dijo. “¿Qué está bebiendo?”
“Bueno, es que los lunes trato de relajarme un poquito después del fin de semana con la familia en casa. Tengo cinco chicos, ya sabe. Así que a veces después del desayuno tomo un poco de vino.”
“Un vaso de vino estaría bien”, dijo.
Por suerte encontré una copa limpia en el armario. Me apoyé en la mesada mientras servía el vino. Y luego, como un relámpago, me di cuenta de mi situación. Oh, Juan Sebastian Bach. Gloria. Honor. Sabiduría. Poder. George Handel. Rey de reyes y Señor de señores. Está en mi patio. Hoy está sentado en mi patio. Le puedo hacer cualquier pregunta, cualquiera, y él sabe la respuesta. Aleluya. Aleluya.
Abrí la puerta de la heladera para guardar la botella. Y vi a mi padre. Era la mañana de año nuevo. Mi padre estaba sentado a la mesa de la cocina. Mi madre había tapado el pavo para dejarlo marinando en el horno. Oí el sonido de la tapa contra la asadera. Se sentó enfrente de papá. Sigrid y Freda estaban en un lado de la mesa, y Raymond y yo en la otra. Teníamos libros de himnos, libros negros y pequeños abiertos en la página uno. Afuera estaba oscuro. En la mañana de año nuevo nos levantábamos antes del amanecer. Papá nos miraba con el mentón levantado. Quería decir, quédate quieto y siéntante derecho. Raymond se sentó derecho y duro como un soldado, esperando que papá se diera cuenta qué bien se había sentado. Empezamos a cantar. Página uno. Himno para el año nuevo. Philipp Nicolai. 1599. No necesitábamos los libros. Habíamos cantado este himno todos los años desde que habíamos nacido. Papá siempre era el que cantaba más fuerte.
Al filo de los gallos,
viene la aurora;
los temores se alejan
como las sombras.
¡Dios, Padre nuestro,
en tu nombre dormimos
y amanecemos!
Como luz nos visitas,
Rey de los hombres,
como amor que vigila
siempre de noche;
cuando el que duerme,
bajo el signo del sueño,
prueba la muerte.
Del sueño del pecado
nos resucitas,
y es señal de tu gracia
la luz amiga.
¡Dios que nos velas!
Tú nos sacas por gracia
de las tinieblas.
Gloria al Padre, y al Hijo,
gloria al Espíritu,
al que es paz, luz y vida,
al Uno y Trino;
gloria a su nombre
y al misterio divino que nos lo esconde.
En realidad no me importaría seguir cantando himnos en año nuevo, siempre y cuando estuviese segura que nadie se iba a enterar. Me daría algo de vergüenza si algunos de mis amigos supieran cómo pasábamos el año nuevo. A cierta edad es fácil avergonzarse de la familia. Me acuerdo de Alice Johnson, qué avergonzada estaba de su padre, Elmer Johnson. Era alcohólico y no podía controlar sus deseos de orinar. Su madre siempre tenía que estar limpiando lo que él ensuciaba. Aun así en la casa había olor. Yo sabía que Alice se avergonzaba cuando veía a Elmer con mirada de loco y manchas de orín en los pantalones. No sé qué es más difícil para un niño, tener un padre que se emborracha o uno que es sobrio, pero canta himnos de año nuevo.
Le llevé el vino a Jesús. Me senté, sosteniendo mi propio vaso sobre el dobladillo de mi kimono. Jesús estaba mirando hacia la pradera. Parecía notar cada cosa que había allí. Obviamente no tenía apuro, pero tampoco tenía mucho para decir. Pensé en qué tema podría tocar.
“Supongo que estará más acostumbrado al mar que a la pradera.”
“Sí”, respondió. “Pasé la mayor parte de mi vida cerca del agua. Pero también me gusta la llanura. Hay algo hermoso en la pradera” Volvió la cabeza hacia el viento, que soplaba con más fuerza, y venía del este.
Hermoso, de nuevo. Si alguna vez hubiera usado esa palabra para describir la pradera, en una tarea del colegio de San Juan, por ejemplo, me la habrían devuelto con tres círculos rojos alrededor. Por lo menos tres. Alcé mi copa hacia el viento. Bien por el viejo San Juan. Bien por el viejo Pastor Solberg, que se paraba en frente del altar de madera, sosteniendo su góspel en la mano.
En el comienzo fue la Palabra
Y la Palabra fue con Dios
Y la Palabra fue Dios
Todas las cosas fueron hechas por Él
Y sin Él nada de lo hecho, estaría hecho.
Yo me sentaba en el banco con Paul Thorson. Compartíamos el libro de himnos. Nuestros pulgares se tocaban en el medio del libro. Era invierno. La capilla estaba fría, estaba construida en un galpón abandonado de la Segunda Guerra. Nos poníamos tapados y nos sentábamos muy juntos. Paul jugaba con su pulgar, empujando el mío hacia un lado y después hacia el otro. El viento aullaba afuera. Veíamos nuestro aliento cuando cantábamos el himno.
En tus brazos descanso,
El enemigo no podrá molestarme
Aquí no puede alcanzarme.
Aunque el cielo se sacuda,
Aunque los corazones se aceleren,
Jesús calma mi temor,
Los relámpagos pueden estallar
Y el trueno puede atronar
Y el pecado puede acosar
Jesús no me fallará…
Y aquí estaba. Alfa y Omega. La Palabra. Sentado en mi reposera y diciéndome que la pradera era hermosa. ¿Qué podía responderle?
“A mí también me gusta”, le dije.
Jesús miraba una urraca que volaba alrededor de los álamos. Era muy bello, la verdad. Pero no era como mi padre. Mi padre era perfecto. Como la gente perfecta muy, muy ocupada. Sin embargo no estaba tan ocupado como Elsie. Elsie era la más ocupada. Nunca podías visitarla sin que tuviera que hacer alguna otra cosa al mismo tiempo. Lavar las hojas de las plantas con leche, por ejemplo.  O doblar las medias en el sótano mientras yo me sentaba en un banco al lado del lavarropas. No me habría importado sentarme en el sótano si ese hubiera sido el único lugar que ella tenía. Pero en realidad disponía de un living lleno de sillones comodísimos, donde nadie se sentaba. Ahora Cristo no tenía aparentemente nada que hacer en absoluto.
Se había levantado viento. Le hinchaba y sacudía el hábito alrededor de las piernas. Dejé mi vaso en el suelo y me sujeté el kimono en las rodillas. Se me volaba alrededor de los tobillos. Traté asegurármelo contra las piernas. Un viento de Saskatchewan vino de pronto. Un golpe de viento que me golpeó de frente y se filtró entre los bordes de la seda, se coló debajo, abombando la tela aflojando incluso la faja, y de pronto el kimono estaba totalmente abierto. Lo supe sin mirar. El viento soplaba sobre mis pechos. Luego, tan rápidamente como había llegado, se fue y nos quedamos con la brisa suave.
Miré a Jesús. Él me estaba mirando. Y a mis pechos. Jesús estaba sentado en el patio mirándome los pechos.
¿Qué debía hacer? ¿Decir disculpe y esconderlos de nuevo en el kimono? ¿Hacer una broma? ¿Ir a mirar si el viento había volado algo más? ¿No decir nada? ¿Guardarlos lo más discretamente posible? ¿Qué se dice cuando viene un viento, te vuela el kimono y Él te ve los pechos?
Ahora, ya sé que hay maneras y maneras de mostrar los pechos. Algunas cosas sé. Leo libros. Y también aprendí mucho de mi prima Millie. Millie es la oveja negra. No se graduó porque abandonó los estudios para dedicarse a ser modelo de un artista en Winnipeg. También baila. De todos modos, Millie me contó algunas cosas acerca de mostrar el cuerpo. Me dijo, por ejemplo, que cuando un artista quiere dibujar a su modelo, la desnuda completamente y la coloca en distintas posiciones para pintarla desde distintos ángulos. O la cubre con telas, generalmente de satén. Cubre una parte del cuerpo con la tela y deja el resto expuesto. Lo hace de una manera estética arrugando el satén sobre el tobillo, por ejemplo. Nunca sobre los pechos. De modo que mi apariencia no debía ser agradable, ni estética ni eróticamente hablando, según el punto de vista de Millie. Mis pechos habían aparecido al abrirse el kimono. Y por alguna razón que no puedo explicar, ni siquiera hoy, no hice nada. Me quedé sentada ahí.
Jesús debe haberse dado cuenta de mi confusión. Me dijo –creo que sinceramente-, “Tiene hermosos pechos.”
“Gracias”, respondí. Y no sabía qué más decir, salvo preguntarle si quería más vino.
“Sí, gracias”, dijo, y fui a rellenar el vaso. Cuando volví estaba mirando la urraca que volaba entre las hierbas altas. Me senté y lo observé.
Entonces tuve una sensación muy, muy peculiar. Sabía que era solamente una ilusión, pero fue tan fuerte que me asustó. Es difícil de explicar porque nunca me había ocurrido nada parecido. La urraca comenzó a flotar en dirección a Jesús. La vi flotar hacia él como si alguna aspiradora la estuviera atrayendo. Y cuando llegó, se apoyó sobre su pecho que estaba desnudo porque el hábito se había deslizado hacia abajo. Picoteó sus pequeños pezones marrones, graznó y despareció. Pareció que desaparecía colándose por sus poros, metiéndose dentro de Él. Luego, lo mismo pasó con una roca. Una roca flotó hasta Jesús, se apoyó sobre su pecho y se disolvió en su piel. Era muy extraño, Jesús y yo sentados juntos con todo eso que estaba pasando. Me sentí un poco mareada, así que cerré los ojos.
Y vi a la mujer en el baño público de Tokyo. Había docenas de mujeres y niños. Algunos se apoyaban contra las paredes. Juntaban agua caliente en vasijas y se lavaban con ella con la ropa puesta, cambiaban el agua varias veces y se enjuagaban. Y luego la vi. La mujer sin pechos. Estaba acuclillada cerca de un grifo. Era la mujer más anciana que yo hubiera visto. Y la más flaca. Piel y huesos. Saludaba y sonreía a todos los que entraban. Tenía solamente tres dientes.  Cuando se agachó para llenar la vasija vi los pliegues de piel donde habían estado sus pechos. Al levantarse, los pliegues desaparecieron. En su lugar había dos pequeñas depresiones. Hasta los pezones habían desparecido en las cuevas de sus senos.
Abrí los ojos y miré a Jesús. Afortunadamente, todo había dejado de flotar.
“¿Alguna vez estuvo en Japón?” pregunté.
“Sí”, dijo. “Unas pocas veces.”
No le presté atención a la respuesta y comencé a contarle sobre Japón como si no lo conociera. No podía parar de hablar, especialmente sobre la anciana y sus pechos.
“Debería haberla visto”, dije. “No era simplemente plana, como algunas mujeres de Moose Jaw que conozco. Sus pechos eran cóncavos. Como si la piel estuviera aspirada allí. ¿Alguna vez vio pechos así?”
Los ojos de Jesús se estaban oscureciendo. Parecía haberse hundido en la reposera.
“Las mujeres japonesas tienen pechos más pequeños, generalmente”, dijo.
Pero no me había comprendido. No eran solamente sus pechos lo que me había sorprendido. Eran sus caderas, sus dientes, su cuello, sus tobilos, sus piernas. Todo. No solamente sus pechos. No dije nada durante un rato. Jesús tampoco hablaba.
Finalmente pregunté “Bueno, ¿qué piensa de los pechos así?”
Supe inmediatamente que había hecho la pregunta equivocada. Si querés respuestas específicas y personales, hacés preguntas específicas y personales. Es así de simple. Tendría que haberle preguntado, por ejemplo, qué pensaba de ellos desde un punto de vista sexual. Si fuera un amante, digamos, ¿le gustaría acariciar esos pechos?
O debería haberle pedido algún tipo de opinión estética. Si fuera un artista, un escultor, ¿usaría el mejor mármol de Florencia, y después noche y día en su estudio reproduciría esos pechos en una estatua?
O si era curador de un gran museo en París, ¿colocaría esos pequeños pliegues en un pedestal de plata en el centro del salón?
O si fuera un patrono de las artes ¿iría a una gran muestra y se pararía frente a esas pequeñas cuevas , tomando champagne y se volvería hacia su acompañante, la de los pantalones de seda negra, y le diría “Mira, querida. ¿Has visto esta maravillosa pieza? ¿Crees que el artista ha capturado la esencia de la forma femenina?”.
Estas eran algunas de las cosas que debería haber dicho si hubiese estado inspirada. Pero mi ingenio no me acompañaba ese día. Todo lo que dije, y no quería decirlo, me salió solo, fue “A mí no me gustan”.
Eché la cabeza hacia atrás y dejé que el viento me soplara en el cuello y los pechos. Soplaba fuerte otra vez. Sentí los pequeños granos de arena contra la piel
Jesús, amante de mi alma, déjame volar hacia tu seno.
Mientras fluye el agua, mientras la tempestad todavía no está cerca.
Cuando lo miré de nuevo sus ojos todavía estaban oscuros y su cuerpo había mermado considerablemente. Se parecía a Jimmy, aquella vez en Alberta. Jimmy era un vecino de Regina.  En su cumpleaños número veintisiete se había unido a un club de motociclismo, y se metió en muchos problemas. Terminó recluido en una cárcel de máxima seguridad. Un verano en un viaje de campamento al norte, paramos para visitarlo –Fred y los chicos y yo. No fue una buena visita, dicho sea de paso. Si vas a visitar presos, tenés que hacerlo con cierta regularidad. Ahora me doy cuenta de eso. Pero, de todos modos, fue entonces cuando sus ojos parecían oscuros como éstos. Pero a lo mejor era que había estado fumando. Jimmy Lebrun.
Finalmente Jesús contestó. Todo le tomaba mucho tiempo, incluso responder a preguntas simples.  Pero no estoy segura de qué fue lo que dijo porque sucedió algo tan extraño  que no pude oírlo. El viento me golpeó en la cara y empujó mi pelo hacia atrás. Mi kimono voló en todas direcciones y sacudí los brazos en el aire, como nadando. Y allí, delante de mis ojos estaba el techo de casa. Vi la basura que había dejado la tormenta de agosto. Y recuerdo que pensé que tenía decirle a Fred que limpiara. Había comenzado a dar vueltas alrededor de la casa y veía la cabeza de Jesús desde arriba. Pero no. Porque en realidad estaba sentada en la reposera a su lado y me miraba a mí misma por encima de su hombro. Pero no era yo, era la mujer vieja de Tokyo. Vi su cabello gris en el viento. El agua se le escurría desde el mentón. Estaba flotando en dirección a su pecho. Pero no era ella. Era yo. Pude saborear el jabón en la lengua y el viento en la espalda y vi los huecos en mis pechos. Estaba sonriendo y saludando y el viento soplaba en mis encías desdentadas. Y después rápidamente, muy velozmente, fui como una bandada de gorriones que se introduce en las ramas de los álamos y exploté en millones de pequeños pedazos y me metí en los infinitesimales hoyos de la piel de Jesús. Fui como la urraca y la roca, como si fuese átomos y moléculas o lo que fuera que era aquello en lo que me había convertido.
Después me sentí mareada. Tuve náuseas, allí sentada en mi reposera. Jesús también parecía enfermo. Y triste y solitario. Oh, Cristo, pensé ¿por qué estamos aquí sentados en un día tan hermoso derramándonos tristezas el uno al otro?
Tuve que levantarme y caminar. Fui hasta la cocina y preparé té.
Puse el agua a hervir ¿Qué era lo que me estaba pasando? ¿Por qué desperdiciaba esta mañana perfecta hablando de pechos? La única oportunidad de mi vida y la estaba desperdiciando. ¿Por qué no me controlaba mejor? ¿Por qué todo siempre se me escapaba de las manos? Pechos. ¿Y por qué mi nombre era Gloria? Un nombre tan pío para alguien a quien no se le ocurre nada mejor que hablar de pechos. ¿Por qué no me llamaba Lucille? ¿O Millie? No se puede hablar de pechos todo el día si te llamás Millie. Pero Gloria. Gloria. Glooooooria. Ya sé por qué tantas Glorias andan por los bares, hablando demasiado alto, riéndose de bromas estúpidas y asegurándose de que todos se dan cuenta de que se ríen de chistes verdes. Están tratando de abandonar su nombre, eso es todo. Saqué las tazas y serví el té.
Todo había vuelto a la normalidad cuando volví. Excepto que Jesús todavía parecía desolado. Le di el té y me senté a su lado.
Ay papá. Y Phillip Nicolai. Oh, Bernard de Clairvoux. O, Sagrada Cabeza Ahora Herida. Váyanse un rato y déjennos sentarnos juntos en silencio, en este pequeño sitio bajo el sol.
Lo miré a la cara. Parecía tan triste que le puse la mano en la muñeca. Me quedé ahí sentada mucho tiempo frotando los pequeños vellos de su muñeca con mis dedos. No podía evitarlo. Después de eso, él me puso el brazo en el hombro y su mano en el cuello y empezó a masajearme. Era muy agradable. Cuando algo excitante o inusual me sucede, lo siento primero en mi cuello. Se me pone duro y anudado. Después me da dolor de cabeza y a veces náuseas. Así que se sentía muy bien un masaje en el cuello. Casi podía percibir como se relajaban mis músculos y me sentía más descansada. Jesús también parecía sentirse mejor. Su cuerpo  era normal de nuevo. Sus ojos también.
Luego, repentinamente, empezó a reírse. Se rió muy fuerte. Todavía no sé de qué se reía. No había nada gracioso. Pero oírlo me hizo reír también a mí. No podía parar. Se reía con tanta fuerza que se derramó té sobre la chalina púrpura. Cuando vi eso me tenté más todavía. Nunca había pensado que Jesús pudiera derramarse el té. Y cuando Jesús vio mis carcajadas, mis pechos bamboleándose, se rió todavía más, hasta que le saltaron lágrimas de los ojos.
Después de eso nos quedamos sentados allí. No sé cuánto tiempo. Sé que vimos a la urraca extender sus alas negras hacia las rocas. Miramos los álamos moverse en el  viento  y luego él tenía que irse.
“Adiós, Gloria Olson”, dijo levantándose de la silla. “Gracias por la hospitalidad.”
Me besó en la boca y me dio un golpecito en el pezón con su dedo. Y se fue. Bajó los escalones. Descendió la colina. Me quedé mirándolo. Miré hasta que se perdió de vista. Hasta que fue solamente un punto en el horizonte lejano.
Descolgué la ropa y la llevé adentro. Guardé mis pechos en el kimono y lo até con la faja.
Eso fue lo que me sucedió en Moose Jaw en 1972. Fue el suceso más importante de ese año.

De Gloria Sawai
A Song for Nettie Johnson
Regina: Coteau Books, 2002. 308.

miércoles, 26 de noviembre de 2014

Algunas reflexiones sobre Anillo de Moebius de Julio Cortázar


La cinta de Moebius como resolución de la dualidad

Cortázar muestra en sus obras preocupación por el tema de los opuestos, de los contrarios, y expresa literariamente la búsqueda de una forma filosófica que resulte adecuada a su concepción del mundo y que pueda resolver este problema. Sobre su experiencia de la duplicidad, Cortázar nos cuenta: "Siempre seré como un niño para tantas cosas, pero uno de esos niños que desde el comienzo llevan consigo al adulto ... una coexistencia pocas veces pacífica de por lo menos dos aperturas al mundo (...) y esa yuxtaposición que hace al poeta y quizá al criminal, y también al cronopio y al humorista (cuestión de dosis diferentes, de elecciones: ahora juego, ahora mato) se manifiesta en el sentimiento de no estar del todo en cualquiera de las estructuras, de las telas que arma la vida y en las que somos a la vez araña y mosca". (La vuelta al día en ochenta mundos, subrayado mío)


Su avatar en  Rayuela, el escritor Morelli, dice:  “Puede descubrir que la luz es continua y discontinua a la vez, que la  molécula de la bencina establece entre sus seis átomos relaciones dobles y que sin embargo se  excluyen mutuamente; lo admite, pero no puede comprenderlo, no puede incorporar a su  propia estructura la realidad de las estructuras profundas que examina”. (Rayuela).  Cortázar está evidenciando una indagación interior que quiere resolver esta contradicción, primero en forma plenamente intelectual y luego también íntimamente, afectivamente.  En sus cuentos nos encontramos con una estructura binaria, muchas veces reflejada en la figura del doble, y hallamos un puente que los personajes atraviesan para pasar de una realidad a otra, de una identidad a otra. Pero esta identidad de los personajes ya está construida con la interferencia que proviene del otro plano y que provoca una inestabilidad.  Irrumpen fuerzas extrañas, perturbaciones de lo normal que nos permiten descubrir dimensiones ocultas. Se  trasluce el intento activo del autor de moldear su conciencia de acuerdo con el paradigma científico relativista y cuántico, no buscando una síntesis, sino más bien una complementariedad.
Lo que se está expresando es la función  individualizadora de la razón, opuesta a la función identificadora: según Heisemberg  cuando observo un proceso, lo modifico, por lo tanto no puedo observar “objetivamente” y este conocimiento objetivo estrictamente no existe. Es el cambio permanente el que no permite nunca que el objeto se identifique consigo mismo. Por otra parte la razón solo puede funcionar con la función identificadora, de modo que se da la paradoja en la ciencia moderna de tener que trabajar con dos hipótesis contradictorias al mismo tiempo y tratar de “acercarnos” a la realidad, sin tener ya ese saber una pretensión de verdad o de absoluto. El sistema actual en epistemología no tiene límites definidos, ni entre los elementos ni al interior de ellos. La totalidad del sistema está ahora constituida por el fenómeno observado y el proceso de observación. Los puntos de control están dispersos, difusos en la estructura de un sistema impredecible. La unidad del sistema es la complementariedad del sujeto y objeto. El todo está en la parte que está en el todo. Los fenómenos son despliegues de consciencia y la consciencia despliegue de fenómenos. Las cosas pueden ser y no ser a la vez, ser implícitas y explícitas, a la vez.
En los comienzos de esta búsqueda cortazariana, Olivera dice: “Si hay conciliación tiene que ser otra cosa que un estado de santidad,  estado excluyente desde el vamos. Tiene que ser algo inmanente, sin sacrificio del plomo por  el oro, del celofán por el cristal, del menos por el más; al contrario, la insensatez exige que el plomo valga el oro, que el más esté en el menos. Una alquimia, una geometría no euclidiana, una indeterminación up to date para las operaciones del espíritu y sus frutos” (Rayuela). Aquí se trasluce también la influencia surrealista que, por su parte, brega por una  “resolución dialéctica de las viejas antinomias: acción y sueño, necesidad lógica y necesidad natural, objetividad y subjetividad, etc.” (Breton, 1971) pero también habla de “la absurda distinción entre los bello y lo feo, lo verdadero y lo falso, lo bueno y lo malo”. Es complejo y arduo lograr una lógica tan contraria a la razón, Cortázar lo intenta. A pesar de todo, él busca la unidad y habría que pensar si esta búsqueda no es la única posible para el hombre.  Dice sobre John Keats: “Que el día no sea también la noche lo aterra y lo encoleriza; que cada cosa  aprehendida suponga su contrario remoto e inalcanzable, lo humilla. El acto genético de  apartar la luz de la tiniebla le parece a Keats taxativo, y al gesto escindente responde con el abrazo que reconcilia sin confundir, que busca la oneness (Imagen de John Keats, subrayado mío).
Ahora bien, si la solución consiste en poner de relieve la falsa contradicción de los contrarios, podríamos encontrarnos con la indistinción entre ellos y esto no es lo que se persigue.  Cortázar encuentra la figura que anda buscando en la banda de Moebius. Su forma revela por sí misma la ilusión de los sentidos, donde vemos dos sólo hay uno.  Cortázar ya utiliza la estructura de la cinta de Moebius, aunque sin hacerla explícita, en cuentos como “La noche boca arriba” y “Lejana” entre otros. Hay dos planos, uno cotidiano y otro extraordinario, en el momento en que se realiza la unión de los dos, se revelan como uno: anverso y reverso y se forma la cinta.
El plano anverso: Es el que revela lo real. Dos jóvenes que se encuentran. Janet va en bicicleta, es virgen, tiene miedo del sexo pero también inconscientemente lo ansía. Robert es un marginal, ha tenido una vida dura, ha vivido en reformatorios, su capacidad intelectual es muy poca, vive el presente como puede.  Es el plano predeterminado por la cultura, donde los acontecimientos son explicables y predecibles.
El plano reverso: Es el de la realidad extendida. Se revela lo extraordinario. Comienza con la muerte de Janet. Los estados que ella atraviesa. Al mismo tiempo, Robert continúa en el plano real. Lo que los une en esta instancia es el tiempo, el suceder en forma simultánea.
El encuentro: Robert se suicida y va al encuentro de Janet. Se revela que no había dos planos, era sólo uno, una sola realidad dinámica.


La violación: Bataille, sexualidad femenina

Muchos han visto en la erótica de Cortázar la influencia de Bataille. Para este autor el erotismo es una experiencia que nace del interior y que se manifiesta en las experiencias corporales. La muerte y la vida dominan el campo del erotismo, pues el erotismo a lo que apuesta es a una continuidad, en oposición a la discontinuidad que nos es característica desde el momento de ser humanos: somos discontinuos porque estamos separados del otro, porque entre uno y los demás hay un profundo abismo, aún con los más amados, aún con los amigos más íntimos. La no reciprocidad, el desencuentro, la soledad y la no unicidad nos alcanza. La continuidad mágica, terrible, fusionable es lo que busca el erotismo. Ser con el otro uno, ser ambos continuo. “Enroscar mi cuerpo con el del amado y ser con él un ente único, ser con el otro un igual, ser con el otro un todo, lo cual nos sitúa ya en el campo de la muerte, pues el deseo sería morir con el otro, fusionados.” (El erotismo, Bataille) Afirma que todo acto sexual lleva la marca de la trasgresión: el acto sexual es pecaminoso siempre, es un poco vergonzoso, siempre tendrá valor de fechoría, y es esta condición transgresora lo que permite que el matrimonio pueda acceder al erotismo. “Lo que tiene de notable el interdicto sexual es que se revela plenamente en la transgresión… jamás la interdicción aparece sin la revelación del placer ni jamás el placer sin el sentimiento de la interdicción.”
Para Bataille las mujeres no son necesariamente más deseables que los hombres, pero son el objeto privilegiado del deseo porque históricamente han sido quienes provocan el deseo del hombre; las mujeres se han ofrecido, en una actitud pasiva, al deseo agresivo de los hombres.  Las mujeres -dice Bataille- cuidan su belleza, se arreglan, se adornan y al hacerlo se asumen y ofrecen como objeto al deseo de los hombres, para luego negarse un poco. En el juego de la seducción --a cargo de las mujeres según la visión de Bataille-- las mujeres juegan a que huyen, la mujer hace como que escapa, avivando el deseo.
Es desde este punto de vista que Cortázar vuelve al tema de la violación. En primer lugar porque desprecia una sexualidad rutinaria o adaptada socialmente, pero, más importante, porque quiere remarcar la transgresión en el acto sexual. Su visión de este interdicto es, tomado acabadamente, el de la violación, porque él siente que ése es su papel en tanto hombre, encarnar el deseo agresivo y está íntimamente seguro de que la transgresión femenina está en la entrega a ese deseo. Por eso le gustaría que la mujer gozara cuando es violada.
El tema de la violación atraviesa la obra de Cortázar durante la primera  mitad de los años setenta. En el Libro de Manuel  Andrés Favat viola analmente a Francine, («Y algo nuevo nacía en su llanto, el descubrimiento de que no era insoportable, que no la estaba violando aunque se negara y suplicara, que mi placer tenía un límite ahí donde empezaba el suyo y precisamente por eso la obstinación en negármelo, en rabiosamente arrancarse de mí y desmentir lo que estaba sintiendo, la culpa, mamá, tanta hostia, tanta ortodoxia.»)  Volvemos a encontrar el tema en “El rio”: “La sábana te cubre a medias, mis manos empiezan a bajar por el terso dibujo de tu garganta, inclinándome respiro tu aliento que huele a noche y a jarabe, no sé cómo mis brazos te han enlazado, oigo una queja mientras arqueas la cintura negándote, pero los dos conocemos demasiado ese juego para creer en él, es preciso que me abandones la boca que jadea palabras sueltas, de nada sirve que tu cuerpo amodorrado y vencido luche por evadirse, somos a tal punto una misma cosa en ese enredo de ovillo donde la lana blanca y la lana negra luchan como arañas en un bocal. De la sábana que apenas te cubría alcanzo a entrever la ráfaga instantánea que surca el aire para perderse en la sombra y ahora estamos desnudos, el amanecer nos envuelve y reconcilia en una sola materia temblorosa, pero te obstinas en luchar, encogiéndote, lanzando los brazos por sobre mi cabeza, abriendo como en un relámpago los muslos para volver a cerrar sus tenazas monstruosas que quisieran separarme de mí mismo”. Aunque no se trata de una violación, describe el sexo entre Olivera y la Maga de este modo: “La hizo Pasifae, la dobló y la usó como a un adolescente, la conoció y le exigió la  servidumbre de la más triste puta”.
Finalmente la violación como camino de unión total de los seres está expresada en “Anillo de Moebius”. Aquí Robert realiza su transgresión masculina, su misión de hombre, casi como en una tragedia griega, casi sin proponérselo, como su sino inevitable al que los caminos lo han conducido. A través de él, Janet es salvada de su vida gris y pequeño burguesa y encuentra su forma verdadera y su deseo después de la  muerte. Y es, finalmente, la muerte, la única que puede unir a los amantes, como en Romeo y Julieta.
En mi opinión, este poema de Pedro Salinas expresa la visión que también Cortázar tiene de la sexualidad femenina y del papel del hombre en ella:
Perdóname por ir así buscándote /tan torpemente, dentro /de ti.
Perdóname el dolor, alguna vez. /Es que quiero sacar/de ti tu mejor tú.
Ese que no te viste y que yo veo,/nadador por tu fondo,/ preciosísimo.
Y cogerlo /y tenerlo yo en alto como tiene/el árbol la luz última/que le ha encontrado al sol.
Y entonces tú/en su busca vendrías, a lo alto.
Para llegar a él /subida sobre ti, como te quiero/ tocando ya tan solo a tu pasado
con las puntas rosadas de tus pies,/en tensión todo el cuerpo, ya ascendiendo
de ti a ti misma./Y que a mi amor entonces le conteste/la nueva criatura que tú eres.

Con todo lo salvadores de mujeres que estos autores se creían, apenas si habían sabido o querido adentrarse en los secretos de la sexualidad femenina más allá de lo evidente o de lo que sus amantes hubieran querido comunicarles en algún momento. No sé si les bastaba el engaño o si les servía para sus fines. Basta leer este comentario de Cortázar: “Cualquier voyeur de nuestra literatura actual descubrirá rápidamente que estas chicas (…) se quedan en un liviano erotismo de clítoris y no acceden casi nunca al vaginal”.  De esta incomunicación también habla la ausencia en la literatura de Cortázar del amor entendido como comunicación ilimitada y como ternura intensa.


Sadismo poético

Es a partir de su trabajo sobre Keats, que Cortázar comienza a describir el conocimiento poético como un “ser la cosa misma mientras dura el acto poético”.  En “Para una poética” avanza un poco más y dice que para un poeta cuando dice “A es como B”, lo que hay no es una comparación sino una participación, dos cosas que son una. Saca esta idea de Levy-Bruhl . Es una voluntad de enajenamiento del poeta que se expresa en la metáfora. Una cosa no es “como” otra, es otra. El poeta se apropia de lo otro, se desliza desde la participación a la posesión del ser de lo otro.  “Poesía es voluntad de posesión, es posesión. El poeta agrega a su ser las esencias de las que canta. Canta por eso y para eso”  La imagen sería la forma lírica del ansia de ser siempre más, una urgencia metafísica de posesión a la que él llama el “sadismo poético”.
Creo que es también en este sentido que es tomada la violación de Robert, como un deseo de apropiación del otro ser (escape de la soledad hacia la unicidad) y al mismo tiempo como apropiación del propio Cortázar que a través de la violencia preconizada, de la muerte alcanzada, llega y se apropia como autor de ese “oneness” keatiano en los amantes imposibles.


Los estados de Janet. El tiempo de Aión. La fuga de Cronos. La oportunidad de Kairós

Cronos es el dios de la génesis, aparece en el seno de la tierra. Es hijo de cielo y tierra, y su acción principal es castrar al padre. Al castrar al padre, cielo y tierra se separan y entre ellos comienzan a aparecer todas las cosas de este mundo, incluidos nosotros, mortales. Se da lugar al orden cósmico, al Génesis. Para conservar su reinado, y ya que le habían augurado que uno de sus hijos se sublevaría contra él, devoraba toda  su descendencia, porque Cronos  es un dios que necesita engullir y matar a todo lo otro para que permanezca su poder. Es el dios que mata para conservar su eternidad. Dios de la muerte de todo lo finito, para ser él infinito. Es el dios que mata a Janet.
El dios Aión, de la Grecia antigua, no es ningún dios genético. Siempre está. No nace, no es  originado. No tiene que sublevarse contra nada, y no tiene que comerse nada para ser eterno.  Tan sólo da.  Sus imágenes son dobles, tanto se le presenta como a un viejo como encarnado en un niño. Señor del tiempo y de lo que no se mueve, de lo que no nace ni muere, de lo perfecto.  Dios de la vida pero no de la vida que muere.  Dios del pasado, de la vejez, de la eterna juventud, y del futuro, a la vez. Un futuro y un pasado liberados de la tiranía de Cronos. Es el dios de los estados post mortem de Janet.
Kairós es el demonio fugaz que aparece como inspiración y nos lleva a otra dimensión.  “Momento oportuno”, se le llama a este kairós. Ocasión. En griego se utiliza la palabra en atletismo para llamar al punto justo donde un atleta tiene que entrar para ganar. El kairós es un tiempo, pero también un lugar, un espacio distinto del espacio de la duración o del recorrer las manillas del reloj. Se trata de un lugar-tiempo donde se nos arrebata de Cronos y se nos sitúa en Aión. Es el encuentro entre Janet y Robert.
Janet deja el albergue (cubo) reglamentado y con olor a encierro para tomar su bicicleta y andar libre en el bosque. Janet en fuga. En fuga de los otros cuerpos, tras sus sueños: la velocidad de la bicicleta, los espacios abiertos. Janet recibida por el aire (el pelo, la blusa, los senos) que a su vez ella altera y rompe. Un verde traslúcido de túnel... Se tropieza con una encrucijada. Piensa en parar. Se encuentra con Robert, quien la ve primero y ya sabe todo. El también en fuga de los reformatorios y de lo poco recibido. La desea pero no quiere forzarla. Pero la vertiginosidad del tiempo hace que ninguno de los dos puedan explicarse lo que quieren. Entonces, la fuerza bruta, la resistencia de Janet, los recuerdos del horror, Janet encerrada, violada, asfixiada. Robert en la cárcel.
 "(...) ser viento siendo Janet o Janet siendo viento o agua o espacio pero siempre claro, el silencio era luz o lo contrario o las dos cosas, el tiempo estaba iluminado y eso era ser Janet, algo sin asidero, sin una mínima sombra de recuerdo que interrumpiera y fijara ese decurso como entre cristales, burbuja dentro de una masa de plexiglás, órbita de pez transparente en un ilimitado acuario luminoso."
"Derivar en lo inmóvil sin antes ni después, un ahora hialino (traslúcido) sin contacto ni referencias, un estado en el que continente y contenido no se diferenciaban, agua fluyendo en el agua... una condición fuera del tiempo, solamente el rush vertiginoso en lo horizontal o vertical de un espacio estremecido en su velocidad...  Alguna vez se salía de lo informe para acceder a una rigurosa fijeza ...tangible...".
Aquí se sale del tiempo: un ahora hialino, transparente, sin espesor. Cambio de estados incorporales, extracorporales. (Ella no siente su cuerpo ni lo ve.) Tampoco tiene voluntad aún. Transformaciones de los cuerpos sin órganos. Simplemente transita estos estados olas, reptar, etc. Es pura superficie, puros tránsitos de un estado al otro.  Desterritorialización.  Se reterritorializa cuando vuelve a la tangibilidad del cubo, a un presente espeso. (Cronos, en contraste con el presente traslúcido de Aión) En este retroceso que es el cubo, donde vuelve en parte a un presente corpóreo, vuelve también en parte a un tiempo y espacio relativos, sabe, sólo en este estado, que lo prefiere a otros y al dolor que le causan los continuos devenires de un estado a otro. De a poco (paradoja del lenguaje, ya que no hay antes y después en su fluir, sólo en el cubo) se va perfilando un continente y contenido, Janet y su ser olas y luego Janet en las olas.
No hay antes y después pero hay algo que se va construyendo: consciencia del cuerpo, voluntad, deseo y ese deseo tiene un nombre: Robert. El deseo como construcción, pero más aún como constructor. Es la fuerza del deseo lo que indica que todavía hay eros en ese tánatos de Janet y es esa fuerza la que la impulsa hacia adelante, que al mismo tiempo es atrás, a su pasado y a su posibilidad con Robert.
Va surgiendo primero del recuerdo, recuerdos borrosos y mezclados que se van sucediendo. Nada y nada y comienza a visualizar un término, Robert. Comienza a desearlo, a sentir su propio cuerpo aunque no lo vea. Llega a Robert en su estado cubo, aislada absolutamente, intentando territorializarse, concretar su deseo con Robert. Pero para que ella encuentre a Robert, Robert debe salir del cubo donde está - -donde ya no registraba el tiempo-- y entrar en la experiencia de su propio devenir. También debe morir antes. En esos cambios de estados, en ese desterritorializarse y devenir constante, se encontrarán en algún momento Robert y Janet.
Aquí ese modo tan familiar de Cortázar de entrar en "lo otro" se produce justamente con la muerte de Janet y luego de Robert. La trágica muerte de Janet se produce por esta precipitación del tiempo, un tiempo cronológico donde no cabe un fluir deseante, donde las palabras fallan como intercesoras de su expresión. Un cuerpo vacío en fuga que choca contra otro demasiado violento. Cuando Janet emprende la fuga del albergue (cubo) y entra en contacto con la brisa, en su libre andar de bicicleta hacia el bosque, ya hay un anuncio de un ahora de superficie que se interrumpirá con la muerte y proseguirá en esos sucesivos estados que terminan en su consciencia de deseo de Robert.
Lo otro siempre es un fluir nómade, liso, en un tiempo aiónico, intenso. Lo más perturbador es que ese pasaje es sólo posible a través de la muerte. El túnel, hilera de árboles en el bosque, es el pasaje fatídico que a su vez dará lugar a la epifanía: el deseo de Janet. Los pasajes a contrapelo desde el tiempo de Robert son el reverso del anillo de Moebius que forman con el relato sobre Janet verso y reverso, pura superficie. Estos devenires son el acontecimiento mismo en el cuento. Janet fluir, Janet nadar, Janet ser en el agua…

Bibliografía

“Cuentos Completos”, Julio Cortázar, Ed. Alfaguara, Madrid
“Rayuela”, Julio Cortázar, Ed. Sudamericana, Buenos Aires.
“La vuelta al dia en ochenta mundos”, Ed. Siglo XXI, Buenos Aires.
“Incipit y subtexto en los cuentos de Julio Cortázar y Abelardo Castillo, Gabriela Menczel.
“La dualidad fantástica: el anillo de moebius de Julio Cortázar”, Ilinca ILIAN ŢĂRANU 
Universidad de Oeste de Timisoara, Rumania

“Julio Cortázar, la prosa de Moebius”, Dra. Yanna Hadatty Mora, Investigadora
“El paradigma complejo, un cadáver exquisito”,  Raiza Andrade y Cadenas, Evelin; Pachano, Eduardo; Pereira, Luz Marina; Torres, Aura. Universidad Interamericana de Panamá. UNIEDPA.
“La representación de las mujeres y de la sexualidad en la obra de Julio Cortázar” Amaury De Montlaur .
“El principio y el fin en los cuentos de Julio Cortázar”, Arturo García Ramos.
“La Fascinación de las Palabras, Una conversación con Julio Cortázar”, Omar Prego. Muchnik Editores, 1985.
“Los pliegues del tiempo: Kronos, Aión y Kairós. “ Amanda Núñez. Investigadora. Filosofía. UNED
“Kairos, Aión y Cronos: dioses de la gestión y el liderazgo”, Eugenio Moliní

lunes, 24 de noviembre de 2014

Sobre la índole del amor masculino en "Cien años de soledad"




INTRODUCCION

En su obra Del amor y otros demonios, Gabriel García Márquez define: “El amor es un sentimiento contranatura, que condena a dos desconocidos a una dependencia mezquina e insalubre, tanto más efímera cuanto más intensa”[1].
Sin embargo, sería apresurado concluir de esto que el amor es, para el colombiano, solamente una especie de enfermedad “inevitable, dolorosa y fortuita”, al decir de Proust, porque en su obra
--abarcadora como pocas de las pasiones humanas-- hay espacio para toda clase de amor; desde el regido por sus propias leyes, incontenible, desbordado, hasta el deseo moldeado poco a poco, detenido, retaceado; desde la pasión por el saber, por el desciframiento, hasta la afirmación más absoluta de la praxis; desde el sentimiento definido por el sinsentido al sostenido por la lucidez más terrible; desde los bordes del incesto hasta el matrimonio mejor asentado en el consenso social. A pesar de esta proliferación, de esta fecundidad, pensamos que podemos postular y responder la pregunta de ¿cuál es la índole del amor masculino en Cien años de soledad?
Creemos que el amor y la soledad constituyen un par antitético y complementario. El mito del nacimiento de Eros, que surge de la unión de la Pobreza con el Recurso, ejemplifica esta relación ya que amaremos lo que no tenemos: el objeto de amor es el objeto que falta. Josefina Ludmer retoma esta idea cuando habla de lo que le sucede en la obra a los sujetos que desean: “en Cien años no se encuentra lo que se busca ni aparece lo que se espera”[2]. Después de explicar que el amor es amor a algo, Sócrates dice que quien está enamorado quiere “lo que no tiene a su disposición y no está presente, lo que no posee, algo que él no es y aquello de lo que carece”[3].
Pero hay que dejar bien en claro que en la obra no se representan solamente seres huidizos que se desean y se escapan irremediablemente o que apenas unidos ya no se satisfacen, sino que se establecen también relaciones como la que imaginaríamos en Romeo y Julieta sobrevivientes y que son las de toda pareja que perdura, “de agresión y fusión, de castración y gratificación, de resurrección y de muerte”[4].
La novela está construida como un árbol genealógico y por ello adquiere “una dimensión de profundidad ... la red de relaciones de parentesco y sus determinaciones multidimensionales transforman al libro en una especie de monumento que se recorre en todas direcciones”[5]. Es por esto que los personajes masculinos pueden agruparse en relación a sus búsquedas vitales y a su capacidad y forma de amar.
Este es el trabajo que realiza Josefina Ludmer, graduada en letras y crítica literaria que actualmente es profesora en Yale, USA. Ella divide a los protagonistas varones en dos grupos antitéticos y complementarios. Esta división comienza con la primera generación de hijos “José Arcadio Buendía es entero y doble, pero sus hijos son dos, hasta el fin de la estirpe; dos hombres cuyos contenidos son contrarios y duales como lo eran en el padre (…) Cada uno de los hijos de José Arcadio Buendía asuma una de las partes de su padre y la expresa sobresalientemente-"[6]
Para ayudarnos en la descripción de las formas de amar de estos personajes, buscar en sus motivaciones y profundizar en su psicología elegimos un libro que trata de hacer un análisis profundo del amor, desde el punto de vista del psicoanálisis, pero también de la filosofía y de la historia. Se trata de Historias de amor y su autora, Julia Kristeva, psicoanalista y lingüista, dice al respecto: “Nuestra sociedad no tiene ya código amoroso. En cada relato privado, íntimo, buscamos descifrar los meandros de ese mal que tiene una relación tan extraña con las palabras. Idealización, estremecimiento, exaltación, pasión; deseo de fusión, de catástrofe mortal tendida hacia la inmortalidad, el amor es la figura de las contradicciones insolubles, el laboratorio de nuestro destino”[7]
De hecho, Cien años de soledad es un universo completo con sus integrantes múltiples y contradictorios unidos por lazos familiares dispuestos en el tiempo --cien años-- y ubicados en la centralidad de la casa (que es el título que, para la novela, había pensado en un principio el autor[8]), un sitio de donde se sale, pero al que siempre se retorna, un lugar que a veces se ofrece limpio, luminoso y aromático y otras sucumbe bajo el peso de la decadencia y los insectos.
García Márquez pasó su primera infancia en una casa muy parecida a esa, grande y antigua con un patio perfumado de jazmines, donde su abuela, Tranquilina Iguarán, lo embelesaba y aterrorizaba a un tiempo con historias fantásticas que ella aseguraba que sucedían en realidad. Allí también vivía su abuelo, el coronel Nicolás Márquez, a quien el autor definió como “la persona con quien mejor comunicación he tenido jamás”[9]. Su estadía en esta casa fue un puente de paz tendido por sus padres hacia sus abuelos, que no aprobaban el matrimonio de su hija con un telegrafista, uno de los “aventureros” de la “hojarasca”, como llamaban despectivamente a los inmigrantes de la fiebre del banano que habían llegado a Aracataca, el pueblo donde su madre y sus abuelos eran una de las familias más antiguas y respetadas.  Los recuerdos de su infancia, el abuelo como prototipo del patriarca familiar, la abuela como portadora de un universo sobrenatural y mágico, la vivacidad del lenguaje campesino, aparecen, transfigurados por la ficción, en muchas de sus obras ( La hojarasca, Cien años de soledad, El amor en los tiempos del cólera) y el mundo caribeño, desmesurado y fantasmal de Aracataca se transforma en Macondo, que en realidad era el nombre de una de las muchas fincas bananeras del lugar.
Luego de la muerte de su abuelo y tras vivir un breve tiempo con sus padres en Sucre García Márquez cursa el bachillerato en Zipaquirá, lugar del que guarda recuerdos sombríos y dolorosos y donde, paralizado por la nostalgia de Aracataca, nunca llega a integrarse. Prosigue sus estudios de derecho en Bogotá, donde sus impresiones no son mejores que las de Zipaquirá, pero allí empieza a escribir, para el periódico El Espectador, sus primeras obras: diez cuentos, de los que abjurará después, que constituyen su “prehistoria” como escritor. Enseguida abandona los estudios de derecho y en un viaje a Barranquilla conoce a un grupo de periodistas que le fascinan y decide instalarse allí, integrándose en el llamado “Grupo de Barranquilla” al que le debe el descubrimiento de los autores que más tarde se convertirán en sus modelos literarios: Kafka, Joyce y, muy especialmente, Faulkner, Virginia Woolf y Hemingway.
A partir de esta vivencia, García Márquez se interna más y más en su relación con la literatura y en la experiencia de escribir. Sus primeras obras no son precisamente un éxito; algunas las publica él mismo con ayuda de sus amigos o tienen tiradas muy reducidas y no salen de las fronteras colombianas. La hojarasca, La mala hora, El coronel no tiene quien le escriba y El otoño del patriarca son sus primeros cuatro libros, escritos en casi veinte años. Mientras tanto, pasa la vida. El escritor viaja a Europa como corresponsal, se casa, nacen sus dos hijos, se compromete políticamente con la Revolución Cubana, viaja a Estados Unidos y a México. Es precisamente Cien años de soledad la bisagra que separa estos años de lucha del escenario completamente diferente que la fama y el dinero le proporcionan a partir del éxito inesperado de la novela en 1967. Recibe varios premios, entre ellos el Nobel de literatura. A lo largo de 33 años escribe Crónica de una muerte anunciada, El amor en los tiempos del cólera, Doce cuentos peregrinos, Del amor y otros demonios, Noticia de un secuestro, Historia de mis putas tristes y Vivir para contarla, una autobiografía aparecida en el año 2002. En sus obras, la creación de universos propios, el desarrollo de facetas inéditas de lo maravilloso, lo fantástico o lo mágico se entrelazan con claras connotaciones ideológicas y culturales. Logra establecer una sorprendente mirada al mundo, una actitud, una visión, que permite que lo sobrenatural y lo insólito dejen de serlo y se inserten en la realidad.
La idea de Cien años de soledad, o mejor dicho la idea de cómo escribir Cien años… se le ocurre un día de enero de 1965 mientras conduce su Opel por la carretera de México a Acapulco. Inesperadamente descubre que va a narrar la historia que viene madurando con el mismo tono en que su abuela le contaba sus historias fantásticas, de un modo en el cual “con toda inocencia lo extraordinario entrara en lo cotidiano”[10], y partiendo de aquella tarde en que el niño es llevado por su padre a conocer el hielo.  Logra reunir cinco mil dólares  y le dice a su esposa que mientras tarde en escribir su novela se ocupe de todo y no lo moleste bajo ningún concepto. Cuando después de dieciocho meses de duro trabajo la concluye, Mercedes le espera con una deuda doméstica que sobrepasa los diez mil dólares. Para enviar el manuscrito a Buenos Aires, a la Editorial Sudamericana, deben empeñar los tres últimos objetos de un cierto valor que les quedan: una batidora, un secador de pelo y la estufa.  Cien años de soledad aparece en junio de 1967. El éxito es fulminante: en pocos días se agota la primera edición y en tres años se venden más de medio millón de ejemplares.
La historia relata la saga de la familia Buendía, comenzando con el matrimonio entre Úrsula Iguarán y José Arcadio Buendía quienes constituyen una unión incestuosa entre primos. Recién casados, Úrsula no se entrega a su marido porque teme que su parentesco les traiga un hijo con cola de cerdo. Un conocido del pueblo, Prudencio Aguilar, comete la torpeza de burlarse de José Arcadio por no haber consumado el matrimonio y éste lo mata. Es este crimen y la posibilidad de otros semejantes lo que los aleja de su pueblo de origen y los lleva a fundar Macondo. La historia se estructura sobre el árbol genealógico generado por ellos y también se asienta sobre la historia de Macondo, tomado como un pueblo arquetípico del Caribe colombiano que podríamos situar entre los años 1855 (unos treinta y cinco años antes de la Guerra de los Mil Días[11]) y 1955 (unos veintisiete años después de la Masacre de las Bananeras[12]).
En las primeras páginas se nos adelanta mucho de lo que sucederá y aunque no llegamos a comprenderlo nos deja una clara sensación de predestinación. En esos capítulos iniciales se narra la fundación de Macondo y algo sobre el origen de los Buendía y los Iguarán, que se remonta a la Riohacha del siglo XVI, cuando los bisabuelos de José Arcadio  y de Úrsula se conocen. En Macondo ellos consiguen la proeza de comenzar de cero, con un mundo tan estrenado que  “muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo”[13].
Luego llegan, como era de esperarse, los hijos: José Arcadio, Aureliano, Amaranta, y con ellos la vicisitud de los consortes, de los hijos, de las amantes, de los amigos y de los enemigos. Los varones de la casa son de dos tipos: atolondrados, monumentales, tipos viriles, expansivos, como José Arcadio; o retraídos pero batalladores, minuciosos, aunque casi siempre osados, lúcidos y a la vez delirantes, como el coronel Aureliano Buendía, responsable de numerosos alzamientos y de muchas guerras civiles perdidas. Las mujeres de la familia permanecen en la casa, sosteniéndola con su infatigable trabajo, su decisión y  terquedad. En El olor de la guayaba, García Márquez dice que es justamente de este modo como ve a los dos sexos “las mujeres sostienen el orden de la especie con puño de hierro, mientras los hombres andan por el mundo empeñados en todas las locuras infinitas que empujan la historia”[14]. Durante la infancia de los hijos de la pareja fundadora es cuando cobran una gran importancia los gitanos, que cumplen la función de unir al pueblo con el mundo, y traen sus inventos y novedades (por ejemplo el hielo). Entre ellos, Melquíades, quien más que un gitano es un sabio, traba una gran amistad con José Arcadio y en su vejez escribe largos pergaminos que los personajes posteriores se empeñarán en descifrar sin éxito.
Los dos hermanos terminan dejando descendencia con la misma mujer, Pilar Ternera, que es la prostituta-pitonisa que da a luz a Arcadio y a Aureliano José. Arcadio se une a Santa Sofía de la Piedad, una mujer sacrificada y silenciosa a quien su nuera luego habría de confundir con “una sirvienta eternizada”[15] y tienen, como sucede tres veces en la novela, tres hijos: José Arcadio Segundo, Aureliano Segundo y Remedios, apodada “la bella”. Los hermanos son mellizos y se divierten cambiando sus identidades, al punto que llegan a compartir (aunque sin saberlo uno de ellos) una amante. Tanto reiteran este intercambio que en algún momento quedan trocados, siendo José Arcadio un “aureliano” y Aureliano un “josé arcadio” y así continúan hasta la muerte cuando por un error los entierran en tumbas equivocadas y les devuelven la identidad perdida. Es Aureliano Segundo quien se casa (los únicos dos matrimonios constituidos son éste y el de Úrsula-José Arcadio Buendía) y su mujer es Fernanda del Carpio, un personaje que García Márquez utiliza para criticar a la aristocracia bogotana y que vive pendiente de las formas y los ritos, intoxicada de prejuicios y sueños aristocratizantes. Son ellos los que tienen los últimos tres hijos de la dinastía: José Arcadio, Renata Remedios (Meme) y Amaranta Úrsula. En los dos mayores los Buendía depositan sueños de grandeza: José Arcadio está destinado a ser Papa, según su tatarabuela centenaria y ciega que le vuelca agua perfumada en la cabeza para reconocerlo en la casa; Remedios no puede aspirar a menos que un noble para compartir su vida. Ambos personalizarán profundamente la caída de la familia; el primero se transformará en una especie de “Adonis decadente”[16] y Meme, enamorada de un obrero de la más baja extracción social, tendrá un hijo bastardo y terminará sus días, muda, en un convento de clausura.  Amaranta, escapará del peso de las ambiciones frustradas de sus ancestros y se transformará en la mujer más libre, bella y plena de todo el libro. El destino la une a su sobrino, el hijo bastardo de su hermana, sin que ninguno de ellos conozca el parentesco, y se enamoran locamente hasta concebir el temido “hijo con cola de cerdo” prometido desde el comienzo de la historia. Cumplido el presagio, los nudos se desatan, se descifran los pergaminos de Melquíades y el huracán se lleva al último sobreviviente junto con lo que queda del pueblo; es el fin.




DESARROLLO

Destino y propósito de los personajes masculinos en Cien años de soledad

Antes de analizar la forma en que los protagonistas varones de la historia aman y son amados, queremos hacer una breve descripción de su papel dentro de la novela. En los comienzos de Macondo nos encontramos con una primera pareja incestuosa: José Arcadio Buendía y Úrsula Iguarán, quienes fundarán la estirpe de los Buendía, a pesar de ser primos. Después de vencer la resistencia de Úrsula y asegurar su descendencia, José Arcadio se dedicará por completo a la búsqueda del conocimiento y la verdad. Lo hará a través del personaje de Melquíades, quien le llevará las noticias del mundo y quien le legará los manuscritos que contienen las respuestas definitivas del destino de Macondo. Los dos grupos masculinos (los Aureliano y los José Arcadio) son los encargados de hacer avanzar la historia. Ellos van desarrollando a través de etapas las tareas planteadas desde el comienzo: el desciframiento de los manuscritos y la consumación de una nueva cópula incestuosa que traerá al mundo al temido hijo con cola de cerdo[17]. Para García Márquez la voluntad masculina es la encargada de realizar los dos trabajos esenciales de construcción de la realidad: el del saber y el de la reproducción. Son los hombres los que trabajan para conocer la verdad y son nuevamente ellos los que quiebran la resistencia femenina y siembran su semilla.
Según dice Ludmer, para expresar estos dos aspectos fundamentales García Márquez realiza una división de sus personajes masculinos en pares irreconciliables.[18] El primer grupo, los José Arcadio, llevarán a cabo los trabajos referentes a la reproducción. El segundo grupo, los Aureliano, realizarán las tareas mentales que llevarán al desciframiento de los manuscritos. Este esquema nace con el primer dúo de hermanos y continúa de ese modo hasta el final, generando tres pares opuestos “mente - cuerpo”.[19]  Los varones que no participan de esta separación y en cambio representan una unidad dual, que contiene ambos grupos en un solo personaje, son José Arcadio Buendía, al abrir la ficción, y Aureliano Babilonia, al cerrarla.[20] De un modo marginal, tampoco participa de esta división funcional el último José Arcadio, que revela claras tendencias homosexuales, aunque García Márquez es reticente a explicitarlas.

José Arcadio Buendía. Pasión y desmesura

Contiene acabadamente los dos mundos masculinos: mente y cuerpo. La unión inicial con Úrsula Iguarán está condenada por incestuosa, es perseguida y rechazada por su familia y por su medio social. Los primeros meses de la pareja en los que no pueden consumar el matrimonio, la prohibición los persigue y “forcejaban varias horas con una ansiosa violencia”[21]. José Arcadio Buendía impone su voluntad, aunque tenga que ser a través de un crimen, el de Prudencio Aguilar, y una huida, hacia Macondo. En esta primera parte, el patriarca pertenece definidamente al grupo “cuerpo”: seduce y preña a Úrsula, mata a Prudencio Aguilar, se desplaza, funda Macondo, tiene tres hijos.
En la segunda parte, que comienza con la llegada de Melquíades, se revelará como un integrante decidido del grupo “mente” tomando todas sus características: pasión por el conocimiento, curiosidad, soledad, liderazgo político, frialdad.
Sus relaciones amorosas estarán signadas por esta desviación de su personalidad. En el comienzo se revela como un amante decidido, pero luego abandona este rol y se retira a desentrañar el mundo y sus leyes. Pero lo que nos llama la atención en este personaje es su pasión, su desvelo, la intensidad de su deseo. San Agustín decía “el deseo es la concupiscencia de la cosa ausente”[22] y José Arcadio no parecía tolerar fácilmente la ausencia del objeto de su deseo “habiendo abandonado por completo las obligaciones domésticas, permaneció noches enteras en el patio vigilando el curso de los astros y estuvo a punto de contraer una insolación por tratar de establecer un método exacto para encontrar el mediodía”[23]. Si tenemos problemas para amar es porque tenemos problemas para idealizar, dice Kristeva[24], y éstos son justamente los inconvenientes que José Arcadio no tenía: erotizaba los objetos deseados con toda la desmesura de la que era capaz. Por último no debemos olvidar que él es el único personaje que se volvió loco, que se alejó definitivamente de la realidad, que no consiguió manejar su descomedimiento y aunque ya estaba muy viejo  “se necesitaron diez hombres para tumbarlo, catorce para amarrarlo, veinte para arrastrarlo hasta el castaño del patio”[25]

El grupo “mente” y la necesidad de saber

Los Aureliano son los destinados por el autor a realizar el trabajo mental. Son silenciosos, solitarios, intuitivos, y fríos de corazón.[26] Son los que dejan una herencia cultural y no física,[27] son los que trabajan y acumulan, son los que subliman.

El primer Aureliano. El amor por sí mismo
En la historia de Aureliano, el segundo hijo de Úrsula Iguarán  y José Arcadio Buendía, encontramos una descripción acabada de un narcisismo secundario[28], una estructura psíquica que experimenta el amor a sí mismo, como fundamento, a la vez necesario y limitativo, de todo amor.
Veamos cómo esto se expresa en la novela. En la primera etapa, en su juventud, Aureliano se enamora de una niña. Esta pasión, que es claramente pedófila, se reitera en otras novelas de García Márquez y puede reconocerse como una obsesión del autor.[29]
Restaurar la pasión de ser padre y hacer de ésta el modelo de la pasión amorosa, eso es lo que está radicalmente en juego en la pedofilia. Es la razón por la que el pedófilo está íntimamente persuadido de hacer el bien a los niños con los que tiene relaciones amorosas o sexuales. También es por lo que está convencido de ser mejor educador --mejor porque más verdadero-- que el padre legal. Una pasión que no rechaza ni reprime lo que implica de sensualidad y de erotismo. Hay que señalar --es un criterio decisivo para distinguir al pedófilo del homosexual pederasta -- que el pedófilo elige al niño pre-púber. En efecto, a lo que apunta la perversión pedófila es al niño cuyo cuerpo o cuyo espíritu no han elegido aún verdaderamente su sexo. La exigencia de que el niño sea elegido antes de la manifestación de la pubertad significa que el pedófilo busca, en el niño que le atrae, el desmentido de la diferencia de sexos. El niño elegido por el pedófilo es el tercer sexo. O más exactamente es el sexo que une, confundiéndolos, los polos opuestos de la diferencia sexual.  En todo caso, el psicoanálisis del pedófilo permite poner en claro que, lo que el pedófilo busca encontrar y hacer aparecer en la figura infantil elegida por su pasión  es a  él mismo. Ahí es donde se manifiesta hasta qué punto él mismo se ha quedado convertido en un eterno niño imaginario.[30] Efectivamente, Aureliano se enamora de Remedios, una niña de nueve años que era impúber, cosa que el novio “no consideró como un tropiezo grave”[31]. Luego de un breve matrimonio, Remedios muere y comienza una segunda etapa de Aureliano, dedicada a la política y a la guerra.
En esta segunda parte, Aureliano encuentra una nueva forma de amarse a sí mismo a través de sus convicciones morales. Es una búsqueda del bien y de la verdad que él encuentra depositados en él mismo y que a partir de esta convicción trata de socializar. Esta forma de amor no tiene, para él, nada de malo y se parece mucho a la concepción de Santo Tomás que piensa que el  amor a sí mismo, a lo propio, es lo que demuestra la presencia del bien y es la única posibilidad que permite un intercambio amoroso posterior. Uno se ama, según el tomismo, porque tiene la experiencia propia e inmediata de participación en el bien y porque está más próximo a sí mismo que a cualquier otro. Esto proviene de la naturaleza, porque todas las cosas se aman a sí mismas más que a las otras.[32] En el Tratado de la caridad, dice Santo Tomás que el amor a sí mismo, liga al hombre consigo, pero además le procura “algo más”, porque al amarse consigue unirse y ser una unidad. Y sólo una vez consumada esta unidad se puede realizar la unión con el otro en la amistad o en el amor. El ser inteligente, por lo tanto, no se deja mover por el objeto deseado (y aquí parece haber una respuesta para los períodos de febril actividad o de quietud total de Aureliano) sino que juzga si el objeto conviene a la idea del bien antes de moverse.[33]
Úrsula se da cuenta de que Aureliano “no le había perdido el cariño a la familia a causa del endurecimiento de la guerra (…) sino que nunca había querido a nadie” y pensamos que en esto acierta con el carácter de su hijo pero también cree que “no había hecho tantas guerras por idealismo (..) sino que había ganado y perdido por el mismo motivo, por pura y pecaminosa soberbia”[34] y creemos que en esto se equivoca porque Aureliano no se considera mejor ni peor que los otros, ni necesita probarse en una lucha; es que simplemente el amor por sí mismo lejos de ser un fin mortal o un engaño desastroso resulta para él una vía de salvación. Queda al amparo de los sentimientos, refugiado en la dureza de la razón, que es el motor de su ética política, y en los ritos de la costumbre y del trabajo que lo envuelven hasta su muerte.

Aureliano José. El Edipo y la muerte
Este Aureliano es una sombra de su padre. Su vida se truncó dos veces: la primera, al enamorarse de Amaranta; la segunda y definitiva, cuando la muerte lo encontró a través de una bala imprudente del capitán Aquiles Ricardo.[35]
A primera vista no parece pertenecer al grupo “mente”. No lo vemos buscando el saber ni relacionándose con los demás a través de sus ideales o de sus valores. Sin embargo, está ubicado en una etapa anterior y si su vida no se hubiese tronchado quizás no lo habríamos visto casado con Carmelita Montiel sino descifrando los pergaminos de Melquíades o siguiendo en la guerra los pasos de su padre.
Creemos esto porque es justamente la prohibición de la relación edípica la que lleva al hombre a desplazar su objeto de deseo de la madre vedada al saber, objeto que se aureola para el niño pequeño de la energía y sabiduría maternas[36]. Calco de la madre ideal, este objeto del saber permite al hombre construir su yo ideal y buscar con entusiasmo un objeto inmortal e inmutable. Es a través de la fecundidad simbólica, que crea objetos de sabiduría, que el hombre soslaya lo femenino y la muerte.[37]
Pero nuestro Aureliano José no pudo eludir ni lo uno ni  lo otro. Amaranta como madre sustituta le permite los juegos sexuales, aunque no su consumación. De este modo sigue siendo “madre” en lo simbólico, pero sin que un corte, claramente establecido, le permita a Aureliano acceder a un nuevo objeto de deseo. Cuando la prohibición se produce, ya es tarde y sobreviene la muerte.
Con esta interpretación rechazamos la lectura que Ludmer hace de este personaje en el sentido de que su personalidad está invertida y es, en realidad, un integrante del grupo “cuerpo”[38]. Como veremos más adelante, los Arcadio tienen una personalidad completamente diferente que está sustentada en la transgresión y en la alegría y el goce de vivir.

José Arcadio Segundo. Sublimación y melancolía
Se trata, en realidad, de  Aureliano Segundo. El cambio de personalidad, en este caso, es solamente confusión de nombres debida a la costumbre de los gemelos de intercambiárselos.
Es un integrante absoluto del grupo Aureliano: trabaja, participa en las huelgas, es dirigente gremial, se salva de la muerte, se encierra, trata de descifrar los manuscritos.[39]
Su inclinación política es más profunda que la de su tío abuelo. No solamente participa activamente en las luchas en pos de sus ideales y de la justicia sino que asume el papel de historiador dotando a estas luchas de una perspectiva temporal.
José Arcadio Segundo nunca se enamoró. Si participó en actividades tan diversas como la sodomía con burras, las riñas de gallos o la asistencia al párroco como monaguillo todo lo hizo bajo el signo de una misma pasión: la curiosidad, la necesidad de saber.
Este tercer integrante del grupo “mente” realiza acabadamente lo que Aureliano José no pudo lograr: desplazar el deseo edípico hacia el saber. En El banquete, Diotima, la gran sacerdotisa de Mantinea, la sabia extranjera cuyos sacrificios habían salvado a Atenas de la peste, dicta a Platón la concepción ideal del amor.[40] La clase de amor que Diotima explica está en total consonancia con los Aureliano. Se funda en la procreación o en la creación, la generación de cuerpos o de obras que aspiran a la inmortalidad. En el primer caso, a través del amor físico, se deja descendencia; en el segundo, la energía física se sublima y se transforma en creación. Esto es lo que hace José Arcadio Segundo: sublimar, y lo hace de un modo no exento de melancolía –definiendo melancolía como lo hace Kristeva: como una preocupación permanente en el plano moral y un rechazo doloroso en el plano sexual.[41]


El grupo “cuerpo” y una posición amoral

Los integrantes de este grupo poseen características físicas descomunales, cuerpos enormes, penes extraordinarios. Son extrovertidos, apasionados y seductores[42] Su falta de apego, su insolencia, su risa con y contra lo prohibido los hacen parecer sin interioridad, desprovistos de moral. Para ellos la vida es más bien un juego, un goce, hasta un objeto artístico si se quiere.



El primer José Arcadio. Transgresión y goce
Dueño de un cuerpo inmenso y de una “masculinidad inverosímil”, su función primordial parece ser la de gozar.[43] No trabaja ni acumula riqueza, solamente vive o toma de la vida todo lo posible. Esta libertad no es un valor para él; no es más que un juego, un desahogo más que una reivindicación. Es la gloria del gasto, del derroche, como si el autor quisiera mostrar el reverso gozoso del cristianismo. Su brío desenvuelto, extravagante, lo adorna con un misterio en el que se mezclan la fascinación con una pizca de ternura ante la fragilidad infantil del que no sabe posponer  lo que desea.
José Arcadio no sabe y no quiere renunciar a lo que desea. Su vida es un constante desafío a la Ley: no trabaja, vive de las mujeres, come carne humana, se apropia de tierras ajenas, se casa con Rebeca, su hermana adoptiva.
Esta pasión que sintió por Rebeca y que lo llevó a dejar su vida errante y a atenerse a ciertas obligaciones, ¿hubiese sido posible si ella no era una mujer prohibida por el parentesco?
Lo cierto es que José Arcadio realiza una apología de la transgresión que culmina en el misterio de su muerte, que es un asesinato ¿Quién lo mata? ¿Es Rebeca consciente de alguna infidelidad? ¿Es alguno de los hombres de Macondo, que son, en tanto hombres, sus rivales? No lo sabremos. Nos queda el recuerdo del gozador que se sostiene en la afirmación de la posibilidad del gasto, de la pérdida, hasta el infinito, para nada, por la gloria, por la vida.[44]

Arcadio. Transgresión y procreación
A pesar de que tiene la fuerza brutal de su padre, José Arcadio,  y su nombre, creemos que este personaje se coloca en una posición equívoca, similar a la de su contraparte Aureliano José. Los dos se desarrollan poco y mueren tempranamente. El también tiene una atracción  irresuelta con su madre verdadera, Pilar Ternera, de la cual, como el verdadero Edipo de Tebas, desconoce la identidad. Sin embargo logra una pareja con Santa Sofía, una mujer cuya existencia solamente se conoce a través de sus hijos (“tenía la rara virtud de no existir por completo sino en el momento oportuno”[45]) y que es una relación que desarrolla muy poco amor y menos pasión. Aquí también discrepamos con Ludmer que dice que Arcadio cumple funciones de Aureliano[46]. Creemos que es un claro integrante del grupo “cuerpo” porque no solamente tiene la fuerza y el tamaño físicos sino que también tiene una clara tendencia a la transgresión característica de los Arcadio y que no existe en el grupo Aureliano. 
Arcadio desarrolla su enfrentamiento con la ley en el campo de la política, ya que no puede hacerlo en el de la sexualidad. Como gobernante se apropia de lo ajeno y se hace rico ilegalmente, encontrando allí su posibilidad de desafiar y transgredir. También es dado a los excesos en este terreno: fusila al trompetista, castiga con desmesura a los que enfrentan su autoridad. En el terreno de la sexualidad también se expresa físicamente ya que tiene los hijos que permiten la continuidad de la familia Buendía.
Aunque tiene que atravesar frustraciones y dificultades, Arcadio también ama la vida y goza de ella como los integrantes de este grupo, cuando lo condenan a muerte no le importó porque “en realidad no le importaba la muerte sino la vida, y por eso la sensación que experimentó cuando pronunciaron la sentencia no fue una sensación de miedo sino de nostalgia”[47].




Aureliano Segundo. Amor y placer
Es un Arcadio totalmente acabado. Es alegre, no trabaja, ama, es bígamo, tiene hijos, goza, come con desmesura.[48]
Encarna la alegría del seductor que conquista tanto a hombres como a mujeres. En su generosidad, en su derroche, radica el origen de su fortuna.  Su  relación con los demás hombres ha mellado el filo que caracterizaba al primer José Arcadio y realiza más bien un efecto de grupo, de complicidad con ellos, que no rechaza  el cuerpo a cuerpo con su hermano (a través de la mujer compartida). Este hombre gozoso, eternamente ávido,  se acerca más a las mujeres que cualquier otro personaje de la novela, las comprende y finalmente es el único que las ama generosamente con o sin pasión de por medio. Con Petra Cotes, su amante de toda la vida, en la vejez estaban “locamente enamorados (…) gozaban con el milagro de quererse tanto en la cama como en la mesa y llegaron a ser tan felices que todavía cuando eran dos ancianos agotados seguían retozando como conejitos y peleándose como perros”[49]. Cuidó de Fernanda, su mujer, perdonándole sus delirios de grandeza, sus crueldades y su melancolía eternamente frustrada y con Petra Cotes “pensaban en Fernanda como en la hija que hubieran querido tener y no tuvieron, hasta el punto de que en cierta ocasión se resignaron a comer mazamorra por tres días para que ella pudiera comprar un mantel holandés”[50].
Lo que presenta Aureliano Segundo que no tienen los demás Arcadio es una “parte femenina” que le permite tomar a la mujer en todas su formas, agradables o no, como algo deseable que incita a jugar con él, que hace posible y mejor a la vida. Cuando Fernanda lo recibe en el lecho nupcial completamente tapada y con un camisón que tenía un ojal a la altura del vientre para permitir la cópula, lejos de enojarse Aureliano “no pudo reprimir una explosión de risa”[51] Mientras su hermano recordaba a Petra Cotes como una mujer “completamente desprovista de recursos para el amor”[52], él sólo pensaba en “morirse con ella, sobre ella y debajo de ella”[53].
Otra característica única de este personaje es su capacidad de ser feliz, a través de la libertad que permite la suspensión de las represiones y los resentimientos. Es la primacía del principio del placer, capaz de hacer participar a otros de su propio goce, y que se expresa en el derroche y en la alegría.

El último José Arcadio. Decadencia y dolor
Hijo de Aureliano Segundo, tomado bajo su férula por Úrsula que quería hacer de él un Papa, pertenece al grupo “cuerpo”, pero de un modo completamente diferente que sus antecesores. Tiene una fijación edípica con Amaranta, pero también desarrolla una relación intensa con su propia madre y con su tatarabuela. Si bien es dado al goce físico y a la transgresión y no presenta ninguna característica del grupo Aureliano, este José Arcadio no disfruta de la vida; es un exponente de la decadencia de la familia. Tiene asma y tiene miedo “de todo cuanto Dios había creado en su infinita bondad y el diablo había pervertido”[54]. Su afición por los niños y los adolescentes junto a sus características lánguidas y afeminadas lo hacen parecer un pederasta.
Dice Kristeva: “En el hundimiento del entusiasmo, en el reino del abismo, es donde se lee la influencia insuperable de una madre asfixiante (…) que lo sume en la tristeza de la inacción y la desesperación”[55].  Portador no solamente de una sino de tres figuras maternas asfixiantes, José Arcadio goza de las angustias de este abismo en el dolor moral de la decadencia tan deseada como condenada.

Aureliano Babilonia. Pasión y muerte
Como personaje de cierre del relato une los rasgos de los dos grupos, es intelectual y luego es un amante desaforado. Realiza el incesto (no el Edipo, que está estrictamente prohibido en el libro), y solamente así logra comprender los manuscritos.[56] El cuerpo le franquea la entrada al saber, pero también a la muerte, que anidaba precisamente allí.
La  relación que mantiene con Amaranta Úrsula, su tía, aunque ambos ignoran el parentesco, está signada por una doble prohibición: es incestuosa y adúltera. “Era una pasión insensata, desquiciante, que los mantenía en un estado de exaltación perpetua.”[57] Su amor es transgresor, ilegal. Hay muchos autores que creen que esta característica infractora, violadora de normas hace a la definición del amor. Así lo entendió Shakespeare en la obra que inmortaliza la pureza de este sentimiento, Romeo y Julieta. El matrimonio, por el contrario, su legalización, hace de ese estado de deliciosa inestabilidad un conjunto coherente, reglado, un pilar de la reproducción  o un contrato social.
Visto de este modo, como lo ve Shakespeare, y como creemos que también lo ve García Márquez, los amantes clandestinos son el paraíso de la pasión amorosa. Hay, en la felicidad de los amantes secretos, el intenso sentimiento de acercarse cada vez más al castigo. El secreto garantiza el idilio y el peligro lo inflama.[58]
Pero si su amor está prohibido y el matrimonio no garantiza la continuidad del amor, entonces la muerte es la única salida. Lo es en Romeo y Julieta y lo es en Cien años de soledad. Filtrada por la pasión, idealizada, la muerte adquiere así un carácter decididamente gótico[59]. “Me quedaré contigo todavía y ya no saldré jamás de este palacio de la noche oscura ¡Aquí me quedaré con los gusanos que son tus servidores!”[60]
Al respecto dice Ludmer “Lo esencial es que nunca hay sexo ni amor apasionado con la mujer que es madre de los hijos (propios)  (…) el amor (la pasión sexual)  sólo existe con mujeres que todavía no son madres o con mujeres que no llegarán a serlo. (…) A todo lo largo de Cien años se diferencian netamente las funciones de las mujeres madres y de las mujeres como objeto de deseo”[61].
En este amor-pasión se realiza el realce del presente, del instante, en contraposición con la perspectiva histórica del amor matrimonial “perdieron el sentido de la realidad, la noción del tiempo, el ritmo de los hábitos cotidianos”[62]. Como en Romeo y Julieta, la muerte espera al final de la obra. Muere Amaranta Úrsula en el parto, muere su hijo abandonado, y muere Aureliano Babilonia llevándose consigo al mismo Macondo. La muerte lo destruye todo y, de este modo, lo perpetúa, lo hace historia y relato.





CONCLUSIONES

En resumen, los personajes masculinos de Cien años… se dividen en dos grupos que encarnan las dos tareas que permiten la supervivencia humana: la reproducción y la creación. Estos dos trabajos que García Márquez confía a la voluntad masculina conforman en la novela dos tipos de personalidad y dos formas de amar.
En el grupo “mente” o grupo Aureliano encontramos la creación de conocimiento, la búsqueda del saber, el liderazgo político y una forma de amor sublimado que se concentra en estos objetos culturales y se proyecta hacia ellos desde el yo que es el principal destinatario de este amor. Es el amor por ellos mismos lo que les otorga la seguridad  y disposición necesarias para construir culturalmente y producir ideas y realidades de tipo social.
En el grupo “cuerpo” o grupo Arcadio hallamos por el contrario la transgresión de la ley como la vía para la reproducción física y un desarrollo de sus integrantes en tanto individuos mucho más pleno. Los Arcadio  desafían y gozan y llegan a amar al otro como parte del amor por la vida misma.
En el libro de García Márquez así como en la literatura toda encontramos un espacio privilegiado para hablar del amor, ya que la práctica literaria es una experiencia amorosa, un lugar donde los ideales con su forma metafórica construyen su sentido. También es un espacio de identificaciones que nos lleva a vivir innumerables acontecimientos transformados en metáforas de nosotros mismos. Quizás esta aventura, este viaje a Macondo, nos  sirva entonces para construir algo de nuestra identidad.





BIBLIOGRAFIA

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García Márquez, Gabriel. (1967) Cien años de soledad, Buenos Aires: Sudamericana.
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NOTAS



[1] Gabriel García Márquez. (1994) Del amor y otros demonios. Buenos Aires: Sudamericana (p. 89).
[2] Josefina Ludmer. (1972) Cien años de soledad, una interpretación. Buenos Aires: Centro Editor de América Latina (p. 89).
[3] Platon. (2006) El Banquete. Madrid: Tecnos (p.45).
[4] Julia Kristeva. (1987) Historias de amor. Madrid: Siglo XXI (p.194).
[5] Josefina Ludmer. Op.cit. (p. 19).
[6] Josefina Ludmer. Op.cit. (p. 42).
[7] Julia Kristeva. Op. Cit. Madrid: Siglo XXI (p. 3)
[8] Plinio Apuleyo Mendoza y Gabriel García Márquez. (1982) El olor de la guayaba. Buenos Aires: Sudamericana. (p.105).
[9] Plinio Apuleyo Mendoza y Gabriel García Márquez. Op. Cit. (p.18).
[10] Plinio Apuleyo Mendoza y Gabriel García Márquez. Op. Cit. (p.106).
[11] La Guerra de los mil días fue una guerra civil que asoló a la República de Colombia entre 1899 y 1902 . El conflicto fue un enfrentamiento entre miembros del Partido Liberal Colombiano contra el gobierno conservador del presidente Manuel Antonio Sanclemente y el vicepresidente José Manuel Marroquín, a quienes se acusó de gobernar de forma autoritaria, excluyente y poco conciliadora
[12] La Masacre de las Bananeras es un episodio ocurrido en la población colombiana de Ciénaga en 1928 cuando las fuerzas armadas de Colombia abrieron fuego contra un número indeterminado de manifestantes, trabajadores de la United Fruit Company.
[13]  Gabriel García Márquez (1967) Cien años de soledad. Buenos Aires: Sudamericana (p.20).
[14] Plinio Apuleyo Mendoza y Gabriel García Márquez. Op. Cit. (p.24).
[15] Gabriel García Márquez (1967) Cien años de soledad. Buenos Aires: Sudamericana (p.473).
[16] Plinio Apuleyo Mendoza y Gabriel García Márquez. Op. Cit. (p.110).
[17]  Josefina Ludmer. (1972) Cien años de soledad, una interpretación. Buenos Aires: Centro Editor de América Latina (p. 129).
[18] Josefina Ludmer. Op.cit. (p. 49).
[19] Josefina Ludmer. Op.cit. (p. 131).
[20] Josefina Ludmer. Op.cit. (p. 116).
[21] Gabriel García Márquez (1967) Cien años de soledad. Buenos Aires: Sudamericana (p.34).


[22] Julia Kristeva. (1987) Historias de amor. Madrid: Siglo XXI (p.140).
[23] Gabriel García Márquez. Op. Cit. (p.14).
[24] Julia Kristeva. Op.Cit. (p.150).
[25] Gabriel García Márquez. Op. Cit. (p.111).
[26] Josefina Ludmer. Op.cit. (ps. 45, 50, 107, 111, 125).
[27] Josefina Ludmer. Op.cit. (p. 48).
[28] Laplanche y Pontalis (1967) Diccionario de psicoanálisis, Buenos Aires: Paidós (p.264)
[29] En Memoria de mis putas tristes, relata la historia de un anciano periodista de 90 años que se enamora de una adolescente virgen de dieciséis a la que apoda Delgadina por su figura andrógina  y en El amor en los tiempos del cólera, Florentino Ariza, de setenta y seis años sostiene una relación con América Vicuña, su discípula de catorce años.
[30] Serge André. (1999) La significación de la pedofilia. Madrid: Siglo XXI (p.82).

[31] Gabriel García Márquez. Op. Cit. (p.99).
[32] Julia Kristeva. Op. Cit. (p.163).
[33] Julia Kristeva. Op.Cit. (p.160).
[34] Gabriel García Márquez. Op. Cit. (p.331).
[35] Gabriel García Márquez. Op. Cit. (p.208).
[36] Julia Kristeva. Op.Cit. (p.65).
[37] Julia Kristeva. Op.Cit. (p.66).
[38] Josefina Ludmer, Op. cit. (p. 51).
[39] Josefina Ludmer, Op. cit. (p. 113).
[40] Platón. (2006) El Banquete. Madrid: Tecnos (p.21).
[41] Julia Kristeva. Op.Cit. (p.67).
[42] Josefina Ludmer, Op. cit. (p. 46).
[43] Josefina Ludmer, Op. cit. (p.96).
[44] Julia Kristeva. Op.Cit. (p.181).
[45] Gabriel García Márquez. Op. Cit. (p.155).
[46] Josefina Ludmer, Op. cit. (p. 51).
[47] Gabriel García Márquez. Op. Cit. (p.163).
[48] Josefina Ludmer, Op. cit. (p. 114).
[49] Gabriel García Márquez. Op. Cit. (p.448).

[50] Gabriel García Márquez. Op. Cit. (p.447).
[51] Gabriel García Márquez. Op. Cit. (p.280).
[52] Gabriel García Márquez. Op. Cit. (p.256).
[53] Gabriel García Márquez. Op. Cit. (p.256).
[54] Gabriel García Márquez. Op. Cit. (p.487).
[55] Julia Kristeva. Op.Cit. (p.67).
[56] Josefina Ludmer, Op. cit. (p. 129).
[57] Gabriel García Márquez. Op. Cit. (p.532).

[58] Julia Kristeva. Op.Cit. (p.187).
[59] Julia Kristeva. Op.Cit. (p.190).
[60] William Shakespeare. (1966) Romeo y Julieta, Buenos Aires: Losada (p.112)
[61] Josefina Ludmer, Op. cit. (p. 120).
[62] Gabriel García Márquez. Op. Cit. (p.533).