Después
de que mi marido terminó de hacer la valija, en un doblez de la colcha de
nuestra cama, encontré un guante de cuero. Era de esos caros, con piel adentro,
muy abrigado, uno de sus guantes favoritos. Corrí hasta la puerta de casa y le
grité. Sabía que estaba haciendo aspavientos, gestos exagerados, pero no podía
evitarlo y movía las manos por encima de la cabeza, la que sostenía el guante y
la que no. Mi marido se detuvo y giró un poco los hombros hasta que pudo verme.
Se quedó parado, totalmente inmóvil. Solamente el viento le hacía bailar el
pelo fino y rubio. Yo había bajado los brazos y apreté el guante contra el
cuerpo hasta que él comenzó a volver, arrastrando la valija con rueditas. El
choque del metal contra la vainilla de la vereda producía un efecto de
percusión, un redoble de suspenso. Cuando estuvo lo suficientemente cerca, me
extendió la mano para recibirlo, con la palma hacia arriba, y yo se lo deposité
ahí, como una ofrenda o una limosna y él lo puso en el bolsillo de la campera.
El
guante se quedó muy quieto en su refugio y sacaba los dedos para afuera, pero no
totalmente, por la mitad más o menos. Parecían hacerme un saludo, de esos que
les hacemos a los vecinos levantando la mano, un gesto que acompañamos con una
inclinación leve de la cabeza, muy parecida a la que mi marido me estaba
haciendo a mí, para agradecerme la devolución del guante. O quizás para
agradecerme alguna otra cosa, quién sabe qué, haber sido la madre de sus hijos,
por ejemplo. Por un momento creí que iba a hablar porque abrió un poco la boca
y salió una pequeña nube de vapor, pero no dijo nada y retomó su camino hacia
la esquina. La campera se infló y yo fijé la vista en el guante que se hamacaba
con el vaivén de sus pasos. Pensé en todos los guantes suyos que había apareado,
recogido y lavado durante estos años y recordé algunos negros, azules y
marrones, otros de lana áspera que me rozaban la mano cuando caminábamos de
vuelta del supermercado y especialmente unos rojos con pequeños orificios en la
punta de los dedos que me reprochaban la falta de diligencia con la aguja y el
hilo. Evoqué sus manos dentro de los guantes, levemente sudorosas, con las uñas
mordidas al ras, con un callo en el dedo medio, con las yemas rojas, a veces
suaves y otras veces ásperas. Se me ocurrió que los guantes se pierden siempre
de a uno, nunca juntos, y me imaginé al que se queda olvidado en la mesa del
bar, en el asiento del cine, en el taxi, y después conoce gente nueva que lo
mira preguntándose cuál será su historia, si alguien lo extrañará y vendrá a
reclamarlo.
En
ese momento mi marido llegó a la esquina de la avenida y la fuerza del viento
lo detuvo haciéndole volar la ropa en todas direcciones. Enfrentó la borrasca
con paso lento y resuelto y fue desapareciendo de mi vista poco a poco: primero
la cabeza y los hombros, después el torso, las piernas y por último la valija con
un destello de las rueditas metálicas. En ese momento pensé en el otro guante,
el que permanece con su dueño, fiel en su inutilidad, doblado en la parte de
atrás del cajón hasta que un día se agota la esperanza de que su par aparezca,
vuelva, y alguien lo tira junto con los demás desperdicios, los restos, las
cosas que se vuelven inútiles o inservibles después de haberlas usado durante
un tiempo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario