Cuando Julián Riestra se mudó a la ciudad para desempeñar el cargo de profesor de historia, una de las primeras cosas que averiguó fue dónde estaba la biblioteca. Y eso fue porque Julián era un bibliófilo. Lo cual quiere decir que no solamente amaba leer sino que le gustaban los libros, en tanto objetos. Esto puede parecer una especie de perversión, y lo es, en cierto modo. Pero hay que entender que, para algunas personas, un libro se disfruta mejor si antes se ha establecido una cierta intimidad con él, si se lo conoce en sus borrones, en sus manchas, en sus imperceptibles erratas, como se conoce a un amante. Por supuesto, lo ideal para establecer esta confianza es poseer el libro, pero Julián, seducido por los tomos antiguos y extraños, no podía permitirse esos gastos. Se había licenciado hacía apenas un año, tenía veintinueve y un carácter serio aunque no antisocial. De aspecto no estaba mal: estatura mediana, una faz tranquila y armoniosa que infundía confianza y, si bien se mostraba tímido, era apasionado cuando se daba la ocasión.
Por suerte para él, en la ciudad había una biblioteca de gran reputación que poseía más de diez mil volúmenes, algunos de ellos muy añejos. Julián se acostumbró a visitarla todos los días después del trabajo y pronto se familiarizó con la atmósfera umbría y los bancos y pupitres de madera ornamentada de la parte vieja del edificio. Una bibliotecaria hermosa, aunque muy seria, parecía armonizar con el sector antiguo. Era como una pieza única, delicada y fuera de moda, con sus cabellos claros lacios y brillantes y los grandes ojos castaños. Julián sólo pudo sacarle el nombre, a pesar de los muchos intentos: Sofía. Por supuesto la institución contaba con un ala moderna, con muebles funcionales, tubos fluorescentes y acceso a computadoras, pero esto al profesor no le interesaba. Se había enamorado de un libro en particular, que sólo podía consultarse en una sala especial y que se hojeaba con grandes cuidados. Era “La nave de los locos” de Sebastian Brant. No era el original, impreso en 1494 en Basilea, sino una edición doscientos años posterior, de Estrasburgo. Sin embargo, poseía todos los grabados que un Durero de veintidós años había hecho para ilustrarlo. El libro de Brant trataba sobre las locuras y pecados de su sociedad. Entre ellas estaba el adulterio, también el juego, la falta de fe, la ingratitud, la curiosidad codiciosa e incluso, y paradojalmente, había un cuadro dedicado a la locura del erudito. Era el “büchernarr”, el “loco de los libros”, un hombre cuya insania consistía en enterrarse en la biblioteca. Dice el autor por boca del loco: “Para mí el libro lo es todo, más precioso que el oro. Tengo aquí grandes tesoros de los que no entiendo una palabra”. Julián tampoco entendía mucho, ya que el libro estaba en alemán antiguo.
Para colmo de delicia y de fetiche, el ejemplar tenía una ficha detallada que contaba su historia. Había sido comprado en Estrasburgo por nobles de Lyon y luego confiscado por la Revolución Francesa. Terminó destinado en una biblioteca pública de Montpellier en 1803 y allí había juntado polvo en una estantería, completamente olvidado. En 1841 Gugliemo Bruto Icilio Timoleone, conde Libri-Carucci fue nombrado secretario de una comisión encargada de realizar un catálogo de todos los libros existentes en todas las bibliotecas públicas de Francia. Lo que nadie sabía en ese entonces era que el conde era uno de los más consumados ladrones de libros de todos los tiempos. Libri desvalijó bibliotecas francesas durante siete años, hasta que, en 1848, la Segunda República lo descubrió y tuvo que escapar a Inglaterra con dieciocho cajones de ejemplares entre los que se encontraba nuestra aventurera obra. “La nave de los locos” fue vendida a Lord Ashburnham a través del librero Joseph Barrois. Su nieto, Robert Ashburnham, resultó luego ser el feliz comprador de una estancia de cincuenta mil hectáreas en la Argentina y, entre las acciones realizadas por él para congraciarse con las autoridades locales, se encontraba la donación del libro. El tomo fue luego autenticado por Julián Martín Abad, jefe del Servicio de Manuscritos e Incunables de la Biblioteca Nacional de España, la autoridad viva más incuestionable en estos asuntos.
Una tarde, estaba Julián sumido profundamente en la contemplación del libro cuando sintió el olor del humo y creyó por un momento que provenía del interior del propio ejemplar. Se oyeron voces y gritos de alarma y pronto todo el mundo estaba corriendo. Nuestro lector se quedó paralizado mientras sentía un intenso calor y veía que hombres uniformados entraban con gruesas mangueras. La habitación donde estaba se encontraba un poco apartada y en medio de la confusión los bomberos, que desalojaban el lugar con rapidez y eficiencia, no lo vieron. Julián retiró el libro del atril y lo envolvió con su saco. Luego se puso el sobretodo ancho y negro y salió del edificio escondiéndolo dentro de él. No tuvo ningún inconveniente. Llegó a su casa en veinte minutos con el precioso botín. Una vez en el departamento, puso el libro sobre la mesa y lo hojeó delicadamente sintiendo un placer tan intenso que todo lo demás desapareció de su memoria durante horas. A las diez de la noche prendió sin ganas el televisor para enterarse por el canal local de los resultados del incendio. Había sido extenso y devastador y toda un ala, totalmente destruida. Se enumeraron las principales obras perdidas y, entre ellas, se mencionó “La nave de los locos”. Julián comprendió el significado de la noticia.
Los días siguientes transcurrieron entre dos pasiones, la culpa y la codicia. Pero finalmente, la honestidad ganó la partida y Julián llamó para entregar su tesoro. Le dijeron que lamentablemente las actividades se encontraban suspendidas por el accidente y no había nadie que pudiera atenderlo. Los libros y el personal estaban siendo derivados a otros establecimientos. Después de unas horas de dudas recordó una preciosa biblioteca en la Capital, dedicada especialmente a libros antiguos y decidió comunicarse con ellos. No dijo, por temor a las consecuencias, cómo había obtenido el libro, simplemente que deseaba donarlo.
Tres días después, a las siete de la tarde, se presentó una mujer impecablemente vestida, distante y erguida, destilando perfume de Hermès. Miraba a Julián y al departamento como si ambos le resultaran de mal gusto. Se sentó frente al libro y lo miró cuidadosamente. Luego sacó una curioso aparatito, un cuentahilos, y comenzó a inspeccionar los grabados. Finalmente se dirigió a Julián con una expresión cansada, mezclada con algo que parecía asco y le dijo:
--Estos no son grabados de Durero. El libro no es auténtico.
--¿Cómo? --Julián no cabía en sí de la sorpresa.
--Mire, señor, no recuerdo su nombre. Durero siempre, siempre –remarcó— realizaba sus xilografías “a testa”, es decir que la superficie de grabado está cortada perpendicularmente a las fibras del tronco. Estas son xilografías “al hilo” es decir paralelas a las fibras. Lo lamento, pero no podemos aceptar su donación.
La experta se levantó, ofreció una mano fláccida y después de una mirada muy seria, cargada de reproche, se retiró. Julián no pudo cerrar la boca durante unos cuantos minutos. Retrocedió hasta sentarse en su sillón y finalmente exhaló una larga carcajada, y no paró de reír hasta que tuvo que sostenerse el costado y limpiarse las lágrimas.
Desde luego no le cabían dudas de la autenticidad del ejemplar, la pretenciosa especialista no podía de ningún modo competir con su documentada historia, y con la opinión de Abad. Pero la experiencia había transformado de una vez y para siempre su relación con los libros y, junto con ella, su visón del saber. Puso el libro en una bolsa y se decidió a visitar la biblioteca popular de la ciudad, a la que hasta ese momento había despreciado secretamente.
El ambiente reinante lo sorprendió y sedujo más de lo imaginado. Parecía haber actividades en curso por todas partes. Narradores orales con grupos de niños extasiados a su alrededor y charlas alegres sobre autores se desarrollaban en los luminosos espacios del edificio. Preguntó en informes buscando un responsable y lo guiaron a una oficina ubicada en el fondo. Para su sorpresa la persona que se levantó a saludarlo era Sofía, que exhibía su primer sonrisa. Julián la miró a los ojos y le dijo: “No vas a creer lo que pasó en el incendio”.
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