sábado, 6 de diciembre de 2025

¿Quién es el autor del plagio?

El autor del plagio

 

            Entre los ocho y los diez años fui adicta a los libros de Enid Blyton. Los consumía con tanta avidez que a veces a mis padres les resultaba muy difícil encontrar alguno que todavía no hubiera leído. Me acuerdo de que un día, un poco antes de abandonar a Enid para siempre y después de visitar cinco librerías, papá, harto del asunto, me preguntó por qué me gustaba tanto esta autora que plagiaba todo el tiempo y tenía empleados que le escribían los libros. Me quedé muy callada. Había tanto que no entendía de esa pregunta que no sabía por dónde empezar. En primer lugar, nunca se me había ocurrido que existiera una persona determinada, una mujer (¿era Enid un nombre femenino?), que inventaba todas las historias de Los cinco y de la chicas de Torres de Malory. Mi posición era un poco como la de los actuales consumidores de series audiovisuales. No es común que nos preguntemos quién escribió el guión y de dónde sacó la idea, si lo hizo solo o en grupo y si alguien lo ayudó con esos diálogos interminables. Y si así fuera, ¿cuál es el problema? A mí me importaba muy poco si había una fábrica de libros sobre Santa Clara o los Siete Secretos en donde escribía una legión de autores. Y esa palabra "plagiar", ¿qué quería decir? Papá me informó que era copiar algo que había creado otra persona y mentir diciendo que lo había escrito uno. Enseguida me di cuenta de lo espinoso del asunto. Cuando yo copiaba partes de una página del libro de historia para el trabajo del 9 de julio, ¿estaba plagiando? Parados en medio de la librería, un vendedor que traía Los cinco en el cerro del contrabandista interrumpió la discusión, pero me fijé en ese nombre "Enid Blyton" escrito en letras cursivas blancas y por primera vez me imaginé a una mujer, quizás una abuela, o una bibliotecaria, o una bibliotecaria abuela, una sola y única persona bendecida con el poder de sacar de sí historia tras historia, como si vomitara oro[1].

Entonces y ahora un nombre encabeza la tapa del objeto-libro, pero ese nombre, ¿es del autor? Y cuando digo autor, ¿estoy diciendo que todo el texto se originó exclusivamente en el pensamiento y emociones de ese solo individuo? Contestar afirmativamente sin más resulta inverosímil en el presente. La Enid Blyton que conocemos hoy, alcohólica y simpatizante del nazismo, y la persona que imaginó a esos niños aventureros no es la misma, no es un solo individuo unívoco. Si cada obra es la postulación de un mundo, una nueva combinación, una mezcla de relaciones posibles, el escritor produce esta amalgama atravesado por la interacción permanente con los otros. El autor, como todos, cuando piensa, lo que hace es procesar constantes transacciones con las subjetividades de otros, de sus lectores, de sus contemporáneos y de sus antecesores.

Hay quien sostiene que la literatura, el arte e incluso todas las actividades humanas son esencialmente repetitivas y que el plagio por lo tanto es inevitable. Hay otros que defienden nociones absolutas de originalidad e invención y consideran que éstas pueden ser apropiadas. Muchos autores realizaron esfuerzos considerables para justificar la copia o para reformularla bajo otra luz, pero la existencia del concepto plagio marcó una frontera definida entre lo valorable y lo descartable, entre lo legítimo y lo delictivo, hasta el punto de que, si un texto se considera como tal, pierde para muchos lectores la capacidad de pertenecer al grupo de los merecedores de atención literaria.

Sin embargo, no es tan sencillo establecer cuándo una copia constituye un plagio. La pregunta por responder frente a un texto "copiado" no es si la repetición de palabras, párrafos o páginas de hecho ocurrió sino si la repetición, que podemos verificar, califica como sancionable, poco ética o ilegal. Viéndolo desde esta perspectiva, el plagio sería el resultado de un juicio exterior al texto que, si bien indica la presencia de algún tipo de repetición, lo más importante que hace es condenar al escritor y al escrito por medio de un conjunto de normas políticas, estéticas y culturales. Las disputas particulares muestran evidencias sobre los criterios no textuales que se utilizan en las decisiones sobre plagio; por ejemplo el supuesto del talento o genio poseído por los autores (a veces del plagiado, otras del plagiario o de ambos), el lugar más o menos canónico alcanzado por el texto copiado antes del descubrimiento del plagio, los intereses nacionales, políticos y económicos del acusador y del acusado y desde luego las normas estéticas y legales dominantes en los distintos momentos de producción, recepción y juicio del texto cuestionado.

Me gusta este tema porque me interesa pensar cómo se construye la literatura en cuanto tal. En este sentido, el plagio literario ilustra ciertas especificidades pragmáticas, que no son generalizables a todo el espectro de los campos discursivos, y permite ver cómo las instituciones literarias tienen innumerables dificultades para identificarlo y también para condenarlo. No hay normas que definan los criterios para el éxito o el fracaso autoral y la actuación en el mercado y el valor simbólico de las obras literarias pueden diferir al punto de ser opuestos uno del otro. Lo que resulta indudable es que el plagio en un determinado período histórico-cultural se relaciona con lo que se considera literatura en ese mismo período.

Creo firmemente que los debates sobre el plagio son sintomáticos de las luchas de poder inherentes a las formaciones culturales o, en términos más generales, del campo cultural. Se pueden utilizar para trazar sus contornos, sus valores y su formación. Podría aventurarse que, dentro del campo literario, el plagio constituye esa misma otredad que Foucault describe como un "antagonismo de estrategias"[2].

Una idea que me parece muy interesante y que voy a postular aquí es la de pensar el plagio como un fenómeno pragmático más que textual, considerando que la pertenencia de un texto a la literatura se debe a juicios estéticos que se realizan acerca de él y que, posteriormente, se leen como si fueran cualidades inmanentes de dicho texto. En esto, adhiero a la sociología de la producción de objetos estéticos de Pierre Bourdieu cuando afirma que "la obra de arte es un objeto que existe como tal sólo en virtud de la creencia (colectiva) que la conoce y la reconoce como una obra de arte " (1993: 35). 

Actualmente, el robo literario sigue siendo uno de los peores delitos posibles en un dominio que está en gran parte restringido a lo simbólico y sostiene una relación tenue con el mundo "real" y la forma que los crímenes se cometen y castigan en él. Para delimitar el campo del plagio podemos dividirlo en dos zonas: una está en relación con el valor simbólico o estético de un discurso y la otra se rige por su valor de mercado, determinado por la ley. Las enunciaciones legales son las menos interesantes ya que tienen que ver con el dinero y con los términos de incumplimiento de los "derechos de autor". Al buscar una definición de plagio encontré una que es producto de los esfuerzos enciclopédicos del siglo XVIII, en el despertar de los debates literarios entre los antiguos y los modernos. Se encuentra en la Enciclopedia de Diderot, en el artículo de Louis de Jaucourt: "Plagio" y me sirve como punto de partida.

"¿Qué es entonces un plagiario, hablando estrictamente? Es un hombre que, queriendo a toda costa convertirse en autor, y no teniendo ni el genio ni el talento necesarios, copia no sólo oraciones, sino incluso páginas y pasajes enteros de otros autores, y tiene la mala fe de no citarlos; o quien, por medio de algunos cambios menores en la expresión o algunas adiciones, presenta las producciones de los demás como algo que él mismo ha imaginado o inventado; o que reclame para sí el honor de un descubrimiento hecho por otro."

Las condiciones esenciales que se describen son: falta de talento, robo de propiedad ajena, mala fe, encubrimiento y ventaja inmerecida. El alcance de la copia puede variar de oraciones a pasajes completos por lo que el plagio no parece ser una cuestión de grado. La definición de Jaucourt se apoya en términos éticos: la causa del robo es la falta de "genio", su elemento criminal es la "mala fe" y su ventaja es el "honor".

               Lo que se juzga no es un objeto inanimado, el texto, sino el agente del acto criminal o inmoral, el plagiario. El texto es importante simplemente como evidencia del acto, dado que los plagiarios rara vez son encontrados en el momento mismo del delito, "con las manos en la masa" como solemos decir. Esta y otras muchas definiciones posteriores y algunas anteriores nos muestran que el plagio no es una categoría textual, sino pragmática, que involucra cuestiones de acción, intenciones y consecuencias, más que la existencia de tipos específicos de objetos discursivos. Pero si consideramos al plagio en sus aspectos pragmáticos vemos lo que normalmente queda oculto y que es el componente del lector crítico, acusador o juez, cuya autoridad le confiere la capacidad de reconocer la repetición y de construirla, o no, como fraudulenta. Es este lector-juez el que decide si el autor de la repetición es condenable o excusable, considerándolo hasta "genial" en algunos casos. Marilyn Randall en su obra Pragmatic plagiarism: authorship, profit, and power argumenta en este mismo sentido que "identificar el plagio implica atribuir a un agente una serie de culpas o intenciones falaces. La necesidad de demostrar la intención, a fin de establecer la culpa, o al menos grados de ella, es con mucho el más importante de todos los criterios para establecer el plagio, en el sentido de que presupone todo lo demás."
               Mientras escribía este ensayo, les comentaba a mis amigos y conocidos cercanos algunas cosas que descubría acerca del tema. Probablemente a causa de que muchos de ellos son escritores o están de algún modo interesados en el asunto, la charla les suscitaba una inquietud muy particular y también una necesidad apremiante de definir qué cosas no pueden o no deben considerarse plagio. "No hay que confundir plagio con cita o referencia o intertextualidad o sátira u homenaje o pastiche", me decían intranquilos, como si alguien los estuviese acusando de algo. No hay duda de que a través del tiempo permanece una definición mínima de plagio: "presentar un escrito ajeno como propio" y que se refiere a intenciones del escritor y no a formas del texto ni a modos de lectura. Desde que Bajtín habló de dialogismo y polifonía y los teóricos de la intertextualidad, como Julia Kristeva, consideraron que cualquier texto puede ser leído como una reescritura de otros textos, los autores, aterrados, intentaron acotar el problema dentro de categorías que permitieran una cierta gradación: cita, alusión, paráfrasis, derivación y demás.
               De la desazón metodológica por la visión intertextual de la literatura proviene una abundante taxonomía para tratar de domesticar tanto la polifonía potencial de cada texto como el carácter polémico de todas las interpretaciones de los escritos como plagios frente a otras que le atribuyen un carácter legítimo, dentro de las cuales la más "legal" pareciera ser la cita.
               La lingüista argentina Graciela Reyes considera la totalidad del discurso literario como un discurso "citado":
El discurso literario es una reproducción analítica, transgresiva, de los discursos sociales. Suspendido de la realidad de las comunicaciones lingüísticas datables y únicas entre un yo y un tú históricos, situado en otro plano ontológico, el discurso literario es discurso mostrado en funcionamiento. Es, por lo tanto, análisis del lenguaje, de sus signos, sus usos, sus convenciones, su poder representativo. (...) El discurso literario tiene la cualidad de un discurso citado: es mostrado y, simultáneamente, usado como mostración de sí mismo en el acto de articular la experiencia humana del mundo. 

La citación convierte al lenguaje en lenguaje mostrado, pero a su vez solamente puede ser un acto lingüístico, y, por lo tanto, comunicativo. El lenguaje citado se usa en dos sentidos: para exhibirse y porque, de un modo u otro y aunque sea secundariamente, se refiere al mundo, tiene referente y tiene enunciador, un hablante de carne y hueso dotado de alguna intención comunicativa. Las proporciones de mención y uso varían en las innumerables citas de nuestros discursos corrientes y también varían en los discursos literarios, de un modo más sutil y que, según algunos teóricos, no excluye lo que podría llamarse "uso absoluto", es decir la referencia a la realidad dentro de la ficción. Es característica del arte que lo representado y el proceso de representación se nos ofrezcan, ambos y a la vez, como objeto de consumo estético. No hace falta dar vuelta el bordado, mirando las figuras vemos los hilos. Si no vemos los hilos no vemos el bordado y tampoco vemos el arte del tejedor. En efecto, si, como algunos piensan, escribir es inexorablemente reescribir, mostrar el mecanismo sería la otra vuelta de tuerca, la afirmación de la literatura, el acatamiento y exhibición de los mecanismos que la lengua instaura.

Las citas por imitación, copia, pastiche, alusión, plagio, parodia, y todos los mecanismos existentes para repetir palabras, tanto en el relato literario como en la lengua corriente, ofrecen algún tipo de representación del texto y de la situación de enunciación originales. Si yo digo "Juro que te creo" y luego digo "Juré que te creía", hay una relación mimética indudable entre la promesa original y su posterior versión. Si reconocemos el otro texto, es porque se nos da alguna imagen de él: puede ser una palabra, un modo de entonar, un rasgo estilístico, una transcripción completa, o la reformulación de sus contenidos.  Cuando leemos en la obra de García Márquez: "...vio sin ser visto al minotauro espeso cuya voz de centella marina (...) lo dejó flotando sin su permiso en el trueno de oro de los claros clarines de los arcos triunfales de Martes y Minervas de una gloria que no era la suya mi general, vio los atletas heroicos de los estandartes los negros mastines de presa los fuertes caballos de guerra de cascos de hierro las picas y lanzas de los paladines de rudos penachos", descubrimos, nítida, hecha con los ritmos y las palabras, la imagen de los versos de Rubén Darío: "Ya pasa debajo los arcos ornados de blancas Minervas y Martes,/ los arcos triunfales en donde las Famas erigen sus largas trompetas / la gloria solemne de los estandartes, llevados por manos robustas de heroicos atletas.(...) / los rudos penachos, la pica, la lanza,/ la sangre que riega de heroicos carmines/ la tierra;/  de negros mastines / que azuza la muerte, que rige la guerra."

Como las estatuas de los santos en las iglesias, toda cita es un simulacro:  "Imagen hecha a semejanza de una cosa o persona, especialmente sagrada. Idea que forma la fantasía. Ficción, imitación, falsificación", según el Diccionario de la Real Academia. Me parece una definición muy adecuada, asociada a lo sagrado y a ciertos productos de dudosa autenticidad, nunca réplica o copia exacta, aparente transcripción de lo que no se puede transcribir por completo, con su cualidad de arte, convención y fantasía. Simulacro sugiere, además, la equivalencia entre la cita como imagen de discurso y la literatura misma.

No hay resguardo formal para los escritores, tuve que confesarles a mis amigos, no hay definiciones estrictas que separen tajantemente al plagio, como texto, de otras prácticas en donde se reproducen palabras. Lo único que queda es la intención. ¿Constituye plagio este párrafo de García Márquez u otros similares de Lautrémont, Guy Debord o Joyce? En un contexto necesariamente pragmático esto depende, como vemos, del juicio artístico y moral que reciben por parte del lector crítico quien, en general, no se atrevería a acusar a autores canónicos

La literatura argentina tematiza el plagio y lo instala subversivamente en ficciones y poéticas. Según Ricardo Piglia "la historia del sistema de citas, referencias culturales, alusiones, plagios, traducciones y pastiches recorre la literatura argentina desde Sarmiento hasta Lugones (...) y Borges la exaspera y la lleva a la parodia y el apócrifo". Por ello, muchos escritores argentinos tienen una percepción lúcida y lúdica sobre lo débil que resulta la pretensión de autoría y la cantidad de límites que presenta.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Jean Theodore Lacordaire, ¿autor del Facundo?    

 

Jean Théodore Lacordarie fue un entomólogo belga que hizo negocios comerciales en Buenos Aires y recorrió parte de Latinoamérica, en especial Chile. Sobre esta experiencia escribió notas en la Revue de Deux Mondes, entre ellas una titulada "Une estancia", en la que explicaba cómo funcionaba la ganadería en la provincia de Buenos Aires. Según un escrito de Ariel de la Fuente de 2016, este artículo es uno de los textos en los que se basa Facundo, que Sarmiento usó a discreción, aunque sin citarlo. Párrafo por párrafo, con afán policial, de la Fuente contrasta la escritura de uno y otro. Dice el texto de Lacordaire: "La hierra, trae una serie de festivales en estancias, como, con nosotros, la vendimia. El estanciero invita a sus amigos a asistir, y los gauchos vienen corriendo de todas partes... los gauchos, quienes, en estas ocasiones, despliegan todas sus habilidades con el lazo y las boleadoras, dos armas favoritas que nunca los abandonan."[3] Dice el texto de Sarmiento: "La  hierra, que es como la vendimia de los agricultores, es una fiesta cuya llegada se recibe con transportes de júbilo: allí es el punto de reunión de  todos los hombres de veinte leguas a  la redonda; allí, la ostentación de la increíble destreza en el lazo". Según De la Fuente el párrafo sería una simple traducción, pero con algunos defectos porque Sarmiento repite "allí". Entonces "comme chez nous les vendanges” se transforma en “como la vendimia de los agricultores” (ocupación de muchos cultivadores franceses); “les gauchos accourent des tous côtés” pasa a ser “los hombres de veinte leguas a la redonda" y “les gauchos... deploient toute leur addresse à lancer le lazo” se traduciría como “la ostentación de la increíble destreza en el lazo”. Agrega De la Fuente: "aquí el texto mantiene, incluso, algo del sonido del original: addresse/ destreza". Se acusa a Sarmiento mediante la comparación de párrafos, en los que se detecta la repetición, pero no se cuestiona si lo repetido, articulado de otro modo, relacionado con otros referentes, significa lo mismo. Cuando Sarmiento repite "allí", ¿se está equivocando, siendo desprolijo como dice De la Fuente, o está usando una anáfora que le sirve para enfatizar el lugar donde ocurre la fiesta, para fijar en ella nuestra atención lectora? Porque si bien es evidente que Lacordaire no repitió el adverbio, es muy diferente pensar que Sarmiento tradujo mal o torpemente a creer que se estaba apropiando del texto e introduciéndole cambios voluntarios para adaptarlo a sus necesidades. Si Lacordaire escribió su artículo para informar a los franceses sobre las costumbres de la pampa argentina, si su principal finalidad era describirlos, el objetivo de Sarmiento era muy diferente y ambos textos no pueden leerse independientemente de esos fines. En este contexto, ¿podemos decir que Sarmiento escribe lo mismo que Lacordaire? Yo diría que no, porque crear no es solamente presentar una idea nueva sino relacionar de una manera nueva ideas ya existentes.

En Facundo, Sarmiento utiliza numerosas fuentes. En algunos casos traduce directamente y no se molesta en disimularlo porque está apurado, urgido por decir lo que quiere decir. Se apropia al pasar de lo que le sirve y lo usa, pero cambia el contexto de la enunciación y la emplea con otro propósito, la afila, la estetiza y la convierte en programa político. Por eso, para él revisar el texto como si fuera un objeto en el que sólo importan sus materiales es, como mínimo, un despropósito.[4]

No solamente en Facundo Sarmiento arma su texto con otros textos. En Recuerdos de Provincia, por poner un ejemplo, hace una vívida reconstrucción de la cacería del guanaco que nos lleva a creer que participó en alguna, pero en realidad los detalles vienen de su lectura de la Histórica relación del Reino de Chile, de Alonso de Ovalle. Silvia Molloy dice al respecto: "A estos textos previos que rescata Sarmiento del pasado, y cuya letra continúa con un relato que, paráfrasis o plagio, es personal justamente porque se lo ha hecho propio, se corresponden otros, no por más dispersos menos decisivos, sobre los cuales Sarmiento ejerce el mismo trabajo de apropiación".  Molloy se refiere a los relatos orales de la madre del autor, Paula, y los considera del mismo tenor que los textos de Ovalle y Mallea, porque Sarmiento los usa de la misma manera: apropiándoselos y reescribiéndolos para armar su memoria y su ideología personales.

            Lucio V. Mansilla también reparó en este hábito de Sarmiento: "Sus lecturas parece que hubieran sido muchas; nada de eso. Sarmiento solo era un adivino de epígrafes, un sonámbulo lúcido, de soluciones finales. Ha sido grande, no es bello. Quiso ser orador, militar, político, sociólogo; solo fue el primer gladiador literario de nuestro país”. Mansilla alude a esta necesidad de Sarmiento de ir hilando ideas siempre a partir de escritos de otros, esos escritos que muchas veces respetaba al punto de la idealización y que, al mismo tiempo, utilizaba para sus propósitos "gladiadores", tomando de ellos lo que consideraba retazos de una verdad a construir.

            Pero no podemos juzgar esta costumbre apropiadora de Sarmiento sin entender que él no solamente no la negaba, sino que la justificaba plenamente. Cuando, en Recuerdos de Provincia, escribe sobre aquel otro "plagiario", el deán Funes, dice lo siguiente:

"Sobre el deán Funes ha pesado el cargo de plagiario, que para nosotros se convierte, más bien que en reproche en muestra clara de mérito Todavía tenemos en nuestra literatura americana autores distinguidos que prefieren variar un buen concepto suyo, en el molde que a la idea imprimió el decir clásico de un autor esclarecido. (...) Aquello, pues, que llamamos hoy plagio, era entonces erudición y riqueza: y yo prefiriera oír por segunda vez a un autor digno de ser leído cien veces, a los ensayos incompletos de la razón y del estilo que aún están en embrión, porque nuestra inteligencia nacional no se ha desenvuelto lo bastante, para rivalizar con los autores que el concepto del mundo reputa dignos de ser escuchados" (1944: 76).

Hay muchos conceptos interesantes en esta declaración de Sarmiento. En primer lugar, dice que el deán escribía como en la Edad Media, es decir divulgaba ideas a las que no se podía tener acceso de otro modo, de una manera desinteresada y más bien magnánima. Su único error habría sido no entender el cambio de época, esa entrada en la modernidad que Sarmiento tanto deseaba, y que iba a traer consigo una nueva idea de autoría. La copia es entonces "una muestra clara de mérito", porque es mejor copiar bien que escribir mal, piensa Sarmiento, utilizando una lógica práctica en la que prima el afán por el conocimiento y una noción jerárquica donde los escritores europeos y norteamericanos se llevan la palma.

Roland Barthes nos recuerda que la Edad Media había establecido en torno del libro cuatro funciones distintas: el scriptor (que recopiaba sin agregar nada), el compilator (que ordenaba los textos de determinado modo otorgando allí un sentido adicional), el commentator (que intervenía el texto recopiado para hacerlo inteligible) y por último el auctor (que expresaba sus propias ideas, apoyándose siempre en otras autoridades). ¿Por qué considerar a uno mejor o más útil que el otro si todos son necesarios? Sarmiento era claramente una mezcla de commentator y auctor que descubría, cortaba, aclaraba y usaba a fondo los textos. Leía la Révue des Mondes y la Révue Encylopédique y de ahí sacó aquella famosa sentencia: "On ne tue point les idées". La frase tiene una historia muy significativa. Sarmiento la atribuyó a Fortoul, pero según Paul Verdevoye la original es de Diderot, fue citada en la Révue Encyclopédique y dice: "On ne tire pas de coups de fusils aux idées". Sin embargo, en el Diccionario de Citas del diario Le Monde figura atribuida al conde Antoine de Rivarol, y efectivamente se la puede encontrar en el libro de Saint-Beuve, Oeuvres de Rivarol: Études sur sa vie et son esprit: "Hay que atacar la opinión con sus armas: no se disparan balas de fusil a las ideas" (1852: 59). Julio Schvartzman dice al respecto que "Facundo puede leerse como crónica de la batalla de dos textos: 'On ne tue point les idées' y '¡Viva la Federación! ¡Mueran los salvajes, inmundos, asquerosos unitarios!' El primero es una cita que Sarmiento lanza, ante todo, en su lengua original, para que derive en desconcierto y provocación, y que luego traduce: 'A los hombres se degüella; a las ideas, no'. El segundo texto es creación nacional" (1996: 38).

Efectivamente, en San Juan, en una roca de la Quebrada del Zonda, "On ne tue point les idées" está tallada en homenaje a Sarmiento quien explica en el Facundo que la escribió en ese lugar cuando se exilió a Chile: "A fines del año 1840 salía yo de mi patria, desterrado por lástima, estropeado, lleno de cardenales, puntazos y golpes recibidos el día anterior en una de esas bacanales sangrientas de soldadesca y mazorqueros. Al pasar por los baños de Zonda, bajo las armas de la patria que en días más alegres había pintado en una sala, escribí con carbón estas palabras: On ne tue point les idées." La frase, enfatizada, encabeza este relato sobre el exilio, es el primerísimo epígrafe del libro y figura firmada por Fortoul. Según Sarmiento, el gobierno rosista mandó a traducirla y, una vez en español, tampoco pudieron entender su significado. Paul Groussac, en una obra de 1924, dirá que en realidad la locución pertenece a Volney, un francés muy leído en el siglo XIX, cuyo verdadero nombre era Constantin Chassebeuf y era un conde ateo tolerante, partidario de la libertad y la igualdad[5].

En una edición posterior, Sarmiento va a sumar a la cita en francés su propia traducción: "A los ombres se los degüella, a las ideas no". Es una versión muy libre que cambia el fusil por el degüello y hace desfilar a la oración disfrazada de gaucho. Cuando Rosas ya haya sido derrotado, como si estuviera viva, la frase se moderará y empezará a aparecer como "Bárbaros, las ideas no se matan", esta vez con un vestido mucho más apropiado para el salón. Los errores en las citas de Sarmiento hicieron correr mucha tinta de la crítica, pero pienso que si es tan difícil saber a ciencia cierta cuál es la frase original y cuál su verdadera traducción puede ser porque no hay origen ni verdad que encontrar. Diderot, Volney, Fortoul, Rivarol, Sarmiento, ¿acaso importa cuál es el origen? Si las ideas no se matan no es por su existencia "ideal", sino porque su transmisión mediante el lenguaje las lleva de vida en vida y de significación en significación según sean los contextos en los que se pronuncie o se escriba.

Aventuro que Barthes opinaría igual que Sarmiento, aunque avanza varios pasos teóricos. No solamente la transmisión de saberes en un continuo diálogo con otros escritores es deseable, es que no se puede hacer otra cosa. No existe tabula rasa: se escribe en un papel ya escrito. Todo texto es una reacción a textos precedentes, y éstos, a su vez, a otros anteriores. El crítico, otro lector, dejó de ser ese sirviente de la fama, secundario y servil, que intenta descubrir lo que “quiso decir” el autor, para intervenir directamente en la obra y ser parte de ella, muy a la manera en que lo hizo Sarmiento con sus citas y epígrafes.

Con la única luz de la pantalla donde se dibujan, negros como hormigas, los signos, reconozco en mi texto la retórica y la gramática que me enseñaron y esos tropos que viajaron durante veinticinco siglos o más para llegar hasta acá: metáforas, hipérboles, metonimias, énfasis, ironías, etc. Releo mi escrito intervenido por el azar de una palabra oída de pronto, recordada por una asociación casual, y siento el peso de una biblioteca de citas que se mezclan inadvertidamente en mi escritura como intertextos.

Por supuesto que lo que hizo el deán Funes es correcto, diría Barthes: "no es necesario agregarle cosas propias a un texto para 'deformarlo': basta citarlo, es decir, recortarlo: un nuevo inteligible nace inmediatamente; este inteligible puede ser más o menos aceptado: no por ello está menos constituido" (2004: 80). Es que hay algo que se les escapa a los detractores del plagio, que ni Barthes ni Sarmiento dejan pasar inadvertido: para plagiar, primero hay que leer y leer no es una actividad ni inocente ni pasiva.

Barthes se pregunta si escribir es un verbo transitivo, o sea si “algo” puede ser escrito, si es posible el referente. Esta pregunta surge del acto mismo de leer, nace de la pluralidad de sentidos que pueden leerse en un mismo escrito. Sin embargo, esta misma pregunta sobre el referente llevó al filósofo del lenguaje Paul Ricoeur a lo que él mismo llama la ideología del texto absoluto. Para Ricoeur, poder diferenciar, semiologizar, el texto es la condición de posibilidad de la lectura en tanto mecanismo. Porque cuando leemos queremos entender, es decir establecer referentes, reales o imaginarios, pero referentes, al fin y al cabo. A su vez el escrito existe por el deseo de significar, de decirle algo a alguien sobre algo. Pero el problema de Ricoeur es que está hablando del deseo involucrado y no del "acto" de escribir y/o leer. Como dice Barthes, no se puede a la vez desear y profundizar una palabra, la escritura "en relación con los sistemas que la rodean, ¿qué es? Más bien una cámara de ecos: reproduce mal los pensamientos, sigue las palabras; hace visitas, o sea, rinde homenaje a los vocabularios, invoca las nociones, las repite bajo un nombre; utiliza ese nombre como un emblema (practicando así una suerte de ideografía filosófica) y este emblema lo exime de profundizar el sistema del cual es el significante (que sólo le hace señas)" (2004:110). Todo texto sería una "cámara de ecos" es decir una caja de resonancia de otros discursos. Si alguien pretende decir algo completamente original e intenta alejar de sí todo lo que se escribió antes, vería que es imposible y si lo consiguiera haciendo trampa el resultado sería pobrísimo. El texto no existe por sí mismo, sino en cuanto forma parte de otros textos, en cuanto se entrama con ellos y no hay un afuera de la trama textual. ¿Existiría el Facundo sin Tocqueville, Fidel López, Rousseau, Mably, Voltaire, Rainal, Montesquieu, Boussuet, Chateaubriand, Lamennais, Vico, Herder, Las mil y una noches, Cooper, Lerminier, Hugo, Dumas, Volney, Bretón, Humboldt, Salustio Gorriti, etc., etc.? Como dice Kristeva, refiriéndose al pensamiento de Bajtín "todo texto se construye como mosaico de citas, todo texto es absorción y transformación de otro texto". Claro que estas operaciones no constituyen un plagio en el sentido de la apropiación personal de un texto ajeno, pero el límite no es siempre tan nítido.

Cuando Barthes propone el concepto de lexia como unidad de lectura, señala segmentos de largo variable, siempre muy cortos, de algunas palabras o una o dos frases, recortados empírica y arbitrariamente para con esto conseguir circunscribir tres o cuatro sentidos solamente. Dice: "El texto, en su conjunto, es comparable a un cielo, llano y profundo a la vez, liso, sin bordes ni referencias. Como el augur que recorta en él con la punta de su bastón un rectángulo ficticio para interrogar, de acuerdo con ciertos principios, el vuelo de las aves, el comentarista traza a lo largo del texto zonas de lectura con el fin de observar en ellas la migración de los sentidos, el afloramiento de los códigos, el paso de las citas" (2011: 43). Su idea de una lexia implica ante todo renunciar a una unidad básica de significado, quitarle el asiento a la palabra, dejarla caer con estrépito. El texto es fluido, a pesar de que la ideología pueda provocar la ilusión de estabilidad, y no se debe sentido más que a sí mismo y a sus lectores. Por eso, uno de los principales objetivos del plagiario es restablecer el impulso dinámico e inestable del sentido apropiándose y recombinando fragmentos de la cultura. De esta forma, se pueden producir significados que previamente no estaban asociados con un objeto o un conjunto dado de objetos, es decir que se puede cambiar de referentes en mitad del río. Aclaremos: no es cuestión de pasar de un sentido unitario del texto totalmente determinado por su autor a un idealismo pantextualista con cierto aspecto de estética idealista. Son tantas las maneras en que un autor se apropia de un texto que nos lleva a preguntarnos si no es el escritor siempre un plagiario. En el Facundo, Sarmiento dice "Rosas no plagia a Europa" (Sarlo, 2007: 18) y lo dice con desprecio, porque la primera condición de un escritor, de un estadista y de un político es saber a quién plagiar.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Je suis Pierre Menard

 

            Cuando Borges murió, en junio de 1986 en la ciudad de Ginebra, el pastor Edouard de Montmollin que ofició sus funerales citó en su sermón el primer verso del Evangelio de San Juan: "En el principio fue la Palabra". Dijo que, como enseña la Escritura, un hombre solo jamás puede alcanzar esa Palabra. No es el literato el que encuentra la Palabra, sino que la Palabra llega hasta él. Montmollin explicó que la tarea del escritor es encontrar las palabras correctas para nombrar el mundo, pero que esas palabras son inalcanzables sin eso que llamamos "la gracia". El pastor insistió en que las palabras no son más que herramientas que nos permiten tener alguna relación con el significado pero, incluso cuando la gracia divina nos permitiera acceder a él, lo encontraremos donde siempre está, fuera de nuestro alcance, del otro lado del lenguaje. Borges se habría divertido y habría disfrutado de este responso, ya que amó las paradojas, especialmente la que une y separa lectura y escritura y que lo llevaba a confesar cada tanto que no se veía como el autor de su obra.

            Derrida y Foucault habrían producido nuevas ideas si hubieran asistido al sermón porque los conceptos de la muerte, desmaterialización o imposibilidad de precisar al autor formaron parte de sus escritos. Y como hubiese dicho Borges, crearon en él a su precursor[6]. Efectivamente, Borges fue una de las fuentes de ambos pensadores. Derrida lo cita en los epígrafes del tercer capítulo de "La farmacia de Platón" (2007: 125) y Foucault compone el comienzo de Las palabras y las cosas a partir del cuento borgeano "El idioma analítico de John Wilkins".

            En la misma línea, el crítico uruguayo Emir Rodríguez Monegal explicó que le resultaba difícil leer a Derrida, pero no por su densidad o estilo, sino porque

"educado en el pensamiento de Borges desde los quince años, muchas de las novedades de Derrida me han parecido algo tautológicas. No podía entender cómo tardaba tanto en llegar a las luminosas perspectivas que Borges había abierto hacía ya tantos años. La famosa 'desconstrucción' me impresionaba por su rigor técnico y la infinita seducción de su espejeo textual pero me era familiar: la había practicado en Borges avant la lettre" (1985: 9).

            Es una verdad palmaria que muchas de las ficciones borgeanas anticiparon ideas luego retomadas por los post-estructuralistas. La recepción de Borges en Francia en los años '50 y '60 giró alrededor del concepto de literatura, especialmente de la difuminación de la frontera entre ésta y la filosofía. El mismo Borges en "Tlön, Uqbar, Orbis Tertius" dice que los metafísicos del planeta Tlön identifican la filosofía con "la literatura fantástica, una de las especies de la ficción literaria" (1997: 436). Pero el texto más leído y citado por los franceses es sin duda "Pierre Menard, autor del Quijote". Borges lo escribió en 1939, a un año de la muerte de su padre, poco tiempo después de su accidente en casa de María Luisa Bombal[7] y uno antes del matrimonio de Bioy Casares y Silvina Ocampo. Le contó a Bioy que eligió ese nombre porque había muchos Menard en la literatura francesa y quería dar la impresión de déjà vu. (Bioy Casares, 2006: 1971). Pierre Menard es, más que un escritor, un lector ideal, que quiere crear el libro tal como lo escribió ese autor que tanto le gusta y con el que tanto se identifica. "No quería componer otro Quijote —lo cual es fácil— sino El Quijote" (1997: 34). Una vez producidas esas páginas (no todas, solamente el capítulo noveno y trigésimo octavo de la primera parte y un fragmento del veintidós) que coinciden "palabra por palabra y línea por línea" con el texto de Cervantes, ¿quién es el autor del libro de Menard?, ¿cuál de los dos es el original, ahora que podemos leer los dos? Borges dice en el cuento: "¿Confesaré... que leo el Quijote —todo el Quijote— como si lo hubiera pensado Menard? Noche pasada, al hojear el capítulo XXVI —no ensayado nunca por él— reconocí el estilo de nuestro amigo y como su voz en esta frase excepcional 'las ninfas de los ríos, la dolorosa y húmida Eco'" (1997: 35). Así es como el original se emborrona hasta desaparecer, no existe, siempre está, en el momento de la lectura, inevitablemente perdido. Advienen a la existencia, durante un instante frágil, sus lecturas, que luego se fugan en la misma dirección en que desapareció el autor. Como dice Alberto Manguel, "colegas de Pierre Menard han invadido el mundo de las letras y nos han dado (y siguen dándonos) sus múltiples Quijotes: el torpe Quijote de Lope, el divino Quijote de Dostoievski, el filosófico Quijote de Unamuno, el brutal Quijote de Nabokov, el tedioso Quijote de Martin Amis, el desdoblado Quijote de Borges, el Quijote de cada uno de nosotros, sus desocupados lectores" (2005), y esto sucede porque todos escribimos porque hemos leído y todos tenemos nuestra propia hazaña de construcción de sentidos que emular. Los habitantes de Tlön creen que no existen los autores individuales, sino un único autor, solitario y anónimo. Por lo tanto, no conciben las ideas de firma o de plagio. Nadie más tlöniano, entonces, que Pierre Menard, que se hace uno con Cervantes, sin dejar de ser dos. Nosotros, al igual que Borges cuando identifica "la autoría" de Menard al releer el Quijote, identificamos a los teóricos de la estética de la recepción al leer el cuento "Pierre Menard...", aunque todavía no habían escrito ni una palabra.

            En 1964, Gerard Genette publica el artículo "La literatura según Borges" en un volumen colectivo de Les Cahiers de l'Herne donde ataca el concepto de una obra literaria concebida o determinada por su autor. Genette opina que el autor no es el verdadero poseedor del texto sino el espacio público, el lector, el que actualiza mediante la lectura esa obra que es "una reserva de formas que esperan sus sentidos" y agrega "Pierre Menard es el autor del Quijote por la razón suficiente de que todo lector (todo verdadero lector) lo es". En este pasaje del escritor al lector como dotador principal de sentidos Blanchot va un poco más allá y dice: "Borges comprende que la peligrosa dignidad de la literatura no reside en hacernos suponer que en el mundo hay un gran autor, absorto en mistificadores sueños, sino en hacernos sentir la proximidad de un poder extraño, neutro e impersonal" (1984: 213). Este poder sería el que opera el lenguaje y en particular la misma literatura, con su capacidad de multiplicación de los posibles, de lo que bien puede haber ocurrido y quizás ocurrió u ocurrirá, con la inmensa e imponderable producción de sentido que eso conlleva.

            Aunque creo que no fue la intención de Borges ni la de Genette, puedo leer "Pierre Menard..." como una defensa de cierto tipo de plagio, ya que propone la idea de la imposibilidad de repetir, porque repetir o plagiar siempre sucede en otro contexto y por lo tanto deviene en una forma de originalidad. Algo muy similar dice Derrida: "Una vez repetida, la misma línea no es ya exactamente la misma, ni el bucle tiene ya el mismo centro" (1989: 404). Justamente un bucle es lo que intentó hacer Mario Levrero con un microrrelato titulado "Giambattista Grozzo, autor de 'Pierre Menard, autor del Quijote'" (Ortega, 1994). Levrero riza el rizo de Menard mediante datos ficcionales. En el texto, un supuesto profesor Salvatore Ragni afirma que el cuento que Borges publicó fue escrito veinte años antes, por un italiano llamado Giambattista Grozzo, que, a su vez, podría ser un seudónimo de Italo Calvino. Borges habría traducido el relato de Grozzo y se lo habría apropiado: "La oscuridad de la obra elegida por Borges (...) ha impedido hasta ahora que el juego rinda toda su eficacia; recién a partir del rescate del relato original de Grozzo —rescate probablemente esperado por Borges en silencio durante años— se completa un ciclo y la obra, el Menard de Borges, cobra toda su dimensión". Luego Levrero lanza otra duda. Un lector le pregunta a Ragni si Giambattista Grozzo puede ser un seudónimo de Borges ya que éste podría haber tramando el juego de muñecas rusas en connivencia con Calvino, quedando aquí Calvino como una "copia" de Borges. Ante ese interrogante, Levrero, que escribe bajo el seudónimo de Lavalleja Bartleby, prefiere, como el personaje de Melville, no arriesgar ninguna opinión.

            ¿Quién habla en el texto? se preguntaban los post-estructuralistas franceses, sintiendo que la historia de la literatura escrita hasta ese momento les quedaba estrecha. Pensaban que esos autores historizados, que expresaban su subjetividad como suma de intenciones, circunstancias biográficas y psicología individual no podían ser el origen del texto literario. A pesar de todo, el autor muerto por Barthes y "funcionalizado" por Foucault siguió existiendo y no sólo eso sino que continuó siendo necesario y deseado. "Deseo el autor: necesito su figura (que no es ni su representación ni su proyección)" dice el mismo Barthes cinco años después (1974: 45). La noción de autor sigue siendo central para el canon y tanto el público como los críticos leen diferente a un escritor canónico que a uno excéntrico. Un autor canónico de un determinado país se vuelve, además, un poco propiedad de sus habitantes y otro poco monumento cultural. En la Argentina "tenemos" a Borges, pero, ¿quién es el autor Borges? No cabe duda de que los medios masivos y él mismo se ocuparon de difundir un personaje, la imagen de un hombre que siempre fue viejo, ciego y sabio, y también reconocible, nuestro, como Messi o Maradona. En enero de 1977 la revista Gente le dedicó un número especial de 210 páginas con el título: "Todo Borges y la vida, la muerte, las mujeres, la madre, la política, los enemigos, la polémica, su ceguera, los viajes, sus memorias, el cine, el casamiento". De todo eso se trataba la revista, que significativamente excluyó cualquier mención a su obra. Casi cuarenta años después, el 29 de julio de 2016, en la Sección "Viste" del diario Clarín, se publicó una nota titulada: "10 frases de Borges que te van a dejar pensando". Ninguna de estas frases fue escrita en sus libros, todas ellas fueron tomadas de entrevistas.[8]

            Esta familiaridad del público con los sucesos de su vida y con algunas de sus ideas más superficiales y conservadoras que los medios se ocuparon, y se ocupan aun hoy, de propagar, no se refleja en el conocimiento de su literatura, quizás precisamente porque los medios no tienen ningún interés especial en su difusión. Prueba de esta dicotomía es lo sucedido en el homenaje que el gobierno de la Ciudad de Buenos Aires organizó en 2016 para el aniversario número treinta de su muerte. En la estación San Martín del subterráneo se instalaron una serie de ploteos y paneles con imágenes y textos. Una de las citas atribuidas a Borges decía: "Con el tiempo comprendes que sólo quien es capaz de amarte con tus defectos, sin pretender cambiarte, puede brindarte toda la felicidad". El fragmento no solamente es apócrifo sino que nadie que haya tenido el más mínimo contacto con el estilo borgeano sería capaz de atribuírselo. Sin embargo, continúa figurando en internet dentro de un texto en prosa llamado "Aprendiendo" (sí, un gerundio) atribuido a Borges por la página Goodreads. Con el mismo título, pero esta vez con corte de verso, se la puede encontrar en la página Qmayor. También son muchos los artistas y políticos que dicen haber leído las novelas que Borges nunca escribió, como por ejemplo lo hizo el expresidente Mauricio Macri en una entrevista del programa "CQC". Existen, entonces, por lo menos dos Borges, el que concibió a Pierre Menard y el que pudo escribir la cita de la estación San Martín y alguna que otra novela.

            Barthes y Foucault pensaron la figura del autor, pero no ahondaron en la cuestión de la imagen autoral, o sea la celebridad producida por los medios de comunicación masiva. El profesor de estudios culturales y crítico Andrew Wernick, en su libro Promotional Culture (2012) sostiene que la promoción y el marketing de los objetos culturales construye autores que resultan atrapados en un proceso que hace circular su nombre como una parte de la actividad publicitaria. La posición de Wernick tiene un enfoque más histórico o contextual que textual, y por eso en su teoría encontramos un autor que "se produce a sí mismo continuamente para circular y competir" (2012: 138) y, haya sido voluntario o no, Borges también fue un precursor de este tipo de actividad. La celebridad de un autor literario está íntimamente relacionada con su biografía y las relaciones entre obra y vida resultan equívocas, se orlan de misterio y, como dice el investigador Marcelo Topuzian, "es este equívoco el que garantiza la celebridad literaria, en una especie de autogeneración de beneficios o intereses del capital cultural del autor" (2015: 25). La imagen de la celebridad literaria brilla con el oro de lo "auténticamente valioso" y es su personalidad lo que se compra, lo que resulta llamativo en términos de consumo: el viejo, sabio, ciego, conservador, ocurrente, tan culto, torpe con las mujeres, fracasado en el amor, Borges. "Es la idea de que algo en el escritor —su carácter de autor, por decirlo de algún modo— está detrás, de manera central y única, de los textos que se asocian con su nombre" (Topuzian, 2015: 360). La construcción de la celebridad desdobla la identidad del autor, que por una parte es imagen y por otra es texto. La imagen se construye precariamente a partir de pinceladas de su aspecto físico, de sus declaraciones mediáticas, de identificaciones políticas y de temas recurrentes de su obra citados descontextualizada y fragmentariamente.

            Hay un Borges, autor de "Pierre Menard...", de "Tlön...", de "Los teólogos". Es un escritor que refiere a autores imaginarios y a otros reales que se han transformado y están disfrazados bailando en un carnaval de signos o investigan en una historia policial de signos que pregunta por el misterio. Y está el Borges al que se le dedicó la Feria del Libro del año 1999, donde colgaron el pretendidamente borgeano "Instantes"[9]. Con este poema Borges cometió un plagio involuntario. El equívoco se viene arrastrando desde 1989, cuando fue publicado en la revista mexicana Plural en su número de mayo, y no deja de ser una buena broma del destino para hacerle a alguien que tanto jugó con el concepto de autoría. Iván Almeida cuenta en su artículo "Jorge Luis Borges, autor del poema 'Instantes'" (2001) que el Centro Borges de la Universidad de Pittsburg recibe innumerables mails consultando dónde está publicado el poema, como por ejemplo el siguiente: "Por cierto, mientras buscaba en la red cosas acerca de Borges leí Instantes. Por primera vez en mi vida tuve que dejar de leer algo porque las lágrimas me impedían continuar (De Barcelona, en julio de 1998)" (2001: 236). Cuando se le avisa que el poema no es de Borges, la reacción del público no suele ser amable: "Me permito informarle que el poema lo he encontrado y se lo agrego a este mensaje. Gracias por la ayuda. A pesar de lo que me comentó SÍ ES DE BORGES!!!! (México, febrero de 1998)" (Almeida, 2001: 236). Los lectores se enojan, se ofenden, insisten en su deseo de autor, quizás porque sería para muchos una forma de vincularse emocionalmente a un escritor tan prestigioso y lograr que los Borges coincidan por un instante. También pasa que cuando lo encuentran firmado por su verdadera autora —aparentemente una mujer de Kentucky llamada Nadine Strain—, se indignan y proclaman que se trata ¡de un plagio!, como sucede con este post que pide amplia difusión: "Quisiera informar sobre un plagio: en la página 5 del libro Awakening to the Journey, de mi clase de meditación y tratamiento, aparece un poema. Este poema fue escrito por Jorge Luis Borges y no por alguien de Louisville, Kentucky. Está pobremente traducido, pero línea por línea. El poema original se llama Instantes y fue compuesto como dije por Jorge Luis Borges, un famoso escritor argentino, poeta y director de cine. Es un ejemplo grosero de expropiación, tomar algo de otro sin compensación o cita. Espero que reconozcan a Borges como el verdadero escritor de este poema (Vieques, Puerto Rico, mayo del 99)." (Almeida, 2001: 237).

            Entre tantos plagios impunes, voluntarios e involuntarios, verosímiles e inve­rosímiles, advertidos o inadvertidos, Borges nos regaló una paradoja más al legar sus textos para ser defendidos al milímetro por su ex esposa, dueña y guardiana de su obra, María Kodama. Es que el autor, como figura jurídica, puede transformarse en otro y otra, su heredera, durante setenta años después de morir, según nuestras leyes de propiedad intelectual. Kodama llevó ante la justicia a Pablo Katchadjian, autor de El Aleph engordado (2009). En esta obra, Katchadjian repite palabra por palabra el cuento de Borges pero le agrega, intercalándolos, párrafos enteros de su propia invención. En una entrevista de Leila Guerriero (2020), Kodama declaró: "toda esa gente frustrada, envidiosa, como María Esther Vázquez. Yo los dejaba, y cuando se pasaban de revoluciones, juicio. Publicaban algo en un diario, lo dejaba pasar. La segunda vez, pasaba. A la tercera, juicio". Así fue: acusó a Pierre Assouline, crítico francés, por difamación porque escribió en un artículo que ella impedía que se publicara en francés parte de la obra de Borges; querelló por calumnias e injurias a Juan Gasparini que escribió el libro La posesión póstuma sobre la herencia borgeana e hizo lo mismo con el biógrafo de Borges, Alejandro Vaccaro. Irónicamente, la pelea con este último comenzó porque, en una recopilación, Kodama adjudicó a Borges obras de José Tuntar y Andrés Corthis, suponiendo que eran seudónimos del escritor y Vaccaro le hizo notar que eran artistas existentes. El altercado escaló tanto que Vaccaro llegó a escribir "esta mujer modificó la obra de Borges por rencillas personales" (2006: 56). Kodama demandó y el caso llegó hasta la Corte Suprema, donde Vaccaro resultó absuelto en 2013. Para comprender el alcance de la vigilancia que ejerció Kodama, baste saber que durante este último litigio la editorial Planeta llamaba a las librerías para pedirles que no pusieran libros de Borges y Vaccaro en la misma mesa.

            Otro proceso famoso fue el que Kodama llevó adelante en 2011 contra Agustín Fernández Mallo por su libro El hacedor (de Borges), remake. Mallo, efectivamente "rehace" textos de Borges usando cultura pop y sus propias interpretaciones e incorporando materiales como fotografías, imágenes de Google Earth, enlaces de páginas web y links a videos confeccionados especialmente para el libro, sin realizar ninguna transcripción, aunque repite la estructura y los títulos del libro original. Kodama, después de declarar que no leyó el libro de Mallo, explicó que no lo consideraba un homenaje sino una falta de respeto por no haber pedido permiso y (esto lo supongo) pagado los derechos correspondientes. Me pregunto qué habría pasado si los herederos de José Hernández hubieran intimado a Borges por los cuentos "Biografía de Tadeo Isidoro Cruz" y "El fin". Es verdad que no hay allí una copia de los textos del Martín Fierro, pero hay una utilización literaria de sus personajes y de su universo que también están protegidos por copyright. En el caso de Mallo, Alfaguara retiró los libros con presteza, pero también tuvo la lucidez de aclarar en un comunicado: "Una de las muchas innovaciones que Borges trajo a la literatura fue la de usar procedimientos paródicos sobre sus propias influencias, sobre los autores que admiraba y por los que se sentía influido. Si Borges no hubiera existido, Agustín Fernández Mallo jamás habría podido escribir un libro como su Remake" (reproducido en Becerra, 2012: 199).

            Volvamos a Katchadjian. En junio de 2011, ocho meses después de haber ganado dos millones de euros por la venta de los derechos de edición de las obras de Borges a la editorial Random House Mondadori, Kodama demandó penalmente a Pablo Katchadjian por el delito de edición, venta y reproducción de una obra sin autorización de su autor original o de sus herederos, en su libro El Aleph engordado. El juez debía establecer si se había perjudicado económicamente a María Kodama y si Katchadjian se había atribuido la autoría de una obra ajena. El acusado fue sobreseído en primera y segunda instancias, hasta que la causa llegó a la Cámara de Casación en 2015 y Kodama solicitó un embargo de ochenta mil pesos sobre los bienes del presunto plagiario, veintiséis veces más que el daño estimado por la publicación. El juez Carvajal condenó a Katchadjian en 2016 pero finalmente la Cámara de apelaciones en lo Criminal y Correccional lo sobreseyó definitivamente un año después al sentenciar que el "engordamiento" es un procedimiento literario “extremo pero legítimo”, en la medida “en que abiertamente toma en préstamo las palabras de un texto para producir una nueva obra literaria", y que se trata de una técnica que supo utilizar Borges quien, incluso, la tematizó en el cuento “Pierre Menard, autor del Quijote”. Según el peritaje, El Aleph engordado constituyó la creación de un texto nuevo, generado a partir de un procedimiento literario reconocido en el paradigma de la literatura contemporánea y que el mismo Borges había empleado.[10]

            Creo que la mayor virtud del El Aleph engordado es exponer la intervención del lector en una forma material. Es una lectura del cuento, como ha habido tantas, pero esta vez se consignan por escrito esas asociaciones, sumatorias y digresiones que al leer se hilvanan al original y lo transforman. Al editarlo y por lo tanto ofrecerlo para su lectura, Katchadjian propone un nuevo bucle, un lanzamiento al infinito. Él mismo lo entiende así; en una entrevista de Juan Terranova, ante la pregunta de qué otro libro engordaría, expresó: "es fácil: engordaría El Aleph engordado. Creo que podría hacerlo yo o cualquier otro, pero si lo hiciera yo debería esperar, digamos, unos diez años, para no ser el mismo. Y después de diez años podría engordar el segundo Aleph engordado. El asunto no tiene límites" (2016).  Katchadjian no quiso ser paródico ni hostil ni agresivo con el texto, su actitud fue más bien amorosa en la realización del deseo de una interacción material. Esos objetos textuales amados, dijo el autor, "poder usarlos le da un sentido a... muchas cosas" (Terranova, 2016). En esta misma línea, el autor experimental y crítico Kenneth Goldsmith se pregunta en una entrevista por qué si el collage es una expresión permitida en las artes plásticas no podría ser también posible en la literatura. (Petersen, 2015). ¿Por qué no oponerse a lo nuevo, a la invención? ¿Por qué no reciclar, recrear, reutilizar? Haciéndolo, se comprueba que la supresión de la expresividad personal es imposible: siempre hay un recorte, un orden, una forma, y del viejo material emerge un sentido nuevo.

            Entonces, ¿quién habla en "Pierre Menard..."? ¿Borges? ¿Cervantes? ¿Genette? ¿Avellaneda? ¿Benegeli? Sí, y seguramente muchos otros. Rolando Martínez Mendoza y José Luis Petris (2018) postulan que una de estas voces a las que el cuento remite sería la de Eliseo Verón, autor de la teoría de la semiosis social que, entre otras cosas, establece que "toda producción de sentido es necesariamente social" (1987:125). Todo discurso es producido a través de discursos previos, que son sus condiciones de producción (los que lo permiten y determinan al mismo tiempo), para convertirse, a su vez, en condición de producción de nuevos discursos, y así siguiendo. Cuando el narrador de Borges afirma que no es lo mismo lo que dice Cervantes al escribir "la verdad, cuya madre es la historia" que lo que dice Menard cuando escribe "la verdad, cuya madre es la historia", está enunciando la teoría de Verón porque el sentido nunca proviene solamente del "texto" sino que se produce mediante una interrelación particular entre el texto y otros textos y discursos que lo rodean en un momento histórico y social particular. Lo que escriben Cervantes y Menard puede parecer lo mismo, un simple plagio, pero significa socialmente de otro modo.

            Además de las "condiciones de producción", Verón postula las "condiciones de reconocimiento" que son nada más y nada menos que los nuevos discursos que genera el texto. El Aleph engordado, sería, en este marco, una "condición de reconocimiento" de "El Aleph". Cuando Katchadjian, o cualquier otro lector, escribe sobre la superficie escrita de "El Aleph" produce sentido. Así, el sentido nunca se cristaliza, nunca se detiene, por más leyes y Kodamas que pretendan interrumpir esa circulación que no es más que "el hecho de, socialmente, compartir textos y producir discursos" (Martínez y Petris, 2018: 225). Según la teoría de Verón las lecturas son siempre productivas y no meramente reproductivas y eso hace al plagio un imposible teórico. Las obras literarias están abiertas, nunca son la misma, constantemente invitan a re-leer y a re-escribir y eso le da sentido a muchas cosas, como diría Katchadjian, o a todas las cosas, como diría Verón, porque precisamente así se construye el significado: mediante la transmisión, siempre material, del lenguaje y a través de la circulación, siempre social, del sentido.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Mi Arlt mío de mí

                       

            En el año 1975 se publicó el libro Nombre falso de Ricardo Piglia. En él aparece un texto a caballo entre la literatura y la crítica: "Homenaje a Roberto Arlt". Contiene un extenso estudio introductorio sobre un cuento inédito de Arlt, "Luba", que se reproduce seguidamente. La introducción resulta mucho más larga que el cuento y en ella Piglia, o un narrador con su nombre, explica que mientras preparaba una edición en homenaje al autor de Los siete locos, comenzó a rastrear sus textos inéditos. Así conoció a Andrés Martina, un ferroviario jubilado, director de una biblioteca socialista en Banfield, que le había alquilado un galpón a Arlt en los últimos meses de su vida, para que él experimentara con sus famosas medias engomadas. Cuando el escritor murió, Martina encontró un cuaderno repleto de notas: apuntes para una novela policial, reflexiones sobre el anarquismo y la literatura y materiales para un cuento protagonizado por una prostituta llamada Luba. En el anotador, de ochenta páginas, faltaban treinta y siete, que habían sido arrancadas. Martina se lo entrega a Piglia junto con dos cartas; una, recibida por Arlt y firmada por un tal Saúl Kostia, habla del cuento y también establece algunas consideraciones muy interesantes:

 "Imaginarse que la literatura es una especialidad, una profesión me parece inexacto. Todos son escritores. El escritor no existe, todo el mundo es escritor, todo el mundo sabe escribir. Cuando se escribe una carta (ésta, cualquiera) también eso es literatura. Diría aún más: cuando se conversa, cuando uno narra una anécdota, se hace literatura, siempre es la misma cosa. Hay personas que jamás han escrito en la vida y de golpe escriben una obra maestra. Los otros son profesionales, escriben un libro por año y publican porquerías para vivir de eso (si pueden): como si fuera justo que les pagaran por escribir suciedades" (Piglia, 2002:129).

            También está la carta de Arlt, donde se menciona al cuento y se dice que fue escrito para la revista El Hogar a "$ 1 la página". Con estos datos, Piglia decide localizar a Kostia y lo encuentra en el bar Ramos. Ahí Kostia le dice que lo mejor que escribió Arlt es "Escritor fracasado":

"la historia de un tipo que no puede escribir nada original, que roba sin darse cuenta: así son todos los escritores en este país, así es la literatura acá, todo falso, falsificaciones de falsificaciones. Arlt se dio cuenta que tenía que escribir sobre eso, metido hasta la garganta. Mire —dijo—, haga una cosa: lea Escritor fracasado. El tipo que no puede escribir si no copia, si no falsifica, si no roba: ahí tiene un retrato del escritor argentino. ¿A usted le parece mal? Y sin embargo no está mal, está muy bien: se escribe desde donde se puede leer. Dostoievski pasado por los traductores gallegos. ¿Sabe por qué era genial Arlt? Porque se dio cuenta que ahí había un estilo. Después los boludos dicen que escribía mal." (2002: 141).

            Luego de muchas negociaciones, Kostia accede a entregar el manuscrito a cambio de dinero. "Usted y yo somos ladrones", le dice a Piglia, aparentemente culposo por traicionar a su amigo muerto. Sin embargo, después de vendérselo, publica el cuento con su firma, dejando a Piglia en un mar de dudas respecto de la verdadera autoría. Es Martina quien aparece para salvar la situación, al encontrar el cuento manuscrito, en las páginas arrancadas del cuaderno, guardado en una caja de metal que también contiene "tres billetes de un peso, varias muestras del tejido de las medias engomadas y un ejemplar de Las tinieblas de Andreiev" (2002: 155).

            "Homenaje a Roberto Arlt" fue leído de muchas maneras. El crítico norteamericano Aden Hayes, estudioso de la obra de Arlt, escribió un ensayo llamado "La revolución y el prostíbulo: 'Luba' de Roberto Arlt" donde afirma: "Los lectores de las novelas de Arlt reconocerán inmediatamente ciertos elementos narrativos de 'Luba': el burdel como casa de ilusiones, la ciudad opresiva de Buenos Aires que produce en los personajes arltianos la depresión y hasta la demencia y los vínculos estrechos y anti-sociales entre la revolución y la prostitución" (1987: 141). Durante un tiempo Roberto Arlt figuró en la biblioteca del congreso norteamericano como autor de "Luba", que fue registrado electrónicamente también como cuento suyo en las bibliotecas de Letras de varias universidades estadounidenses. En nuestro país, durante los ochenta y primeros años de los noventa se consideró que el cuento había sido escrito por Piglia para llevar a cabo un juego de atribuciones apócrifas. Pero es en 1994 cuando Jorge Fornet da a conocer en su artículo " 'Ho­menaje a Roberto Arlt'  o la literatura como plagio" que " 'Luba' no es sino un plagio de 'Las tinieblas', cuento del escritor ruso Leonidas Andreiev" (1994: 116). En realidad, se trata de una reescritura donde hay partes enteras del original que no se transcriben, el final es diferente, el léxico está argentinizado y está escrito en presente en lugar de pretérito. Además, como le pasó al pobre Hayes, encontramos en el cuento tópicos habituales del estilo arltiano. El narrador de "Homenaje..." también los menciona, por ejemplo la prostituta que circula entre los hombres "como un relato", o sea "a cambio de dinero". Fornet dice que Piglia elige de "Las tinieblas" lo que le conviene, lo que puede parecer escrito por Arlt. Quizás lo principal que tienen en común Arlt y Andreiev es su anarquismo y, por lo tanto, una posición ideológica en contra de la propiedad. Recordemos que el mismo cuento del que Piglia se apropia en "Homenaje..." fue retomado en "Amor y anarquía", la película de Lina Wermüller de 1973, aunque tampoco allí se mencionó la fuente[11].

            "Homenaje..." abraza el plagio como forma literaria, hablando de él y realizándolo a la vez. El narrador insiste en que los textos (de Kafka, de Arlt) no son de nadie porque pertenecen a todos. Pueden publicarse una vez muerto el autor, aunque éste no lo haya querido, porque una vez que han sido escritos, que se han transformado en un texto, dejan de tener dueño. Piglia juega con cuatro autores: Arlt, Kostia, él mismo y Andreiev. Arlt plagia a Andreiev, Kostia plagia a Arlt, Piglia plagia a Andreiev y a Arlt (e inventa a Kostia). Pero ¿por qué? ¿Cuál es la finalidad de todo este tinglado? ¿Qué pretende demostrar Piglia con esto? Y además, ¿podemos llamar plagio a la operación realizada en el cuento?

            La escritora mexicana Cristina Rivera Garza en su ensayo Los muertos indóciles hace una distinción esencial:

"una cosa es, en efecto, utilizar el texto de otros para cuestionar el texto mismo y las nociones imperantes de autoridad y propiedad y otra muy distinta es utilizar el texto de otros para refrendar nociones imperantes de autoridad y propiedad. Pero a los ojos del plagio, es decir, a ojos de quienes empuñan esta figura para mantener el estado de las cosas, el plagio es ahistórico, transparente y siempre igual a sí mismo. Nada más lejos de la verdad" (2013: 80).

            Está claro que Piglia cuestiona, no refrenda, y lo hace de dos modos: atribuye su texto a otro —y transforma así la escritura en lectura— y se apropia de un texto de otro —y convierte allí la lectura en escritura. En "Luba" consigue la proeza de efectuar ambas operaciones al mismo tiempo. La reescritura del texto de Andreiev con citas y referencias más o menos disimuladas de Arlt es un trabajo de diálogo con estos y otros escritores, un trabajo inscripto en lo social, en lo comunitario que desestima la originalidad y trabaja con otra escala de valores. Sobre este tipo de escrituras, Rivera Garza dice que "Producen en conjunto una situación semejante a lo que los histólogos denominan la hendidura sináptica: un canal de unión de la neurona que mide aproximadamente veinte nanómetros de ancho, donde ocurre, sin duda, una transmisión que tiene mucho de salto al abismo" (2013: 86). Estos textos son eso, una ruta, un pasadizo, algo parecido a ese link efímero que desaparece apenas se lo clickea.

            Piglia eligió a Arlt para hacer esta operación y no fue una casualidad. Al igual que el autor de El juguete rabioso, Renzi, el personaje alter-ego de Piglia, se preocupaba y hasta se obsesionaba con el tema de la propiedad y el dinero. En el cuaderno entregado por Martina en "Homenaje..." se lee: "A Kostia: 2000$, a Reynald: $ 700, a Raúl: 600 más 18.000. Debo: 33 000 (seis meses)" (2002:126); y en el primer tomo de los Diarios de Emilio Renzi: "Tengo cuarenta y cinco pesos para terminar el día y Alberto me llama día por medio para reclamarme la supuesta deuda de veinte mil pesos que él supone que yo le debo" (2015:192) y muchas otras similares. Justamente "ficción del dinero" fue el concepto que ideó Piglia para pensar la literatura de Arlt. Los personajes de Arlt hacen dinero falsificando e inventando y lo consiguen porque el capitalismo, que se desarrolla y crece al influjo de la ilusión y la mentira, tiene una forma ficcional que lo permite. En "Roberto Arlt: la ficción del dinero", Piglia dice:

"El dinero es el mejor novelista del mundo: legisla una economía de las pasiones y organiza —en el misterio de su origen— el interés de una historia donde la arbitrariedad de los canjes, las deudas, las transferencias es el único enigma a descifrar. En este sentido para Arlt el dinero es una máquina de producir ficciones, o mejor, es la ficción misma porque siempre desrealiza al mundo: primero porque para poder tenerlo hay que inventar, falsificar, estafar, 'hacer ficción' (...). De hecho los personajes de Arlt no ganan dinero, se lo hacen y en ese trabajo imaginario encuentran la literatura" (1974: 25).

            En su novela Plata quemada, Piglia lleva esta temática hasta su clímax al detallar el incendio del dinero como una muestra máxima de resistencia al sistema: "Sólo locos asesinos y bestias sin moral pueden ser tan cínicos y tan criminales como para quemar quinientos mil dólares. Ese acto (según los diarios) era peor que los crímenes que habían cometido, porque era un acto nihilista y un ejemplo dé terrorismo puro" (2013: 131). La crudeza de la presencia del dinero en las ficciones de ambos autores sirve para cuestionar los valores dominantes y presentar una utopía, otra disposición posible para las relaciones materiales y también culturales. Según Piglia, Arlt "invierte los valores de esa moral aristocrática que se niega a reconocer las determinaciones económicas que rigen toda lectura, los códigos de clase que deciden la circulación y la apropiación literarias. De este modo, al nombrar lo que todos ocultan, desmiente las ilusiones de una ideología que enmascara y sublima en el mito de la riqueza espiritual la lógica implacable de la producción capitalista" (2004: 55). Piglia se ve reflejando en Arlt porque él también necesita desenmascarar el aspecto material de la cultura y sus relaciones con la autoridad y el poder[12]. Creo que esta es la causa fundamental que lo lleva a realizar este "terrorismo literario" que es el plagio, que cuestiona en un solo movimiento la propiedad y el valor e instaura formas nuevas de posesión y jerarquía.

            Pero quizás el motivo principal de Piglia para escribir "Homenaje..." sea el amor. Escribir la prosa del escritor que se admira es una forma, quizás la forma, de consumar ese amor. Piglia se da el gusto de escribir un cuento inédito de Arlt. Es lo que le pasó a Pierre Menard con Cervantes y también a Cristina Rivera Garza con Juan Rulfo. La escritora mexicana, en su blog Mi Rulfo mío de mí, transcribió párrafo por párrafo e intervino, con distintas estrategias visuales y textuales, la novela Pedro Páramo. Para Rivera Garza también se trata del amor y del dinero, de apropiarse para mostrar que la propiedad no es necesaria ni deseable:

"En ese esfuerzo lúdico de reescritura de Pedro Páramo —palabra por palabra, signo de puntuación por signo de puntuación—, en una especie de traducción alucinada del párrafo a la línea corta en distintas métricas está la necesidad y el gusto de habitar lo más cerca posible de una escritura admirada y querida (no por nada creo que las formas más detalladas de la lectura son tanto la traducción como la transcripción). Escribir así, haciendo visibles los lazos de deuda que unen a la lectura con la escritura, por cierto, no es apropiar sino desapropiar: su contrario estético y político." (Costamagna, 2017: 7).

            Cuando le preguntaron a Rulfo sobre la discontinuidad de su escritura, dijo "lo que pasa es que yo trabajo". Rivera Garza se identificó de inmediato con esta condición del novelista que no tiene tiempo para escribir porque hay que ganarse la vida. La escritora cuenta en la entrevista de Costamagna que escribía pequeños ensayos sobre aspectos de la obra de Rulfo que le resultaban perturbadores o movilizantes hasta que un día se encontró con una frase de Piglia: "La verdadera historia de la literatura se encuentra en los reportes de trabajo de sus escritores" y le sirvió como trampolín para alejarse de un salto de la crítica conservadora que percibe al texto aislado de su contexto material. Así escribió este libro extraño e incómodo sobre Rulfo que llamó Había mucho humo o niebla o no sé qué. "De lo que se trataba, me daba cuenta al ir avanzando, era de crear una serie de yuxtaposiciones que, ya juntas, pudieran convertirse en una estructura porosa, abierta, veloz. Yuxtaposición es la clave aquí" (2017:10), cuenta Rivera Garza. Yuxtaposición, aunque dentro de una operación más compleja, es precisamente lo que usó Piglia en "Homenaje...". Ambos autores operaron con otras voces además de la suya, con fragmentos que colocaron en un orden aleatorio (las anotaciones del cuaderno de Arlt) despojándolos de su sentido original para que se resemantizaran.

            Rivera Garza construye a Piglia como su precursor a través de esta idea del arte como reescritura, lo que denomina "estética citacionista", con una perspectiva crítica pero también política porque intenta separar los textos de su mercantilización. Hay en Mi Rulfo..., como en "Homenaje...", una prioridad en la lectura y una forma de traducción, de transmigración del alma del escritor amado desde su texto hacia el texto nuevo. Como dice el poema de "El método se lo comió todo" (Rivera Garza y Fabre, 2005): "Te como. Te engullo. Te digiero. Te incorporo. / Cuánto amor".

 

 

 

 

 

 

 

Plagiando ferozmente, sistematizadamente, excesivamente

 

 

Antes de saber quién era Alberto Laiseca leí un poema de él que permaneció anónimo para mí durante varios años. Mi amiga y yo teníamos solamente trece años y ella encontró, revolviendo en los papeles de su hermano mayor, un escrito que tenía mi nombre —se llamaba "Resumen de poemas al cuerpo de Lucrecia"— y me lo trajo como una ofrenda, como si la coincidencia me habilitara en cierto modo a poseerlo. En el poema, mi tocaya era algo así como Prusia en medio de una guerra que comenzaba en Europa y luego abarcaba al mundo. Recuerdo un solo verso: "Cincuenta espartanas a cada paso que das". No creo que sea casualidad haber empezado a leer a Laiseca con un juego de espejos: una Lucrecia impostora y la otra, ¿verdadera?

            En ese mismo año, 1973, el autor publicó su primer cuento: "Mi mujer" (2011: 369), que es la historia de un plagio, pero no literario sino, como le gusta decir a Laiseca, "ontológico". Se trata de un mago, un alquimista, que copia a una mujer. El original es una postal japonesa y, en la versión mágica, ella cobra vida, aunque conserva su tamaño de veinticinco centímetros. Conde De Boeck (2015) dice que "Mi mujer" puede considerarse una versión paródica y sado-maso-porno de El Golem de Gustav Meyrinck (2017), una de las lecturas favoritas de Laiseca. En relación con la cábala y la alquimia esto puede ser verdad, pero creo que el cuento plantea aspectos muy interesantes y originales sobre el ejercicio de la copia. En primer lugar, la reproducción femenina y monstruosa que realiza el cabalista nace del anhelo de posesión de algo que ya existe, representado por una imagen fotográfica que es a su vez copia de una mujer real. Mientras que es la imagen la que enciende el deseo del mago, la creación del Golem se deriva de una necesidad, la de defender el gueto de Praga a través de un ser completamente nuevo. La existencia de la foto plantea una relación de tres vértices: la mujer fotografiada, la imagen resultante y el espectador, que ve en ella algo que lo enciende. Pienso que el plagio, en un sentido amplio, necesita de este triángulo para ocurrir. Los textos se copian porque, para el lector que lo hace, tienen una característica imaginaria, es decir completa y fija, inamovible[13], que es justamente la que enciende el deseo de apropiación. Lo escrito aparece como tan perfecto, tan acabadamente pleno, que no hay otra posibilidad que repetirlo. Al mismo tiempo, el cuento de Laiseca propone también otro problema: por mucho que se desee, el plagio es imposible. Me puedo enamorar de una imagen, de un texto, de un objeto, pero cuando intento reproducirlo nunca consigo lo que estaba buscando. La satisfacción se desplaza unos milímetros y lo que creí haber visto de pronto ha desaparecido. En este caso el cabalista consigue dar vida a su japonesa, pero le sale demasiado igual al original, es decir muy pequeña, y no puede establecer con ella la relación que desea.

            Estos conceptos junto con otros igualmente sugerentes, reaparecen en una publicación de Laiseca de 1991: Por favor ¡plágienme!. Además de por algunas declaraciones sueltas del autor, se lo considera un ensayo porque no se sabe qué otro rótulo endilgarle, pero es más bien un borrador[14], una libreta de apuntes caóticos, casi ilegibles, en los que conviven narración, sátira, diálogo y digresión. No se sabe, no es posible saber, si la postura de defensa del plagio y rechazo hacia la creación que sostiene es real o paródica, o ambas. Es un texto provocador que recurre a la hipérbole y al absurdo para fundamentar sus posiciones extremas: "El movimiento estético plagiario actual debe encaminarse a la sistematización de las formas plagiarias puras. Cualquiera puede crear. Plagiar es para los elegidos" (1991: 18) o "ved a uno creando sobre el maravilloso, maravilloso plagio, produciendo crecimientos monstruosos sobre brazos, piernas y troncos mutilados para evitar así de un solo plumazo, toda esta pobrísima, pobrísima manifestación de creación mecánica a la cual los artistas creadores nos tienen acostumbrados" (19).

            El libro se presenta a sí mismo como un tutorial del plagio: "En la conferencia que hoy tengo el honor de pronunciar antes ustedes, no deseo daros una filosofía sobre el plagio (esto lo dejaré para ociosos creadores) sino deciros sencillamente cómo podemos hacer plagios" (18). Para copiar, como para cualquier otra actividad, es necesario establecer una mecánica propone Laiseca, cuyo amor por lo maquínico es evidente tanto en sus temas como en su estilo; se precisa inventar “mecanismos para plagiar sistematizada y progresivamente” (28). Contraviniendo el género del supuesto ensayo, es un personaje de ficción el que sistematiza los plagios, un escritor que intentó “purificarse” de toda influencia y fracasó y por eso “buscaba el plagio continuo y perfecto. No por las utilidades económicas que pudiese reportarle, sino por el sacudimiento emotivo, intelectual, de tener el control total” (28). Me resulta muy interesante esta relación entre plagio y control. Al plagiar, el escritor conoce sus materiales y también los ha visto circular, en cambio al crear se entrega al “caos” y no maneja lo que sucede dentro de sí ni lo que surge de él. El procedimiento preferido de este escritor plagiario era: 

“el desmantelamiento a hachazos de mecanismos literarios y racionales, el entremezclar como con una enorme batidora las diferentes partes mutiladas, ensamblarlas caprichosamente y colocarlas ya armadas en hilera, listas para ser usadas. Era como tomar máquinas destinadas a realizar diversas tareas y desarmarlas en dos o tres grandes pedazos cada una, luego mezclar los distintos fragmentos haciendo un único montón y ensamblarlos de manera arbitraria para formar nuevas maquinarias, y obligarlas así a funcionar enchufándolas a un tomacorriente” (29). 

A mí me parece un procedimiento bastante creativo. Lo que se toma de otros, en todo caso, son los materiales, y para conseguir el nuevo texto aparece la máquina, que, incluso, crea no solo el escrito plagiado sino “nuevas maquinarias”. Es imposible no recordar a a Aira, cuando dice: “el arte que no usa un procedimiento, hoy día, no es arte de verdad” (2000: 170). Parece pensar el procedimiento como la máquina de la literatura. Aira sostiene: “Los grandes artistas del siglo XX no son los que hicieron obra, sino los que inventaron procedimientos para que las obras se hicieran solas” (2000: 166). La similitud con los argumentos de Laiseca es notable: “Si lográsemos inventar un estilo podríamos plagiar a gusto: porque con estilo, las ideas y hasta las imágenes viejas se presentan de manera nueva y las nuevas, si surgieran, seríanlo doblemente” (Laiseca, 1991: 18). Los dos escritores coinciden en que el arte está en la forma más que en el contenido y que el artista, el escritor en este caso, debe liberarse de una vez por todas del imperativo romántico de la profesionalización y de la creación individual. Hay una idea sumamente democrática —“inclusiva” diríamos actualmente—  detrás de esto: si se reemplaza la “obra” por el procedimiento, entonces todos pueden acceder: “cuando la poesía sea algo que puedan hacer todos, entonces el poeta podrá ser un hombre como todos, quedará liberado de toda esa miseria psicológica que hemos llamado talento, estilo, misión, trabajo, y demás torturas” (Aira, 2000:167) o, como dice Laiseca, nos permitirá abandonar las preocupaciones del creador para pensar cómo “sistematizar todo mecanismo plagiario que descubrimos en el interior de nuestras transformistas personas” (1991: 20).

            A continuación de una larga serie de elogios al plagio y fantasías sobre organizaciones, sindicatos y naciones dedicadas a imponerlo y a reprimir y castigar la creación, Laiseca inserta una historia que tiene como protagonista a “un viejito en una de las repúblicas sudamericanas, autor de numerosas ficciones” que “poseía un defecto visual” (53). Sobre las relaciones entre Laiseca y Borges se han dicho varias cosas, por ejemplo, que Borges no quiso leer la novela Matando enanos a garrotazos porque “tenía un gerundio en el título”. En el epígrafe de su cuento “Indudablemente, ferozmente, horriblemente”, que apareció por primera vez en 1988 en la revista Fin de siglo, Laiseca introduce un epígrafe que parece confirmar la anécdota: 

“Enterándome del desafuero de quien dijera sobre el libro de un amigo (Violando girls scouts en la floresta): ‘¿Qué se puede esperar de un tipo que empieza en gerundio el título de su obra?’, por puro despotismo dedicando, entonces, éste, un mi cuento, a los enemigos de siempre. Aquí les ofrezco no sólo gerundios los tales, sino adverbios, frases germanizadas, comas antes de verbo, rimas, hiatos y disonancias de las más pura y clásica cepa román-atonal, adjetivación excesiva, etc. Adjetivando excesivamente. El autor” (2011: 124). 

Laiseca aparece aquí no sólo como el autor que Borges no quiso leer sino como una suerte de heredero potenciado de Arlt y su “mala escritura”, de la que hace, según su costumbre, un uso hiperbólico y proliferante. Cinco años después, en el capítulo 37 de su novela El jardín de las máquinas parlantes (1993), titulado “Póngase contento, señor Borges” (434-445) el viejo escritor ya no es un enemigo sino otra víctima. Aparece perseguido e hipnotizado por unas criaturas mágicas, las chichis, las mismas que torturan al protagonista, que le susurran y le inculcan todo tipo de ideas para hacerlo sufrir, por ejemplo “Nobel, Nobel. El Nobel es importantísimo”, “Goethe no me gusta porque lo he leído” o “Lugones se suicidó por nihilista”. Borges repite enajenado y luego desaparece rodeado de mazorqueros que llevan pancartas coloradas, tocan violines, empuñan gorros frigios ensartados en pinchos y cada tanto gritan: ¡Viva el Restaurador! En Por favor..., con la historia que ahora pasaré a relatar, Laiseca da un paso más y hace una defensa de la moral borgeana que es casi una apología. En el cuento, un estado tecnocrático había inventado un aparato desenmascarador de plagiarios. Mediante una máquina inducía a los escritores a creer que Shakespeare nunca había publicado y que ellos eran los únicos que poseían y conocían las obras completas del escritor. La gran mayoría las editaba con su nombre sin tocarles una coma. Algunos tenían pruritos para hacerlo pero iban usando partes, se “inspiraban” hasta que la obra se reducía a “una especie de cascarón que podía desplomarse al menor tincazo”(55). Borges, sin embargo, no solo se resiste a plagiar sino que comprende que no puede simplemente editar la obra: debe devolverla a su tiempo original para que pueda influenciar a  los miles de escritores que están destinados a leerla. Se decide entonces a producir una inflexión en el espacio-tiempo y colocar un laberinto invisible donde depositar las obras de Shakespeare en su época histórica. Comprende que esa acción llevará también sus propias obsesiones al pasado y que, por eso, su propia obra podría ser escrita antes de que él pudiera crearla: “Ya no podría escribir determinados cuentos, ni desarrollar ciertas ideas, sin que lo acusasen de plagio” (55). A pesar de ello, a pesar de sí mismo, lo construye. ¿Por amor a la literatura? Parece la mejor respuesta.

Esta parábola de Laiseca, además de una declaración de respeto al viejo enemigo, es una construcción compleja en la que alguien, que se resiste a plagiar en un momento dado, comprende la verdadera función del plagio. Porque se plagia social e históricamente y esa actividad se encuentra íntimamente ligada a las relaciones que cada presente mantiene con su pasado y la tradición. Plagiar a Shakespeare en el siglo XX es completamente diferente a hacerlo en el siglo XVI, distintos son sus resultados para la historia de la literatura y para su evolución como producto artístico y social y para la comunidad humana. Pero ¿en qué sentido representa Borges la tradición para Laiseca? Si, como dice en Por favor… “un hombre no merece el título de artista hasta que no ha sido plagiado por lo menos siete veces” (21) ¿es Borges para él alguien digno de ser plagiado o, dicho de otra manera, alguien cuya tradición desea continuar? Según el estudioso de Laiseca, Carlos Fernández González:

“El plagio implica pensar en el problema de la tradición, en la tradición como problema, en las heterogéneas opciones textuales de reconocimiento interautoral, en la validación del patrimonio cultural, en el pasado del que abreva todo artista, en las influencias y en el canon y, desde allí, en problemas más específicos como la intertextualidad, el valor del homenaje en esa relación intertextual, la cita, la ironía en el calco sin entrecomillar, la parodia o el guiño” (2014: 94).

Plagio y tradición están entretejidos por todas partes, pero Laiseca se presenta, se construye incluso, como un escritor extravagante que permanece al margen de las industrias culturales y aclama la anormalidad y el plebeyismo. No se lo concibe en la tradición Borges-Bioy, pero sí en la vía contracultural que supieron transitar Gombrowickz, Lamborghini y Néstor Sánchez, por poner algunos ejemplos. Pero al contrario de estos autores, Laiseca escribe con materiales de la calle, de la cultura de masas y del periodismo. Hasta su Borges, tanto cuando lo denosta como cuando lo salva, parece salido de la imagen que de él tiene el gran público. Según Guido Herzovich: “nada más alejado de su literatura que la cita, el guiño o el intertexto: ocurre que sus materiales no fueron usados por nadie sino por todos” (2019: 86). Algunas frases recurrentes en sus textos como “si no le gusta vayasé” o “morirse pa’ siempre” no provienen de la literatura, sino de las experiencias que el autor tuvo en las pensiones donde vivió y al trabajar en la cosecha. Si la lectura de Borges remite a Kipling, Conrad, Stevenson y Henry James la de Laiseca remite siempre a su propia obra. Entonces, si su escritura no presenta influencias claras y no se plagia más que a sí misma, ¿por qué el autor decide escribir un libro sobre el tema? Creo que el motivo debemos buscarlo en la defensa del plagiario como el “otro” que se enfrenta a los supuestos poseedores del patrimonio cultural. A través de la parodia, Laiseca nos habla de lo inútiles que son los esfuerzos por la originalidad. Delimitar lo supuestamente creado por un solo y único individuo sería ponerle puertas al mar y Laiseca se ríe con tantas ganas de los “dueños” de la cultura que propone una biblia negra, una herejía del canon. El artificio se revela auténtico y la ironía mordaz termina mostrando las cosas como realmente son, en el reverso del discurso que nos instruía sobre cómo deben ser. 

 

 

 

 

 

 

De bolivianos y chorroescritores

 

            Meter páginas enteras de otra novela dentro de una novela que retrata a inmigrantes bolivianos pobres y marginales y que ese plagio le pase inadvertido a la misma gente a la que le pasan inadvertidas la pobreza y la marginalidad; usar las páginas robadas como se usa a los marginales, es decir en "la construcción" (en este caso de la novela), es montar un artefacto literario que, como advirtió Josefina Ludmer: "construye presente" (2007), o sea que interviene y mixtura lo literario con la realidad social.

            Esto es lo que hizo Sergio Di Nucci en Bolivia construcciones, ganadora del premio La Nación - Sudamericana en el año 2006, bajo el seudónimo de Bruno Morales, quien aparece ficcionalizado en la trama como sobrino de uno de los protagonistas, llamado Quispe. El jurado no se dio cuenta de que alrededor de treinta páginas de la segunda parte de la obra eran una transcripción parcial de la novela Nada de la escritora catalana Carmen Laforet, editada en 1944[15]. Di Nucci realiza un juego de prestidigitación con los personajes y las situaciones dramáticas. Al cambiar el contexto de un modo tan radical, la reescritura de Nada se siente como una proeza y recuerda al dicho de Laiseca: "Cualquiera puede crear. Plagiar es para los elegidos". La protagonista de Nada es una chica que llega a la ciudad de Barcelona después de pasar por un colegio de monjas en los años '40. El narrador de Bolivia... es un joven que sale de Potosí y se va a vivir a Buenos Aires para trabajar como albañil. Entonces, aunque las frases sean las mismas, las referencias múltiples del texto cambian por completo. Wanderlan Alves, profesor de la Universidad de Paraíba, escribe al respecto: "En Nada, mientras Andrea y su amigo Gerardo pasean por la ciudad, atestiguan silenciosamente la miseria y el derrumbe de su propia época. En el mismo paseo Andrea besa al amigo y prueba su primer beso: 'Nunca me había besado un hombre y tenía la seguridad de que el primero que lo hiciera sería escogido por mí entre todos'. Se nos hace casi imposible no percibir la diferencia entre lo que dice Andrea y lo que dice el narrador-protagonista de Bolivia construcciones, cuando él también le da el primer beso a una mujer (Silvia) y comenta: 'Nunca me había besado una mujer, y yo tenía la seguridad de que la primera que lo hiciera sería elegida por mí entre todas' " (2017: 675).

            Di Nucci recibió el premio de sesenta mil pesos y lo donó a la Asociación Deportiva del Altiplano, un grupo que ayudaba a los inmigrantes bolivianos, entre otros a las víctimas del incendio del taller textil donde el 30 de marzo de 2006, en un edificio de dos plantas que funcionaba como taller de costura, murieron cinco niños y una mujer embarazada. El lugar estaba habilitado para cinco máquinas de coser y cinco trabajadores, pero había cuarenta máquinas y cuarenta trabajadores bolivianos. El trabajo literario que tematiza a los inmigrantes confluyó con una intervención directa en el cotidiano de esos mismos inmigrantes y me resulta imposible no relacionarlo con algo que Ludmer refiere en su propuesta de "Literaturas postautónomas" (2007).  Ludmer —que eligió publicar este artículo a través de su propia página web y garantizó así que de manera gratuita y abierta se accediera a sus ideas— planteó que en el presente la realidad se lee como ficción y viceversa y también que todo lo cultural-literario es económico. Las literaturas postautónomas se sitúan, entonces, en el medio real-virtual de la imaginación pública, que construye todos los días un presente social-privado-público-real. Estas literaturas ya no son autónomas precisamente porque no señalan la distancia entre realidad y ficción. En una entrevista de Anfibia, Ludmer aseguró que no se trata del fin de la literatura: "lo post para mí es una categoría importante porque recoge todo el pasado, no es un corte" (Fornaro, 2012).

            En su ensayo "En torno de las lecturas del presente", la crítica Sandra Contreras (2010: 135) plantea que, si admitimos la hipótesis de Ludmer, Bolivia construcciones es y no es literatura, porque no puede ser juzgado simplemente mediante categorías estéticas. Contreras cuenta que, para defender al texto de la acusación de plagio, se argumentó que la copia es la esencia misma de la operación literaria. "La Vindicación del plagio, que circuló como la 'Carta de Puán', y también en blogs que intervinieron en el debate como el de Link, sostuvo (...) que el plagio en Bolivia Construcciones no es en modo alguno ocioso o injustificado" (Contreras, 2010: 137). Se discute respecto del valor de la operación plagiaria o intertextual, que no refiere al texto mismo sino a otros aspectos, precisamente aspectos pragmáticos como su lectura y recepción, aspectos que se relacionan con lo que consideramos, o no, literatura en el presente.

            El texto de Ludmer comienza diciendo: "Estoy buscando territorios del presente y pienso en un tipo de escrituras actuales de la realidad  cotidiana que se sitúan en  islas urbanas de la ciudad de Buenos Aires: por ejemplo,  el bajo Flores de los inmigrantes bolivianos de Bolivia construcciones de Bruno Morales" (2007). Poco tiempo después de aparecer este escrito, Agustín Viola, un chico de 19 años, encontró una serie de coincidencias entre Bolivia construcciones y Nada porque casualmente leyó los dos textos sucesivamente. Aterrados e indignados, los jurados del premio La Nación - Sudamericana dictaminaron que se trataba de un plagio y retiraron el premio. No así el dinero, ya que había sido donado a la Asociación Deportiva del Altiplano. Pablo Avelluto, en ese entonces director editorial de Sudamericana y luego ministro de Cultura del macrismo, manifestó: "Estamos muy tristes por lo que ocurrió, pero también estamos muy orgullosos del jurado del premio y muy contentos con él y con la actitud que tomó, que, por supuesto, respaldamos totalmente. Ahora, nuestros abogados están estudiando cuáles son las medidas que tenemos que tomar ante esta situación completamente inesperada" (La Nación, 8 de febrero de 2007).

            El debate sobre el plagio se intensificó durante un par de meses, en especial por internet, y se repitieron conceptos como "trabajo ajeno" y "robo"; algunos hablaron de "chorros" y de "chorroescritores". Una de las cosas que se le reprocharon a Di Nucci fue no haber mencionado en el texto a Laforet. ¿Por qué no lo hizo? Zac Zimmer y Virginia Tech arriesgan la hipótesis de que la secuencia plagio-publicación-premio-donación pudiera ser un proceso estético y en ese caso "¿habría fracasado Bolivia construcciones si el plagio no se hubiera descubierto?" (2014:106). Lo que nos lleva a preguntarnos: ¿quién es Agustín Viola? ¿Es realmente un estudiante que acababa de terminar la escuela secundaria o es un enviado de Di Nucci que así consigue, sólo con esta denuncia, terminar el circuito estético de realidad-ficción que se había propuesto?

            La investigadora María Ledesma, en el artículo "Repensar la agenda de la semiótica. El caso Bolivia construcciones" (2007), califica a lo sucedido de "escándalo semiótico" y apunta que la novela es una radical media (término introducido por John Downing en su estudio sobre la comunicación rebelde, el activismo político y los movimientos sociales), "tanto por el medio en sí como por los efectos que produce en los medios" (88). Estos efectos, esta catarata de opinión, la transformarían según Ledesma en una novela-performance "caja de resonancia de la constitución mediática de las categorías de autor, literatura, premio, plagio y experimentación" (88). El hecho de que la polémica se diera fundamentalmente por las redes generó "una dispersión de los sentidos que se disparan, ellos mismos, en direcciones incontrolables", afirma Ledesma (96).

            La novela, el premio, la donación, el plagio y el debate posterior permitieron la contemplación en tiempo real de una lucha por el sentido de las ideas de autoría, delito y propiedad en el momento en que éstos están sufriendo un proceso de transformación, una lucha que, además, se disputó en espacios no tradicionales como blogs, mails y páginas web con sus múltiples ecos, repeticiones y distorsiones que complejizaron la escena comunicacional y produjeron un efecto de multiplicación y a la vez de difuminación de los lugares donde el sentido se legitima.

            Mauro Libertella (2007) escribió una nota para el suplemento "Radar" de Página 12, "Historias dos veces contadas", en la que relata algunos de los sucesos antedichos. Entre otros escritores y críticos consultó a Ludmer, quien en lugar de hablar prefirió mandar un pequeño escrito que fue publicado junto con el artículo de Libertella: "Sobre el plagio" (2007b). Este artículo de diez párrafos es tan sencillo y contundente que no ha producido metatextos y es imposible encontrar en Google un solo comentario sobre él, aunque sí hay numerosas reproducciones. Ludmer comienza diciendo: "No comparto la idea o el mito del autor como creador y la ficción legal de un propietario de ideas y/o palabras. Creo, por el contrario, que son las corporaciones y los medios los que se benefician con estas ideas y principios". Luego apunta que podríamos invertir la concepción de "delito" y aplicarla justamente a los que intentan privatizar el lenguaje ya que las "prácticas artísticas son sociales y las ideas no son originales sino virales". El plagio como crimen sería una represión hacia esa circulación, un sometimiento a la ley de la propiedad. A continuación, Ludmer hilvana una pequeña historia, desde el nacimiento del derecho de autor en el siglo XVII para proteger a los impresores-editores, hasta las vanguardias con Duchamp y Tzara, pasando por las ideas de Barthes, Foucault, Lautréamont y Borges. Concluye que muchas de las prácticas artísticas actuales son exploraciones con el plagio, como colectivos autorales, seudónimos compartidos, ready-mades, collages, intertextos y apropiaciones que desean oponerse a "las doctrinas esencialistas del texto" y "restaurar la dinámica y fluidez del significado". Finalmente declara:

"Creo que toda condena de plagio (toda condena de un escritor como 'delincuente' literario) es un acto reaccionario. Y si pienso en una política propia de los que escribimos, la consigna central sería que todo libro editado, como los periódicos, sea digitalizado y puesto en Internet cuando aparece, para que pueda ser leído y usado por cualquiera que pueda acceder libremente."

            Es una declaración concluyente, como la de Séneca, "aquello que está bien escrito mío es", como la de Símaco, "lo publicado es público", y personalmente me resulta muy difícil oponerme a la idea de que la riqueza de lo escrito debería estar al alcance de todos, no solamente para disfrutarla, sino para intervenirla y para construir desde allí sentidos nuevos. Hay que invertir la carga de la prueba para que el delito sea, como pretende Ludmer, la privatización de la cultura.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Plagiario, decime qué se siente[16]

 

Pasé tardes enteras copiando relatos de Kafka. Tenía unos cuadernos de tapa blanda color marrón, de formato escolar aunque de pocas páginas. Creía que algo de la literatura de ese autor se impregnaría en mí gracias a la transcripción. Podría llamar de muchas maneras a eso que pensaba se me impregnaría, pero en ese momento se trataba del sentimiento. Encontraba en sus historias un sentimiento insondable y no hay otra forma de conocer un sentimiento que sintiéndolo. Entonces recurría a las sesiones de copiado con la esperanza de que se produjera una empatía entre los sentimientos de Kafka y los míos. Kafka era mi modelo; yo debía sintonizar con algún nivel profundo de su inscripción espiritual –era eso lo que justificaba la escritura– y, sobre todo, debía ser consciente del significado o las implicancias de lo que escribía, como si el desarrollo de la narración no fuera muy diferente a una argumentación ponderada y organizada. Porque se trataba de construir una verdad fuertemente inscripta en la cara oculta del relato.

Después me puse a copiar las primeras frases de una novela famosa, para ver si la carga de energía contenida en ese comienzo se comunicaba a mi mano, que una vez recibido el impulso exacto debería correr por su cuenta.

En una calurosa tarde de principios de julio, un joven salió del cuchitril que había realquilado en la callejuela de S. y se encaminó lentamente, como indeciso, hacia el puente de X.

Copié también el segundo párrafo, indispensable para dejarme transportar por la corriente de la narración:

En la escalera esquivó felizmente el encuentro con la patrona. El cuchitril del joven se encontraba debajo del tejado mismo de una alta casa de cinco pisos, y más que una habitación parecía un armario.

Y así seguí hasta: Endeudado hasta la coronilla con la casera, temía encontrarse con ella.

En este punto pensé en abandonar, pero la frase siguiente me atrajo tanto que no pude dejar de copiarla: No se podía decir que fuese miedoso o tímido, sino todo lo contrario; pero, desde hacía cierto tiempo, el joven se hallaba en un estado de excitación y angustia rayano en la hipocondría. Vi que podía seguir todo el párrafo, más aún, unas cuantas páginas, hasta que el protagonista se presentara a la vieja usurera: —Soy Raskólnikov, el estudiante; estuve aquí hará un mes tartamudeó precipitadamente el joven, a la vez que se inclinaba, recordando que debía mostrarse amable.

Me paré antes de que se apoderara de mí la tentación de copiar todo Crimen y castigo. Por un segundo me pareció comprender cuál debe de haber sido el sentido y la fascinación de una vocación ahora inconcebible: la de copista. El copista miraba al mismo tiempo en dos dimensiones: la de la lectura y la de la escritura; podía escribir sin la angustia del vacío que se abre ante la pluma; leer sin la angustia de que el propio acto quede sin reflejarse en ningún objeto material, como una perversión. La perversión, por decirlo así, es el ejercicio de un deseo que no sirve para nada, como el del cuerpo que se entrega al amor sin deseo de procreación.

Ustedes podrían pensar que me esforcé en ejecutar copias en que las únicas modificaciones perceptibles me habían sido impuestas por los propios límites de la velocidad de mi escritura. Pero al leerlo, al leerme, vi que, por el contrario, no recopiaba estrictamente y que parecía tener un placer maligno en introducir cada vez una variación minúscula. De una copia a otra, algunos detalles desaparecían o cambiaban de sitio, o eran sustituidos por otros

Estas variaciones minúsculas tal vez eran la expresión última de mi melancolía como escritor: como si hubiera podido, por un instante, perturbar el “orden establecido” del arte, y reencontrar la invención más allá de la enumeración, el chorro más allá de la cita y la libertad más allá de la memoria. Y tal vez no había nada más punzante ni más risible que ese texto intervenido, símbolo nostálgico e irrisorio, irónico y desengañado de un “creador” desposeído del derecho de crear, dedicado en lo sucesivo a leer y a ofrecer como espectáculo la mera proeza de una página integralmente escrita, cubierta de textos falsos, concebidos por el mero placer y el mero estremecimiento de la simulación.

Me puse a leer poesía mexicana: El primer animal, El otoño recorre las islas, De la vigilia estéril y Árbol adentro. Después de varias relecturas obsesivas de estas obras transcribí sin cesar. Volví a tipear cada una de las palabras para robármelas, aunque fuese sólo un poco. Y, en efecto, de tanto leerlos y, sobre todo, reescribirlos, algo de sus poéticas se me trasminaba, no por ósmosis, pero sí por repetición. Así, empecé a escribir poemas que, permeados a través de la copia, imitaban el estilo de estos poetas. Mis poemas paceanos o castellanescos eran míos, y emulaban las poéticas con las que me alimentaba. Con el paso del tiempo, las costuras flagrantes se fueron haciendo cada vez más subrepticias en ese texto que no merezco. Tengo miedo de ser dos, camino del espejo. Alguien en mí dormido me come y me bebe.

Siempre he sido consciente de tomar algo en préstamo, de estar rindiendo homenajes, de apropiarme de algo. Desde las primeras cosas que escribí, me propuse llegar a un encuentro entre dos modelos muy diferentes, por ejemplo Pinocho y Faulkner, Hemingway e Ippolito Nievo. Las lecturas infantiles son las que más a menudo me vuelven a aflorar. Uno de  mis autores generadores siempre fue Stevenson. Quizá porque a su vez Stevenson era de los que reinventaban, de los que imitaban la novela de aventuras con su visión de literato extremadamente refinado. Y precisamente cuando comencé a hacer cosas más “mías”, Stevenson irrumpía por todas partes, incluso sin que yo me diera cuenta. También a Borges le gustaba mucho Stevenson, y Borges es el típico escritor que siempre retoma algo de otro escritor, de otro escrito. A veces en la obra de otros se puede encontrar la inspiración necesaria para no repetirse uno mismo.

O quizá la lectura sea ya un robo. Hay algo que está ahí, encerrado, dentro de ese objeto del que se presupone que tiene algo encerrado dentro. En cada lectura hay un forzamiento, hay un robo con violencia. ¿Nunca les pasó, leyendo un libro, pararse continuamente y no por desinterés, sino al contrario, a causa de una gran afluencia de ideas, de excitaciones, de asociaciones? En una palabra, ¿no les pasó nunca eso de leer levantando la cabeza? Es sobre esa lectura, irrespetuosa, porque interrumpe el texto, y a la vez prendada de él, al que retorna para nutrirse, sobre lo que intento escribir. Para escribir esa lectura, para que mi lectura se convierta, a su vez, en objeto de una nueva lectura.

Claro que después pasó lo que pasó, paciencia, plagios, adaptaciones, gárgaras para combatir el insomnio. Ofrezco la palabra, doy por inaugurado el siglo XXI, porque hay que decirle la verdad al lector, aunque se le pongan los pelos de punta. Basta de subterfugios, asumamos de una vez por todas nuestra precariedad. Lo demás es literatura, mala literatura modernista.

            Ayer compré el libro de esa autora porque empecé a sentir una urgencia incontrolable de apropiarme de sus textos. Después de leer fragmentos, un morbo muy extraño me empezaba a dominar. Abrí el tomo en la primera página y empecé a leer en voz alta: “¿Cómo decirle al escritor que todo escrito es la imposibilidad del lenguaje por producir la presencia en él mismo que, por ser lenguaje, es todo ausencia? ¿Cómo comunicarle que la tarea del poema no es comunicar sino, todo lo contrario, proteger ese lugar del secreto que se resiste a toda comunicación, a toda transmisión, a todo esfuerzo de traducción?”

Hubiera querido ser claro, porque me ha tentado siempre la claridad desde aquella vez, cuando bajo un abierto y extendido sol comenzaron a encresparse las olas y entonces decidí que era el momento de arrojar las palabras al mar. Porque la claridad que tanto busqué sólo está en los otros, en algunos silencios, en algunos espacios en blanco. Antes y después de unas pocas y triviales palabras.

Hubiera querido ser claro desde un inicio y no comprendo la razón de estas explicaciones que ahora intento. Hace unos días tuve un sueño. Caminaba por el parque y vi un cuerpo, mi cuerpo. Claramente me lo dije así: Pero si es un cuerpo. Al inicio no reconocí las palabras. Dije algo. Y eso que dije o creí decir era para nadie, o era para nada o para mí que me escuchaba desde lejos, desde ese lugar interno y hondo donde no llega nunca el aire. Después de explorarlo, rodearlo, interpretarlo, de hacerlo legible, de observarlo, como se puede ver desde una cámara al vacío, si es que eso es posible, quise pronunciar algunas palabras, pero no me eran dadas, alguien las había tomado de ese arsenal de expresiones de donde nos surtimos para enunciar lo real. Había llegado tarde, muy, muy tarde, aunque sólo por algunos segundos y una eternidad. Por alguna cuestión geográfica o un movimiento inconsciente de los paralelos del hemisferio norte (¿o habría sido el sur?), las letras, palabras, frases, oraciones; las preguntas y las certezas, todas ellas y los párrafos en su totalidad, habían desaparecido. La desesperación, el sentido de un fracaso, la imposibilidad de desdecir y hacer, nombrar el mundo con una voz propia. A partir de ese momento sólo tendría acceso a su eco. El cuerpo estaba mutilado: había perdido las manos y la boca o lo que había sido una boca. El punto donde surgen las primeras elaboraciones guturales estaba destrozado. Yo sabía exactamente quién lo había hecho, por eso empecé a mostrar fascinación por su forma de escribir, por la manera en cómo elabora sus conceptos. Habían pasado años desde que había comenzado a buscar las formas, la combinación precisa de sustantivos, los verbos adecuados para reaccionar a lo que veía e intentar ser parte de la antítesis apropiada. Entonces me dije, yo quiero escribir de ese modo. Tomé algunas de esas palabras y cayeron en su forma exacta, es decir, en la que estaban destinadas a ser en el papel. Allí terminó mi sueño.

El color del cristal

 

 

La mejor manera de no ser acusado de plagio, como ocurre con todos los delitos, es que no te descubran. Pero lo que se muestra no puede ocultarse al mismo tiempo y, lo que se esconde, no se plagia. Si un texto firmado repite palabras de otro escritor la responsabilidad del hecho se considera unánimemente del lado del autor de la repetición. Sin embargo, hay otra intencionalidad en juego y es la del lector, especialmente la del lector crítico. ¿Por qué presuponer la inocencia del lector? El primer paso para descubrir el “delito”, el simple descubrimiento de la reiteración no es en sí mismo evidencia de plagio ya que es necesario que la repetición sea posteriormente identificada como fraudulenta. En la mayoría de los casos de repeticiones, el lector, habiendo reconocido parte de su propio patrimonio cultural en el texto, hace la labor de legitimar esa repetición al calificarla con términos literarios disponibles tales como alusión, homenaje o intertextualidad. Este reconocimiento es la contrapartida de la intención del autor. No solamente es una confirmación de la participación del lector en una comunidad de expectativas estéticas que él o ella comparte con el autor, sino que constituye la respuesta a una intención, una decodificación de este conocimiento cultural mutuo, en el texto.         

La necesidad de demostrar la intención, a fin de establecer la culpa, o al menos grados de ella, es con mucho el más importante de todos los criterios para establecer el plagio. El plagio no es entonces una mera copia, sino también la intención de hacer pasar la copia del texto de otro como propio, presumiblemente para beneficiarse injustamente de alguna manera. Como en una novela policíaca, la atribución de motivos ya sea que se utilice para establecer la culpabilidad o la inocencia, es un criterio fundamental, porque los motivos siempre implican una necesaria causalidad para el acto que ha tenido lugar. 

Si pedir prestado no es robar, las modalidades para un préstamo adecuado son muy inestables y han cambiado muchísimo en el último siglo. Distintos períodos exhibieron tolerancias diferentes para el plagio, con desiguales convenciones sobre la correcta señalización del discurso prestado. Aún hoy, el ocultamiento de la fuente de un texto copiado se continúa vinculando a una intención dolosa, pero con mucha menor certeza que antaño.

Actualmente, en general el autor acusado de plagio admite la copia, pero cambia la motivación, la “intención”, de una fraudulenta, a una estética. Esta intención pasa a leerse entonces no como plagio sino como 'alusión', 'parodia', 'imitación', 'intertextualidad', etc. Pero esta “lectura” de las intenciones del autor es cambiante y depende de si el artista tiene la reputación suficiente para vencer la sospecha de falta de genio, o si en la decisión institucional intervienen otras razones políticas o económicas. La eficacia del argumento estético suele depender del "éxito" percibido en la intención, que se determina casi exclusivamente por la reputación literaria anterior del autor y por sus conexiones con la institución crítica o con otras superiores o más poderosas que ésta. En general, cuando se trata de “grandes autores” el lector crítico suele ser mucho más permisivo y la influencia o imitación disfrazada se interpreta como irónica, satírica o estética, siempre destinada a delimitar una campo de lectores que están "a la altura del desafío" de ese juego que se está jugando y al que no todos accedemos

Luce Irigaray reconoce en un comentario paratextual de su novela Espéculo de la otra mujer (1985), haber citado muchas fuentes anónimas sin marca, pero no se justifica por razones estéticas, sino por principios teóricos y feministas: 

“Las referencias precisas en forma de notas o de comillas para indicar Ia cita han sido descartadas por regla general. Toda vez que la/una mujer ocupa en relación con la elaboración teórica una función de afuera, muda, que sostiene toda sistematicidad y a la vez pertenece al ciclo materno (todavía) silencioso del que se nutre todo fundamento, no tiene porqué relacionarse con aquélla de la manera ya codificada por la teoría, confundiendo así, una vez más, el imaginario del sujeto —con connotaciones masculinas— con lo que sería, será tal vez, el dolo femenino. Así, pues, que cada una/o, muerto o vivo, se reconozca a sí (como) mismo en el texto con arreglo a su deseo, su placer, incluso con mayúsculas. Pero si sobreviniera, en la resistencia a reencontrarse en el mismo, el malestar de una distorsión, a ser posible irreductible, entonces, ¿tal vez?, algo de la diferencia sexual habría tenido Lugar también en el lenguaje.” (2007:5)

Me resulta muy interesante aquí cómo Irigaray identifica las marcas de propiedad del texto con el sujeto “masculino”.  Por otra parte, al señalar su “copia”, está declarando que la estrategia tiene intenciones subversivas, aunque no dolosas e incluso sugiere un concepto de “dolo femenino”, diferente de la idea sostenida por el sujeto dominante. 

Pero veamos lo que sucede en nuestros escenarios argentinos. En el caso de Sarmiento y pesar del romanticismo imperante, la intención del autor queda plenamente justificada por lo que el investigador Kevin Perromat ha llamado “plagio nacionalista” (2014:17), y que consiste en una suspensión de los valores de creación y originalidad en vista de las necesidades de la Nación de absorber la influencia extranjera rápidamente y en cantidad. Algo similar expresa Alberdi sobre el uso de una pauta constitucional externa en sus Bases: “Tampoco será plagio ni copia servil de una forma exótica. Deja de ser exótica, desde que es aplicable a la organización del gobierno argentino: y no será copia servil, desde que se aplique con las modificaciones exigidas por la manera de ser especial del país, a cuyas variaciones se presta esa fórmula como todas las fórmulas conocidas de gobierno.” (1915: 166). A los lectores críticos de Sarmiento no les molestan las repeticiones, en todo caso le reprochan las desprolijidades, el apuro y la falta de una tradición intelectual más sólida y, con un considerable tufo clasista, rara vez pierden la oportunidad de poner en evidencia su falta de erudición.[17]

La autoridad de Borges, por su parte, su inmensa fama de “gran escritor” ganada en los mismos territorios donde abrevaba Sarmiento para realizar sus “traducciones”, impidió que jamás fuese remotamente vinculado a ningún tipo de copia o repetición. Quizás por ello se dio el lujo de adjudicarse algunos él mismo. Existen por ejemplo similitudes entre su cuento “El otro” y el de Giovanni Papini “Dos imágenes en un estanque”. Borges lo explica por criptomnesia[18]. Lo notable es que si sabemos de esta similitud es por el mismo Borges. Sin que nadie le pidiera cuentas, el autor escribió en el prólogo del libro El espejo que huye: “Leí a Papini y lo olvidé. Sin sospecharlo, obré del modo más sagaz; el olvido bien puede ser una forma profunda de la memoria. (...). Ahora, al releer aquellas páginas tan remotas, descubro en ellas, agradecido y atónito, fábulas que he creído inventar y que he reelaborado a mi modo en otros puntos del espacio y del tiempo. Más importante aún ha sido descubrir el idéntico ambiente de mis ficciones. “ (Papini, 1984: 9). Nadie soñó con acusar o enjuiciar a Borges, aunque por supuesto. Katchadjian y Fernández Mallo son harina de otro costal. Ya que ambos explicitaron la procedencia de los textos de Borges que usaron, no es posible hablar de intención fraudulenta, pero sí se podría llegar a suponer, con una porción importante de delirio en el caso de Katchadjian, que tuvieron intención de enriquecerse. En los juicios que se les siguieron pudo evidenciarse tanto la ausencia del “autor” que defiende sus “derechos”, ya que estaba muerto para esas fechas, como la apropiación del capital cultural universal por parte de un individuo particular. ¿Quién comete fraude en este caso?, cuando dice defender a alguien que ya no puede exponer su opinión; ¿quién roba?, cuando intenta que no circule una obra valorada y deseada por la sociedad. En todo caso, los autores no tenían la fama suficiente para escapar por completo del juicio crítico.

El caso de Piglia plantea cuestiones que abarcan y resignifican la cuestión de la copia literaria. “Nombre falso” explora la relación entre propiedad y literatura. Se trata de aquello que no debería venderse, vale decir el cuerpo, el arte. Además del cuento de Andreiev, Piglia plagia una famosa cita de la Ópera de los tres centavos (que por otra parte luego será epígrafe de Plata quemada), y se la adjudica a Roberto Arlt: “¿Qué es robar un banco comparado con fundarlo?” (Piglia, 1997: 95). El nombre de Walter Benjamin sí aparece citado. Cuando “Piglia” acaba de dar con “Luba”, toma las siguientes notas: “(a) La imposibilidad de salvarse y el encierro: el lugar arltiano. (b) La mujer como döppelganger y como espejo invertido. (c) La prostituta: el cuerpo que circula entre los hombres. Como un relato (a cambio de dinero). (d) Ver el trabajo de Walter Benjamin: anarquismo y bohemia artística (en Discursos interrumpidos 36 y ss.), El prostíbulo como espacio de la literatura.” (1997: 125).

“Piglia” cita aquí a “Benjamin”, y lo cita mal, porque la relación entre literatura y prostitución se plantea en “El París del Segundo Imperio en Baudelaire”, y no en “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica”. Una serie de plagios y apropiaciones reales y simulados se entretejen en esta operación de Piglia y no dejan títere con cabeza. Pero ¿qué fue lo que dijo la crítica al respecto? o, dicho de otra manera, ¿cómo se leyó “Nombre falso”? No hay dudas sobre la copia ni sobre la apropiación de textos ajenos. En el relato, “Piglia” es un escritor incapaz de producir que se ve obligado a vivir del trabajo de los otros. También miente y, a fin de cometer su crimen sin ser descubierto elabora un complejo contexto pretendidamente académico dando explicaciones en una nota a pie de página en la que se compara con Max Brod: 

“Se dirá que me aparto del objetivo de este informe: no es del todo así: el hecho de que al presentar un texto inédito de Roberto Arlt me haya visto forzado a usar la forma del relato, el hecho de que el cuento de Arlt se lea en el interior de un libro de relatos que aparece con mi nombre, es decir: el hecho de que no me haya sido posible publicar este texto –como había sido mi intención—independientemente, precedido por un simple ensayo introductorio, demuestra –ya se verá—que de algún modo he sido sometido a la misma prueba que Max Brod" (1997: 144, nota 16). 

“Piglia” se adelanta a la crítica que puede recibir Piglia y habla de “intención”. Así quedó el texto, dice, pero no me juzguen; yo no quise. Fornet opina sobre esto: 

“El texto se revela a sí mismo, aunque nunca explícitamente, como plagio. Ya se ha visto que ello ocurría mediante las pistas que iba dejando sobre Andreiev. Pero al mismo tiempo va dejando otras como la insistencia en el valor del "crimen, la estafa, la falsificación y el robo" en la escritura arltiana, la persistencia en el "robo" perpetrado por Kostia al publicar con su nombre el cuento de Arlt, y la perplejidad ante el secreto que encerraba el cuento; secreto que sólo se comprende una vez que conocemos el plagio”.(2007:42)

El crítico lee un “aviso” de plagio. No hay intención de engañar, por lo tanto no hay fraude. Según esta mirada, la verdad está presente en el texto para el que la sepa leer. 

Laiseca teje en clave paródica la imposibilidad de abstenerse del plagio y el absurdo del esencialismo de los textos. En este universo, los creadores son ociosos y realizan una “pobrísima, pobrísima, creación mecánica” (1991: 19). Pero si seguimos a los escasos críticos y estudiosos de su obra, Laiseca no se plagió más que a sí mismo. Según Hernán Bergara, en el prólogo de Por favor…: “Las obras de Laiseca (...) empiezan siempre desde cero para hacer funcionar un mecanismo de relojería, que lo hace plagiarse sin repetirse.” (Laiseca, 1991:11). El tema del plagio le sirve a Laiseca para hablar de un problema que sí lo toca de cerca: el de su legitimidad como escritor argentino. Para lograr lo que desea, que de acuerdo con Bergara sería la “construcción de su propia legibilidad, (..) ser leído en sus propios términos, no en los de una crítica que soslaye los problemas que la prosa de Laiseca quiere poner a circular.” (1991:12), Laiseca se ríe de los portadores de la autoridad, de los lectores críticos y de los ensayistas, que separan la paja del trigo literariamente hablando, y los provoca. En realidad, sí hubo —cómo no— repeticiones de palabras, de personajes y temáticas en la obra laisequiana. Pero remiten a tradiciones no registradas por nuestro canon, extemporáneas, raras, algunas demasiado extrañas para que la crítica las reconozca y otras demasiado evidentes como para considerarlas plagio “intencionado”. Por dar un ejemplo de este último caso, en Las aventuras del profesor Eusebio Filigranati (2013) se mencionan los personajes y situaciones de Alicia en el país de las maravillas:”Aquella conversación parecía la del Sombrerero y la Liebre de Marzo. Solo faltaba el Lirón” (13) y luego insiste “Lo único que faltaba en ese ‘vino de locos’ era que el Lirón, despertado abruptamente por los ruidos, dijera sin entender absolutamente nada: ‘todo lo que ustedes sostienen es la más absoluta de las verdades’. Y se volviera a dormir.” (19). Todos coincidimos en que sería absurdo creer que constituye un plagio de Carroll. La repetición se verifica, pero leemos claramente la intención.

En donde no está tan claro y no hay tal acuerdo es en la obra de Di Nucci, Bolivia Construcciones. En este caso se produjo una grieta que dividió a la crítica en dos partes, que juzgaron de diferentes modos la intención del autor al reproducir treinta y cinco páginas de la novela Nada, con algunos cambios. Para los que firmaron la denominada “Carta de Puan”, la repetición se trata

de un procedimiento que enriquece los valores de la novela Bolivia Construcciones y constituye uno de sus títulos de neta originalidad. Su empleo, conviene destacar, no es en modo alguno ocioso o injustificado, sino que responde a razones estructurales que obran en la novela. De este modo, valiéndose de la transformación de ambientes, personajes y situaciones de Nada (1944) de Carmen Laforet, novela clásica, escolar, escrita en español, que podría conseguir y leer en Buenos Aires el joven protagonista de Bolivia Construcciones, así como cualquiera de los lectores de esta novela, el autor crea un marco para aquellos capítulos en los que, como en un sueño, en una deliberada idealización, dos realidades contrastantes se funden generando una nueva realidad. También se justifica este uso, desde el interior de los diversos planos de significación que ha valorado la crítica, la presencia constante de un nivel alegórico que coexiste con el realismo.”[19]

Al mismo tiempo otros escritores y críticos leyeron muy diferentes intenciones en la copia realizada por Di Nucci. Una de las voces que se alzó fue la de Elsa Drucaroff quien entiende que la intención del autor fue la de favorecer su prosa, deficiente según ella, utilizando para estos fines el trabajo y el talento de Carmen Laforet: 

“La novela precisa de algo que le dé estructura narrativa, y Di Nucci lo encuentra en la parte del libro que coincide exactamente con la transcripción de Laforet (aunque la situación plagiada comienza antes). Ahí el relato maneja por primera vez la acción, el suspenso, las persecuciones, las corridas, la violencia. Eso requiere una técnica narrativa difícil y la novela la adquiere simplemente al transcribir palabra por palabra (…) lo que hizo tan bien Carmen Laforet.” (Drucaroff, 2012: 9)

Como hemos verificado, el plagio se determina reconstruyendo la intención del autor a partir de la presencia de evidencia textual, pero esa reconstrucción se realiza a través de una proyección del lector sobre la intencionalidad del autor y los lectores están necesariamente motivados por sus propias agendas, que rara vez se admiten, salvo la motivación “ética” de defender la integridad de la profesión literaria o, en ocasiones, contra la invasión de la propiedad personal.

Si el plagio no está en el texto sino en la relación pragmática entre lectores y escritores, entonces está socialmente construido y, como la sociedad, se ve sometido a cambios permanentes que impiden definirlo de una vez y para siempre.

 

 

 

El rugido de la cultura

            Así como el habla, la escritura puede ser un bien común. Porque se escribe para otro, porque se lee con otro, porque estas actividades circulan y retornan y van más allá de las singularidades que pueden encarnarlas. Pero, por sobre todo, porque la humanidad que habla, al escribir y luego multiplicar ese texto, se está abriendo a sí misma a una dimensión colectiva e histórica. Así considerada, la escritura sería una conversación sostenida en el tiempo y el espacio. La larga historia de desigualdades que mantuvo en el analfabetismo a muchos miembros de la sociedad puso las bases para que la lectura pueda verse como un bien para pocos y mucho más aún la práctica de la escritura. Sin embargo, no lo son, son derechos de todos, profundamente inalienables.

            Existen muchas formas de compartir las ideas literarias y las palabras que las expresan, tales como reinterpretarlas, reutilizarlas, recontextualizarlas, citarlas, traducirlas, multiplicarlas, transcribir­las, recolectarlas o imitarlas. Como siempre, puedo mover el lenguaje de un lado a otro y proclamar que "el contexto es el nuevo contenido" (Goldsmith, 2015: 24). No todas las formas que mencioné están penadas, legal o moralmente, pero en esta etapa sus prácticas han alcanzado tal intensidad y escala que habría que revisar qué es lo que se consigue manteniendo penalidades y deslegitimaciones.

            Quizás una de las funciones actuales del plagio sea la de organizar y difundir literatura desde la base. En un momento en que la cantidad de textos resulta tan inimaginable como la fortuna de Jeff Bezos, más que escribir cosas totalmente nuevas, a muchos se nos impone el deseo de aprender a seleccionar y compartir los tesoros encontrados en la red de todas las maneras placenteras que sea posible imaginar.

            Sobre esta aparente contradicción entre creación y difusión —podríamos llamarlo curaduría—, comenzó a debatirse hace tiempo, en relación con el trabajo del "Dj". En nuestro país hubo un programa de tevé en el año 2000, conducido por Nicolás Repetto, en el que Norberto Pappo Napolitano enfrentó a un Dj del que pocos recuerdan el nombre (se llamaba Ezequiel Deró), quien afirmaba que él "tocaba" con discos. Pappo le dijo: "Ah sí, ahora resulta que uno se pasó toda la vida estudiando un instrumento, viene otro y enchufa todo y se dice que toca” y para rematar lo increpó: “Conseguite un trabajo honesto. Vos tocás lo que otro grabó”. Diez años más tarde, la carroza de cierre del Bicentenario estuvo dedicada al rock nacional, pero a cargo de tres Djs: Zuker, Stuart y Felipe. También tocaron músicos en esa inmensa fiesta, por supuesto, pero los Djs ya habían ganado un lugar sólido y prestigioso. Me corro un poco de la literatura hacia la música pop porque me parece un buen lugar para pensar el desplazamiento de la idea del artista como puro origen. Se percibe allí cómo las fronteras entre cultura, sujeto y técnica se vuelven imprecisas y se negocian. El crítico alemán Diedrich Diederichsen piensa que “El trabajo de los Djs, el corte y la mezcla, no es un trabajo de desmembramiento y montaje —o collage—, sino un trabajo de reconstrucción. El Dj no es, como opinan muchos intérpretes posmodernos, un artista del pastiche, la cita o el enfrentamiento, sino un artista de la reconstrucción que opera en contra de la forma canción, es decir, en contra de la reconciliación entre historia, ritmo y épica, que aquella forma ofrece." (2011:90). Comparar la forma canción y la forma novela me parece inevitable. Personalmente, me conmueven las canciones, como a todos, pero cuando escucho la labor de un Dj que me expone a fragmentos de diferentes autores sobre un mismo tema, escucho otra cosa: escucho el rugido de la cultura, el grito social de mi época.

            Según Jonatham Lethem (2007:64) la lectura activa es una incursión impertinente en el coto literario. Los lectores somos como nómadas y nos abrimos camino a través de campos que no son de nuestra propiedad. Los artistas no son más capaces de controlar la imaginación de sus lectores que la industria editorial de prohibir la venta de saldos y libros usados. En el clásico infantil El conejo de terciopelo, el viejo Caballo le explica al Conejo que el valor de un juguete no radica en sus cualidades materiales. No es necesario "tener cosas que zumban dentro tuyo y un asa que sobresale" (Williams, 1998: 6), explica el Caballo. "Real no es cómo estás hecho", le dice, "es una cosa que te pasa. Cuando un niño te ama durante mucho, mucho tiempo, no solo para jugar, sino que realmente te ama, entonces te vuelves Real” (9). El Conejo pregunta si duele y el Caballo le contesta: “No sucede todo a la vez... Te conviertes. Toma mucho tiempo... Generalmente, para cuando eres Real, la mayor parte de tu pelaje ha sido cortado con amor, y tus ojos se caen y te sueltas en las articulaciones y estás muy andrajoso”(10). Así como los juguetes, los textos literarios muy amados sufren cambios, son apropiados, copiados, subrayados, citados, plagiados, modificados, mezclados con otros, traducidos, mutilados, recitados, y esa es, sin duda, la mejor suerte que podría tocarles.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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[1] Mientras yo estaba parada en la librería esperando mi ración de libros traducidos para trasladarme a una cultura ajena, Boris Spivacow comenzaba su dirección del Centro Editor de América Latina que poco después me abriría las puertas a modos de narrar que sí tenían autor, como los de Walsh, Tallón, Devetach o Villafañe a través de colecciones como "Los cuentos del Chiribitil" y "Cuentos de Polidoro", ofrecidas en el kiosco de la esquina de casa a un precio que eliminaba las protestas de papá.

[2] "Quisiera sugerir aquí otra manera de avanzar hacia una nueva economía de las relaciones de poder, que sea a la vez más empírica. más directamente relacionada con nuestra situación presente, y que implica más relaciones entre la teoría y la práctica. Este nuevo modo de investigación consiste en tomar como punto de partida las formas de resistencia contra los diferentes tipos de poder. (...) En lugar de analizar el poder desde el punto de vista de su racionalidad interna, se trata de analizar las relaciones de poder a través del enfrentamiento de las estrategias. Por ejemplo, para averiguar lo que significa cordura para nuestra sociedad, quizá deberíamos investigar lo que está sucediendo en el campo de la locura. Para comprender lo que significa legalidad, lo que pasa en el campo de la ilegalidad. Y, para comprender en qué consisten las relaciones de poder, quizás deberíamos analizar las formas de resistencia y los intentos hechos para disociar estas relaciones." (Foucault, 1988: 5-6).

 

[3]  "La hierra, amène  une  suite  de fêtes dans  les  estancias, comme,  chez nous,  les  vendanges. L’estanciero  invite  ses amis à y asister,  et les  gauchos  accourent  de  tous côtés ... les gauchos,  qui,  dans  ces  occasions, déploient  toute leur adresse à lancer  le  lazo et  les bolas, deux armes favorites que ne les quitent jamais." (Lacordaire, 1833: 587)

[4] Acuerdo con Adriana Amante (2016) cuando dice: "la producción escrituraria de Sarmiento no es ideología en estado puro (si eso fuera postulable): también es procedimiento, estrategia discursiva, énfasis, filípica, error-corrección, apóstrofe, obsesión, cambio de posición, lectura, experimentación verbal, anáfora, organización de sistemas, elipsis, desplazamientos. Y eso construye ideología".

 

[5] Respecto de la influencia de la lectura de Volney sobre Sarmiento y su relación con Facundo, dice Halperín Donghi: "En su juventud había leído Sarmiento Las ruinas de Palmira. El hecho era inevitable: el libro de Volney, considerado manual de impiedades y denunciado infatigablemente en los pulpitos de San Juan como en los de todo el mundo cristiano, gozó sin embargo de un prestigio y una difusión que hoy nos cuesta trabajo entender (...). En el prólogo, Volney describe brevemente la imagen de un beduino que fuma su pipa, en feliz indiferencia, acampado sobre las ruinas de la antes poderosa Palmira, reducida a unas cuantas columnas desmochadas. La evocación quiere ser un símbolo de la caducidad de las cosas humanas, y en especial de los Imperios y los regímenes políticos, ya que de ellos va a ocuparse Volney. Y es precisamente esa imagen inicial lo que va a retener Sarmiento. Sólo que para él no vale únicamente como símbolo; tiene un valor más preciso y concreto. En el desdén del beduino ante los restos de una muerta civilización que no comprende se revela el conflicto irreductible entre dos modos de vida: el del sedentario, que gusta de perpetuar su recuerdo en monumentos de piedra; el del nómade, desdeñoso del esfuerzo que agobia a su rival sobre el surco, desdeñoso de sus glorias tan efímeras como esos esfuerzos" (1996: 37).

[6]  En el ensayo "Kafka y sus precursores" del libro Otras Inquisiciones, Borges escribió: "En el vocabulario crítico, la palabra precursor es indispensable, pero habría que tratar de purificarla de toda connotación de polémica o de rivalidad. El hecho es que cada escritor crea a sus precursores. Su labor modifica nuestra concepción del pasado, como ha de modificar el futuro."

 

[7] Según dijo José Bianco en el artículo "Sobre María Luisa Bombal" aparecido en el número 93 de la revista mejicana Vuelta, en la casa de esta escritora, de calle Ayacucho en el barrio de La Recoleta, una tarde Borges, “se echó hacia atrás y se golpeó la cabeza con el filo de una ventana entreabierta. Como le saliera mucha sangre, lo llevaron a la Asistencia Pública, lo curaron, lo vendaron y le dejaron en la herida un pedazo de masilla. Consecuencia: septicemia fulminante por la cual estuvo a punto de morir”. Bioy registra este hecho en el Borges, en la "Cronología": "1938: En febrero, muerte de su padre. En diciembre, se accidenta en casa de María Luisa Bombal: la grave septicemia lo obliga a una larga internación" (p. 21). Esta anécdota me resulta significativa porque en su autobiografía Borges cuenta que la fiebre que le provocó el accidente lo hizo dudar de su estado mental y, para tranquilizarse, se puso a escribir un cuento —nunca antes había escrito ficción—.  Ese cuento fue "Pierre Menard...".

[8] Una de estas frases, tristemente famosa, de un reportaje de la revista Extra en 1976 dice: "Para mí la democracia es un abuso de la estadística. Y además no creo que tenga ningún valor. ¿Usted cree que para resolver un problema matemático o estético hay que consultar a la mayoría de la gente?". Como siempre, la frase quedó ahí, aislada y congelada, sin periodista que le repregunte al escritor si cree que el voto se ejerce para decidir sobre problemas matemáticos o estéticos.

 

[9]  Si pudiera vivir nuevamente mi vida,/ en la próxima trataría de cometer más errores./ No intentaría ser tan perfecto, me relajaría más. /Sería más tonto de lo que he sido,/ de hecho tomaría muy pocas cosas con seriedad./ Sería menos higiénico. / Correría más riesgos,/ haría más viajes, /contemplaría más atardeceres, / subiría más montañas, nadaría más ríos./ Iría a más lugares adonde nunca he ido,/ comería más helados y menos habas,/ tendría más problemas reales y menos imaginarios (...).          

[10] En realidad, Borges nunca usó el "engordamiento", esto fue un error de los peritos, pero se entiende la intención, ¿no?

[11] Tanto en el cuento de Andreiev como en la película de Wertmüller, un revolucionario anarquista perseguido por la policía se esconde en un lupanar. A pesar de tener ya más de 25 años nunca tuvo una mujer entre los brazos. Escoge a la muchacha más joven, que cree más pura, y, entre las paredes de su habitación, ambos sostienen un diálogo político y existencial sorprendente. En el filme se agregan elementos de la historia de Italia, tales como el propósito del revolucionario de asesinar a Mussolini.

[12] Sobre este tema y siguiendo la intuición de Piglia, Alejandra Laera escribe un ensayo llamado Ficciones del dinero, en el que muestra cómo éste circula interviniendo el campo de la producción, la circulación y el consumo de valores estéticos para “desmontar las relaciones entre la ficción propia del dinero, la ficción que trata sobre el dinero, la ficción producida por dinero, la ficción como un bien cultural al que afecta el dinero y la ficción como respuesta más o menos mediada a las condiciones de posibilidad materiales dadas por el dinero” (2014: 277).

[13] Para Jaques Lacan la imagen es "consistente". La consistencia, es decir lo imaginario, es lo que permite que se mantengan unidas, sólidas y permanentes en el tiempo cosas que no son más que piezas sueltas. La integración del cuerpo fragmentado en el yo a través de la imagen en el espejo es un buen ejemplo de esto. (Miller, 2013: 255)

 

[14] Hernán Bergara, en el prólogo, sugiere que es un borrador de Los sorias: "Podría considerarse que, por ejemplo, Por favor, ¡plágienme! es un borrador, en ocasiones, de aquel gran libro. Tal el notable ejemplo en el que se habla del lector-escritor influenciable como tipo plagiador. Su descripción remite, punto por punto, al personaje del Influenciable que aparece ya “acabado” como tal en Los sorias." (Laiseca, 2013:11).

[15] La novela de Laforet fue llevada al cine por Leopoldo Torre Nilson en 1956, con el nombre de Graciela. El guión fue de Arturo Cerretani y la protagonizaron Elsa Daniel, Lautaro Murúa y Alba Mujica. Anteriormente, en 1947, se había realizado una película española que llevó el nombre de la novela: Nada. Graciela puede verse en el siguiente link: https://www.youtube.com/watch?v= fYsrOtMAhVU

[16] El siguiente texto es un intento de recoger, en la voz de algunos autores, ese deseo íntimo y urgente de apropiarse de aquellos escritos de otros que nos resultan más nuestros que los propios. Se trata de un pastiche plagiado de los siguientes autores, por orden alfabético: Roland Barthes, Edgar Bayley, Maurice Blanchot, Jorge Luis Borges, Italo Calvino, Sergio Chejfec, Nicanor Parra, Georges Perec, Alejandra Pizarnik, Cristina Rivera Garza y Sandra Uribe. Hago "mías" cada una de sus palabras.

[17] Manuel Gálvez, por ejemplo, dice: "Una formación intelectual deplorable, sin la menor disciplina, marca el espíritu de Sarmiento para toda su vida. [...] En estas cosas, cuando se empieza mal se sigue mal". (1945:42).

 

[18] Concepto creado por el doctor Theodore Flournoy que, según el Diario Británico de Psiquiatría, refiere a la existencia de recuerdos ocultos en la conciencia, ignorados por su portador que piensa estar creando una ficción completamente nueva.

[19]  La carta abierta fue dirigida al director del diario La Nación y firmada por: Mariana Bendahan. Consejera por el Claustro Mayoría de Graduados, Facultad de Filosofía y Letras UBA; Oscar Blanco, Docente e investigador, Facultad de Filosofía y Letras UBA; Federico Bossert, Antropólogo, Facultad de Filosofía y Letras UBA; Lorena Córdoba, Antropóloga, CONICET; Mirta Gloria Fernández, Profesora de Didáctica Especial en Letras,  Profesora de Semiología, UBA; Cristina Fangmann, Doctora Literatura New York University, Docente Teoría Literaria, Facultad de Filosofía y Letras UBA; Fabiola Ferro, Secretaria General de la Asociación Gremial Docente, Facultad de Filosofía y Letras UBA; María Ledesma, Doctora UBA Diseño y Comunicación, Consejera Directiva FADU UBA, Profesora Titular Regular Comunicación FADU UBA; Josefina Ludmer, Docente y escritora; Daniel Martino, Ex Comisario del Premio Cervantes de la Lengua Española, Editor de la obra y los papeles privados de Adolfo Bioy Casares; Ernesto Montequin, Traductor, Curador de la obra de Silvina Ocampo, Pre-jurado del Premio La Nación-Sudamericana de Novela 2006; Luciano Padilla López, Traductor; Jorge Panesi, Director de la Carrera de Letras, Facultad de Filosofía y Letras UBA; Alicia Parodi, Doctora en Literatura Española, Profesora Regular Literatura Española, Facultad de Filosofía y Letras UBA; Juan Miguel Santos, Doctor Université D’Aix Marseille III, Profesor de Teorías de Lenguajes, Facultad de Ciencias Exactas UBA;  Susana Santos, Secretaria Académica Departamento de Letras, Facultad de Filosofía y Letras UBA; Ariel Schettini, Profesor Teoría Literaria y poeta, Facultad de Filosofía y Letras UBA; Pablo Federico Sendon,  Doctor en Antropología, CONICET; Juan Diego Vila, Doctor en Literatura Española,Profesor Regular Literatura Española, Facultad de Filosofía y Letras UBA;  Diego Villar, Doctor en Antropología, CONICET.

 


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