La carne está llena de grasa y de nervios. Parece
linda del lado que se ve en el paquete y del otro meten la peor parte. Marina
se pregunta si los carniceros que trabajan en el supermercado se llevan algún
tipo de comisión o simplemente son unos resentidos hijos de puta. Cocina para
seis porque en un ataque de sociabilidad invitaron a los vecinos. No termina
más, si tuviera la procesadora podría cortar más rápido la verdura pero, aunque
la comprara, ¿dónde la metería? Con esa mesada de medio metro no tiene lugar
para nada. Da un paso atrás y se imagina cómo van a quedar los muebles de la bajomesada
cuando estén instalados. Los encargó en melamina roja, con cantos en acero
inoxidable, hermosos. A veces sueña con ellos. Está tan harta de tener la casa
sin terminar. Falta poco, pero ese poco parece infinito. Es como si Francisco creyera
que ya está, como si fuera ciego a los defectos, a los huecos, a las
desprolijidades por todas partes; entonces ella tiene que remar el doble para
que él haga la mitad. ¿Por qué siente esta ansiedad, esta insatisfacción por la
casa?, se pregunta. Porque lo que falta es lo más importante, lo que hace que el
lugar donde viven deje de ser una caja de cemento y se transforme en algo propio,
se responde. Pero su propia respuesta no la convence. Percibe que lo que falta
es algo parecido al ardor, que querría erizarse de deseo y satisfacerse
enseguida. Quiere erotizarse con la casa, poder mantener los ojos excitados y
gozando en una armonía de colores y formas. Eso quiere. Pero lo que tiene son
superficies interrumpidas por agujeros, cables saliendo como patas de araña y
revoques ásperos.
Sigue lloviendo, desde el jueves que llueve.
Pone la cacerola a fuego bajito y va a ver cómo andan los zorzales. Son tan
lindos. Hicieron el nido en el níspero. Espera que con la lluvia no se les
caiga. No, ahí está. Hay una rama que lo protege. Lo construyeron con pasto,
ramitas y barro. También distingue unas lanas azules que deben ser de las que
tiró la semana anterior. Ve a uno de los pájaros de la pareja y piensa que es
la hembra porque tiene el pico color gris. Come y come, con la lluvia el pasto
está lleno de lombrices.
Marina termina de hacer canapés combinando
colores. Hay incluso unos con caviar falso que le llevaron horas la noche
anterior. Pone el jerez en el freezer y saca las copas talladas que heredó de
su abuela. Después se da una ducha rápida y se pone el vestido nuevo. Es un
juego, uno lleno de ansiedad, de estrés. Juega a ser la dueña de casa, a ser su
madre cuando recibe a la familia en las navidades. Una versión mejorada de su
madre, una perfecta. Es difícil, porque su madre es muy buena en esto. Difícil,
pero no imposible, se dice Marina. Las dos parejas son puntuales. Primero entran los
de al lado, Vero y Gabriel, y después los de la esquina, Daniela y Alejandro,
al mismo tiempo que Francisco, que se retrasó otra vez. Marina tiene toda su fe
y su energía puestas en ser la anfitriona, no quiere ver ni oír ni saber nada
más. Atiende a los vecinos, que le son completamente indiferentes, como si
fueran los reyes de Inglaterra.
--¿Te sirvo otra copa? ¿Más hielo? ¿Un canapé?
Sienta a todos alrededor de la mesa redonda del
comedor. Sirve la entrada, un hojaldre muy elaborado con jamón crudo y hongos.
Usa los platos color lila, que son su orgullo y alegría. Sirve el vino blanco. Los
invitados hacen comentarios elogiosos y formales. En realidad toda la
conversación es una cadena de frases hechas, que se unen naturalmente unas con
otras, creando una burbuja hueca de sentido, amable, superficial y un poco siniestra.
--¿Hasta cuándo lloverá?
--Dicen que hasta el domingo.
--No soporto más la humedad.
--¿Cómo está Fabiancito?
--¿Y Ludmilla?
--¿Y Nair?
Marina retira la vajilla de la entrada y sirve
el plato principal. Colita de cuadril a la crema con verduras al vapor. Trae el
vino tinto y las copas más grandes para que se airee. La charla se dispersa. Gabriel
y Alejandro hablan de fútbol y Verónica y Daniela, de otros vecinos. El postre
es un tiramisú con trufas de chocolate.
Después de comer, se dividen definitivamente en
dos bandos. Los hombres se sientan en los sillones con la botella de whisky,
las narices y las caras enrojecidas. Las mujeres hablan bajo la luz fría y
fluorescente de la cocina y preparan café. Marina sirve bombones y licores, y lleva
hasta el final su intención de atiborrarlos, de que no puedan olvidarse
fácilmente de esa noche. Francisco cree entender, es difícil estar ahí, en el
barrio, en esa realidad. Estar
realmente. Hace falta llamarse todo el tiempo, traerse de vuelta. Marina lo
consigue a fuerza de platos y copas y gastronomía extrema. Pasa Verónica y le
hace un cumplido, a pesar de que es una mujer que le repugna, justamente para
disimularlo. Sus gestos se le escapan, son ajenos. Al final de la noche todos
tienen dolor de estómago.
Cuando los invitados se van, Francisco y Marina
intentan limpiar un poco.
--Comí demasiado –dice Francisco--. Me cayó muy
pesado.
Marina se da cuenta de que se manchó el vestido
nuevo. Siente un cansancio enorme, indescriptible. Se arrepiente de haberse
comprado esa ropa cara, de haber invitado a los vecinos, de haber trabajado
horas en la cocina, de haber comido y tomado tanto, de haber comenzado a
construir esa casa, de haberse casado, de haber tenido una hija. Vacila ante esta
última idea. Quizás de eso no se arrepienta tanto.
Pero igualmente siente un inmenso remordimiento, pesado y asfixiante como la
tarea de lavar ahora todas esas superficies engrasadas.
--Mejor lo dejamos así –dice--. Limpiemos
mañana.
Francisco asiente y para de recoger los platos.
Se toca el estómago hinchado.
--¿Por qué me dejaste comer tanto?
Marina lo mira con una mezcla de ternura y
asco. Los ojos llorosos por el alcohol, la boca relajada. Se responde a sí
misma la pregunta retórica de él. Te dejé porque me gusta mimarte, porque me
encanta que disfrutes mi comida, porque no quiero negarte nada. Pero, sobre
todo, te dejé porque no me importa, porque no es asunto mío lo que hacés o
dejás de hacer. Porque no fui ni soy ni seré tu madre y no lo querés entender.
Porque no te estoy prestando atención todo el tiempo aunque vos lo creas. Después
para de impulsar el reproche interno y lo deja caer, se siente demasiado
cansada para pensar acerca del poder que ganan y pierden todo el tiempo uno sobre
otro.
Se van a acostar. Ella odia cuando él está
borracho. Es como si fuera un desconocido asqueroso en su cama. Él trata de
abrazarla y ella lo rechaza con determinación. Él suspira frustrado y la hace
sentir culpable. Por suerte se duerme enseguida. Los ronquidos la tranquilizan,
dormido ya no puede reclamarle nada. Se relaja, se acomoda, pero el sueño no
llega. La habitación se va colmando con el olor de los pedos silenciosos de los
dos. Se levanta y va a tomar agua a la cocina. Sigue lloviendo. Se acuesta en
la habitación de su hija Nair y se abraza a los peluches. De a poco los
contornos de la colcha rosada se van oscureciendo.
Sueña que están pescando en el Tigre, en el
Carapachay, en medio de una tormenta de verano. En el río hay un cocodrilo. Se
ve el hocico plano en forma de U por encima de la línea del agua. Francisco lo
señala con el dedo y Marina distingue el ojo inconfundible del reptil, con su
pupila como un tajo horizontal. El cocodrilo no se mueve, pero su existencia
quieta tensa el aire, emana un vapor de peligro. El rio está erizado de juncos
y hojas que se deslizan con la corriente, es difícil saber qué es planta y qué
animal. Marina mira buscando serpientes en los árboles y encuentra una víbora
chica, una cinta amarronada entre las ramas del sauce. La serpiente extiende su
cuerpo escurriéndose sin un sonido. Marina quiere saltar al agua, nadar hacia
el cocodrilo, sin saber por qué. No sería tan horrible, necesita solamente un
poco de coraje. La lluvia es intensa y los empapa. Marina se toma el agua que
le cae por la cara, que sabe a manzana. Las gotas rugen suavemente sobre las
hojas. Ellos no se protegen, esperaran mientras el agua sube por encima del
muelle dejándolos al mismo nivel que al cocodrilo. Se abrazan en medio de la
pared de agua. Marina se da cuenta, con una lucidez inesperada, de que aceptó
una condición: que solamente uno de ellos podría ser feliz a la vez.
El cosquilleo de los dedos de él sobre la oreja
la despierta. Abre los ojos y la cara de Francisco le sonríe mañanera,
despejada, recién duchada. La besa con la boca blanda y amorosa. Le acerca un
mate. Ella se siente feliz sin explicación. Se siente enamorada. Se levanta y
lo abraza. Hacen planes en el nacimiento luminoso del día feriado. Planes para
el fin de semana, para el mes, para el año, para los próximos cinco años. Se
ríen. Se acarician. Hacen el amor despacio, con deleite. Se duchan juntos.
Llaman a la casa de la madre de Francisco y
hablan con Nair. Está contenta y les describe todos los juguetes que los
abuelos le compraron. Quedan para pasar a buscarla al día siguiente. Cada uno
comienza con las tareas planeadas. Marina lava la enorme pila de platos y
cacerolas, baldea el piso de la cocina. Después va por las habitaciones
pensando en pasar la aspiradora, cambiar todas las sábanas, lavar las cortinas,
ordenar los armarios. Lleva pilas y más pilas de ropa sucia al lavadero hasta
que se siente un poco descompuesta. Vuelve a la cocina para hacerse un té y
cuando prende la luz, la bombita explota. Francisco ve que en el techo del
pasillo está empezando a formarse una gotera. Se pone un impermeable y busca la
escalera para intentar encontrar la causa. Hay una teja salida de su lugar.
Quizás la golpeó una piedra de granizo. Coloca la escalera lo más cerca
posible, pero la teja está muy lejos del borde y cuesta encastrarla de nuevo. Un
tirón en la espalda lo inmoviliza. Trata de relajarse hasta que ceda el dolor,
baja muy despacio. Se apoya en la pared de la cocina y se siente un anciano. Odia
el trabajo después del trabajo. Insuflar energía, su propia energía, en las
cosas. Las cosas no le importan. Odia la casa, el auto, la palabra
mantenimiento. Algo revienta y toda la casa queda a oscuras. Escucha el grito
de Marina, llamándolo.
Buscan los repuestos para cambiar los tapones.
Lo intentan varias veces, pero no consiguen encontrar el cortocircuito.
Finalmente lo logran desenchufando el lavarropas. ¿Y ahora? ¿Qué hacemos con la
ropa? Se sientan en la cocina, hartos de todo. Marina dice que no piensa
ponerse a cocinar otra vez. Que no lo soporta.
Deciden escapar de la casa y caminar hasta el
restaurante de la avenida con sus paraguas negros y la garúa insistiendo sobre
la realidad empapada. El lugar no es muy lindo, pero está limpio. El agua corre
a los costados de la calle tan rápidamente que parece detenida.
Piden vino blanco frío y la panera.
--¿Ves esa mujer en la vereda de enfrente?
–pregunta Marina.
--¿Esa que está vestida de blanco?
La mujer es como una aparición, como un sueño.
Tiene un vestido claro, sedoso y liviano, casi un camisón, y el pelo a la
altura de los hombros completamente blanco.
--Sí –dice ella--. La que está debajo del toldo
de la panadería. Te pregunto porque de pronto me pareció que podría ser un
fantasma.
--Yo también la veo –dice Francisco-- pero eso
no significa que no sea un fantasma. A lo mejor los dos podemos ver el mismo
fantasma.
La miran juntos, tomando de a sorbos el vino
blanco. La mujer está inmóvil, y el viento le mueve el dobladillo del vestido, acariciándole
las rodillas. El pelo blanco le ondea sobre la cara.
--No puede ser un fantasma --dice de pronto
Franscisco--. Mirá, tiene un celular. Creo que es posible que los dos veamos un
fantasma, pero no que tenga celular. Los fantasmas no pueden tener celulares.
Marina ve las manos de la mujer fantasma
apretando el pequeño cuadrado electrónico, moviendo los dedos, leyendo los
signos.
--¿Qué creés que está haciendo? ¿Manda un
mensaje?
--Creo --diceFrancisco— que le escribe a su
marido para decirle que lo perdona, que quiere que vuelva a casa.
--¿Él la engañó?
--Sí, pero no con otra, la engañó porque la
dejó que se hiciera demasiadas expectativas sobre él.
Marina está segura de que el fantasma es una
viuda. Percibe cómo la tristeza y la pérdida la rodean, intangibles pero
espesas. El marido tuvo un accidente. Ella le está escribiendo aunque sabe que
él nunca va a contestar.
Francisco reparte los canelones que pidieron y
le da las mejores partes. Le sonríe. Ella siente el impulso de acariciarlo y lo
toca con el pie por debajo de la mesa.
Vuelven caminando con optimismo. Llegan hasta
la casa y bordean el barrial en que se convirtió el jardín hasta la puerta de
atrás. El nido de los zorzales esta caído al pie del níspero. Los dos huevos
celestes con pequeñas pintitas negras están rotos. Los pájaros dan vueltas a la
copa del árbol, pero de pronto se alejan juntos en dirección al sur.
Se quedan parados, enfrentados a la puerta,
dándose la mano y sosteniendo el paraguas con la otra. Miran fijamente hacia la
casa.La lluvia es tan real que parece un decorado.