jueves, 14 de noviembre de 2024

Para ellos




















Para los argentinos que cantan sus canciones de esclavos
y esperan beneficios de un poder invisible y mágico.
Para los argentinos que se entregan cada día de rodillas
que de las noticias solo miran la cotización del dólar
pero nunca ganan, nunca cosechan, nunca comprenden.
Para los chicos que crecen hoy a pesar de todo
y juegan y toman vino y se casan
con sus compañeras de juegos y tienen hijos
y mueren al fin de consumo, de anemia y de violencia.
Para los que caminan ciegamente perdiendo el tiempo
y duermen cuando tienen hambre y toman para disimular
encadenados y enredados entre sí por criaturas intangibles.
Para este pueblo que tropieza y se tambalea
en las fábricas y las oficinas y los bares
perturbados, engañados y devorados
por sanguijuelas monstruosas negras ávidas
y son presas dormidas
de la esperanza hueca, la moda y la novedad,
santos creyentes de falsos profetas.
Para ellos
construyo con partes de mí
esto que no tiene forma de nada
porque no es nada que haya existido antes.
Pero construyo y resulta
una afirmación
de que el país importa
y su gente importa
por razones grandes y simples,
construyo signos,
marcas de resistencia.

sábado, 19 de octubre de 2024

Nosotros dos, de Néstor Sanchez

 

Esta novela tiene como telón de fondo la historia de la relación entre un hombre y una mujer, sus encuentros y desencuentros, sus idas y venidas por una geografía urbana y mental tan fragmentada como el propio discurso. Y en primera línea, justo en medio del escenario: la escritura. El arte de narrar y de jugar con el lenguaje son los verdaderos protagonistas de esta historia: el drama irresoluble de determinar en palabras la fluctuante indeterminación de la vida; de superar, con la escritura, los límites de la escritura. ¿No es vertiginoso no entender nada y aún así embarcarse en la aventura de querer escribirlo?




    

Sánchez busca deliberadamente una escritura que tenga la condensación y el peso de la poesía y que se articule con el tango que lo ayudaba a frasear lo que intentaba decir.Nosotros dos --novela casi autobiográfica, confesional, de aprendizaje-- desatiende los requerimientos de los géneros tanto como ciertos mandatos del ‘60. Evidentemente no es en Argentina el momento de Néstor, cuya experiencia y don literarios no cuajan con las políticas en boga. Sánchez no acepta ningún programa, su fervor trabaja la oposición a lo tradicional, para seguir lo que siente que es la “verdadera literatura” cuya creación gratifica, dice Néstor “porque sirve para cumplir etapas y modificarse, para liberarse más de la chatura circundante y tomar conciencia de sí mismo como posibilidad…”. En el comienzo podemos leer: “Las veces que me abro y me tiro con todo el cuerpo en el pasado”. Porque leía sobre todo poesía, surge de su mano esta novela como fusión de prosa y poesía, que posteriormente Sánchez llamará “Novela poemática”. En Poesía Buenos Aires, aparece el poema de Henry Michaux, “Nosotros dos aún”, un lamento por la muerte de Lou, del amor, allí aparece el vocativo, la segunda persona, como va a aparecer en esta novela con Clara, por el amor de Clara. Pero el “aún” del poema se elide en el título de la novela de Sánchez en función de su diversidad, y sobre todo por el sentimiento y la intención de cierre de una etapa. La novela de Sanchez me permite percibir la diferencia entre “hacer juegos con el lenguaje” o “jugarse dentro del lenguaje” Por ejemplo en los fragmentos que unen motivos heterogéneos como “los vestidos de Irene, con “la acumulación del incapaz”-y donde el adjetivo “incapaz” se hace cosa líquida, la falta de relación con “la mariposa del álbum” consciente en el que narra, para decir en algún momento “todo lo digo igual que un gramófono- todo siempre mezclado, todo haciendo agua”. Como un gramófono, grama y fono, letra y música en un disco dando vueltas, círculo de repeticiones que el recuerdo, el dolor “talla”, con la caída en lo automático, que la escritura va destrabando y va variando en el fluir. Esos motivos o temas que aparecen, en cada ocasión un poco diferentes, se trabajan a la vez, en contigüidad, por anexaciones, también en relación a momentos distintos, haciendo que se mezclen los tiempos en el recuerdo, en las sucesivas reapariciones y van desplazándose en el avance hasta el final de la novela. Es un lenguaje que se desprende de los binarismos, de las jerarquías de sujeto y predicado, para acentuar muchas veces los circunstanciales despojados de subordinación: por ejemplo cuando dice: “Los dos solos en la pieza con olor a eucalipto escuchó que decía “yo no quería esto para vos”, en la que la primera parte (una especie de ablativo absoluto) pesa tanto como la segunda y la concordancia se rompe. El vos, esa segunda persona, no sólo va a nombrar a Clara como receptora imaginaria, sino que el narrador creará distancias con el protagonista al tratarlo también en esa 2ª persona: “Tantas veces recordarías esa pieza, esa otra cama, esa radio antigua. ¿Qué harías ahora, pobre loco con una vida posible que no alteraría nada, que ya otros tendrían escrita?” Sanchez construye una novela de riesgo, de errores. La escritura salteada, que descoloca al lector por la “miscelánea” y la ruptura del orden lineal, el invento de un lenguaje que preconizaba Macedonio -cuya obra se empieza a publicar y reeditar en el ’60- aparece en Nosotros dos, pero sin embargo no se sale del realismo, construye un realismo más real, con un protagonista que “decidió ser otro”, ese sujeto descentrado, o centrado en los descentramientos, en busca de su perfectibilidad, en disconformidad crucial con la vida que lleva y las formas de vida y pensamientos que lo rodean. Ese sujeto de búsqueda que al fin en el narrar de sus iniciaciones, aprendizajes y errores, decide o sabe --o se da cuenta de que sabía-- que lo que es, su ser, está en la escritura misma

Nosotros dos, la novela de Néstor Sánchez en la que un hombre que llega del Uruguay, tras la partida de un tren en el que deja a su mujer cargando en brazos a un niño; mira, desde la soledad de una pieza a otra mujer, de malla roja, que se broncea al sol entre sábanas que se balancean. Imagen inicial puesta en abismo de lo que será la novela“…todavía me pregunto como si durara ese primer mes de dejarnos: ¿Quiénes seremos, Clara, los memoriosos, los ausentes? (…) quienes seremos, fue”. Empeñado en volver acontecimiento los sucesos más insignificantes de una vida, todo lo dice y se le entrecruza, todo siempre mezclado, todo haciendo agua, dirá. Esa mujer, Clara, será la excusa, la musa, la compañera, la destinataria de los poemas, la lectora, la misma que a partir de un andén, con su hijo envuelto en una pañoleta aprenderá a irse, a ordenar su desfigurada vida sin él. Como si Clara supiera, la invoca: ¿ves?, ¿sabés?,¿recordás?, como si Clara no ignorara y pudiera anticipar.

Amigo de poetas, Sánchez confiesa que tenía dificultades con la poesía y en su lugar tal vez porque así lo exigía su relación con la lengua, la escritura asumía la categoría esquiva de la novela poemática, de la prosa poética. Programa estético que exige que el lector se acople con el oído, sin seguir con todo rigor una trama que no se termina de unir. Las arácnidas y extensas oraciones al borde de la ilegibilidad pero sin perder coherencia recrean una hiper-conciencia que relata en forma de epístola signada de nostalgia. Se ha hablado de Sánchez como un escritor “cubista”, que describe la realidad desde distintos puntos de vista, al mismo tiempo.Presenta así el volumen de una vida facetada en los distintos registros de una conciencia que recuerda, reflexiona, ve, o sueña en torno de un centro, una mujer de la que el narrador se distanció un año atrás. Nada sabremos de los por qué de aquella distancia y todo lo sabremos en esa reconstrucción que descompone para adelante y para atrás desde ese único acontecimiento.

Se dice también de Sanchez que improvisa como en el jazz. Ahora bien, ¿se puede improvisar con la palabra escrita? ¿Es posible la improvisación de una novela entera? Ciertamente, es un  tema que daría para una larga discusión, ya que las condiciones  materiales que delimitan a la escritura, a la palabra escrita parecen, a primera vista, contrariar los patrones básicos de la improvisación. Acaso más que la música, la escritura puede reproducir en el papel distintas tomas o  secuencias de una tirada de improvisación, e integrarlas a su desarrollo en el espacio y el tiempo, reactivando así el proceso de composición original. Sánchez lo hace en Diario de Manhattan: “Como un fantasma gris llegó el hastío (pausa reflexiva sobre el subrayado) hasta tu corazón que aún era mío (doble pausa autocrítica) y poco a poco te fue envolviendo (pausa ontológica) y poco a poco te fuiste yendo. Ni una sílaba más.” (Sánchez, Diario de Manhattan. 1988: 60). Pero ¿qué hace que esas palabras reunidas por el azar no se conviertan en un conjunto caótico de pistas frag mentarias, ensambladas por algún simulacro de cohesión? El alfabeto, sin duda, es el estudio de grabación más complejo y perfecto que ningún ingeniero de sonido haya imaginado jamás. En Un coup de dés, Mallarmé consiguió sintetizar la química de la improvisación, disponiendo la página como una cámara de resonancia en la que flotan idealmente las palabras, libres de toda atadura convencional, de modo que pueden recombinarse en distintas tomas o golpes de emisión, conformando una suma de impresiones mentales fluidas. Lo curioso es que haya sido justamente Mallarmé, el menos espontáneo de todos los poetas, quien haya dado con el artefacto textual que mejor se aproxima a la idea de improvisación en el lenguaje. Quizás no sea tan raro: la improvisacion, al fin y al cabo, no tiene absolutamente nada que ver con la e
spontaneidad.Y en la literatura, bien lo sabemos, el sentido se hace y se deshace. Infinitamente.



domingo, 8 de septiembre de 2024

Jorge

 

El despertador suena a las seis en punto. Enseguida va a venir papá a buscarme para hacer los ejercicios de la mañana. Hoy me duele mucho la panza, pero ya sé que no puedo quedarme en la cama. Una vez se me ocurrió esconderme para no hacer los ejercicios de la mañana y papá me encerró en el bañito de abajo casi dos días. Silvina me hablaba a través de la puerta, me decía que no estuviera triste, que papá no era eterno y que algún día podría hacer lo que quisiera.

Damos dos vueltas al parque corriendo y después empezamos con los ejercicios de fuerza. Me cuesta muchísimo levantar las pesas porque papá les pone demasiada carga. Grita: ¡Vamos! ¡Una más! ¡Son tres series de diez!

Llegamos a casa y me baño. Me visto y papá viene a revisar lo que me puse. Como siempre, no está de acuerdo. Estas bermudas parecen de maricón, dice. Tenés que bajar esas caderas de mierda. Le digo que tiene razón, para qué discutir. Me pongo un pantalón de fajina y una camisa azul.



Silvina es mi hermana mayor, cumplió nueve el año que yo nací. Tenía otro hermano, Jorge, pero se murió de cáncer. Papá siempre dice que se enfermó porque le saqué la pelota y después se me cayó en un pozo de la calle, de los que hacen los obreros del gas. Eso le bajó las defensas, dice y sacude la cabeza. Silvina me consuela, me explica que papá está obsesionado con Jorge y me pide que lo perdone.

A Jorge le encantaban los deportes. Era muy bueno jugando al fútbol y papá lo acompañaba a todos los partidos. Decían que iba a ser profesional y una vez vinieron los de Independiente a verlo jugar. Papá habló con ellos y estaba contentísimo. Esa noche comimos helado de chocolate.

Ahora no puedo comer nada dulce, papá dice que en seguida engordo, que un deportista que está gordo, está equivocado. Así dice.

Cuando Jorge estaba enfermo, Silvina se ocupaba de mí. Papá y mamá estaban todo el tiempo atrás de él. Al principio lo llevaban al médico casi todos los días. Yo entraba a veces en su pieza a la noche para jugar y él no quería; se le cayó el pelo y después lo internaron y no volvió más. Antes papá fue a ver un curandero y lo contrató para que viniera a casa a sacar las malas energías. Quemó una planta que dejó un olor muy fuerte, también puso piedras negras y vasitos con aceite por todas partes. Silvina me contó que le pagaron muchísima plata, pero Jorge se murió igual.

Ahora casi nunca vemos a mamá. Se queda encerrada en la pieza y sale de noche cuando estamos durmiendo. Después del entierro, papá empezó a llamarme Jorge. Me sacó de mi habitación y me cambió a la de él e hizo achicar su ropa para que yo me la pusiera. Me cortó el pelo al ras y me llevó a jugar a la pelota. Para que yo aprenda más de fútbol, también vemos juntos partidos en la compu. Ayer vimos uno del mundial de Italia del 90. A mí me gusta jugar a la pelota, pero no me sale tan bien como a Jorge y papá se enoja.

Después del desayuno me mide los músculos de los brazos y las piernas con un centímetro

—¡Qué cosa con vos! —protesta— ¡No te crecen!

Yo pido disculpas, como si los músculos fueran mi responsabilidad. Tengo muchas ganas de hacer pis. Voy al baño y me siento a orinar y veo que hay sangre en el calzoncillo. A pesar de las pastillas, sigo menstruando. Papá se va a poner furioso.

lunes, 22 de enero de 2024

Piñata

 



No es que yo crea en vos.

Ni vos en mí.

Ya superamos esa etapa.

Simplemente nos gusta tener a alguien ahí

para acompañar la oscuridad.

Siempre nos sentamos en silencio

y esperamos que los minutos

suelten las palabras de donde se quedaron enganchadas

desde hace tantos años.

Es casi como encontrar una piñata vieja, decís vos, dios,

y recogés una del suelo.

La probás rápidamente

y hacemos una mueca de dolor.

Asentimos juntos como si recordáramos algo.

¿Cómo es?, pregunto.

Es como masticar papel de aluminio, decís,

toda esta dolorosa esperanza desnuda.


domingo, 24 de septiembre de 2023

Puccini




Manejé por el barrio muy despacio por las calles desoladas de la siesta, ¿hasta dónde podría haber llegado Puccini? Quizás se había perdido en estas callecitas laterales. Casi me atraganto cuando pensé que también podría haber cambiado de dirección y correr hasta la avenida. Hacía solamente dos meses que lo tenía. En la visita mensual de nuestra gata siamesa Cleopatra al veterninario, lo vi ahí, en una pequeña celda, un perro tonto sentado solo, con las orejas caídas y unos ojos tristes y enormes.

Era una cruza con pastor alemán, pero de alemán no tenía nada. Se me ocurrió que más bien italiano con sus patas cortas y el pelaje de varios colores. Mientras nos mirábamos, exhaló un largo quejido agudo, como Pavarotti en La bohème. La veterinaria me dijo que era un callejero sin papeles y si nadie lo adoptaba en un mes, lo iban a sacrificar. Una pareja estaba mirando un golden retriever hermoso. Nadie miraba a Puccini. Era un indocumentado. Es como matarlo, pensé.

Puccini quería que lo pasearan todos los días y no era un trabajo fácil. Se paraba en cada camino de entrada y exploraba, o caminaba por el medio de la calle. Tenía sus propias ideas sobre por dónde, cómo y a qué velocidad pasear. Esta vez, simplemente se había parado y se había negado a dar un paso más. Le grité y me ignoró. Tiré de la correa y se clavó en las baldosas. Los dos transpirábamos bajo del sol de enero. Tiré más fuerte. Dio dos pasos hacia atrás con la cinta de cuero clavada entre el pelo corto y espeso. Yo llevaba una bolsa para recoger el excremento. La dejé caer y agarré la correa con las dos manos. La bolsa se desparramó por toda la calle y vacilé. Puccini aprovechó el momento para tirar con una fuerza inesperada y logró soltarse. Se escapó, mirando por encima del hombro como si se burlara de mí mientras corría. Recogí la caca de la calle y caminé a casa en busca del auto.

Mientras manejaba, me pregunté por qué había pensado que un perro nos iba a venir bien. Yo era una persona de gatos. No sabía nada de perros. ¿Y si lo perdía para siempre? Ya había empezado a desesperarme cuando finalmente lo encontré. Estaba parado en medio del macizo de flores de alguien, oliendo un gnomo de jardín. Levantó una pata gordita y le orinó la cara tranquilamente. Sentí un alivio abrumador y le grité “¡Puccini!” mientras bajaba del auto. Dio un salto y se me acercó meneando la cola con tanta fuerza que contagiaba a toda la cadera. Parecía sonreír.

Se dejó abrazar y acariciar, pero cuando quise subirlo al auto fue imposible. Corría hasta la esquina, volvía y me ladraba, como si quisiera decirme algo. Estaba tan vivo. Era un cazador explorador joven deseoso de olores nuevos y misteriosos. En sus vueltas me buscaba la mano con el hocico hasta que entendí lo que quería. Obediente, busqué la pelotita de tenis verde flúor en la cartera y la tiré con fuerza hacia la esquina. Como si pudiera existir un mundo de absoluta inocencia en el que nos hacemos uno con el movimiento, Puccini salió catapultado. Saltó con una velocidad apasionada y llegó en dos segundos con su tarea hecha para nada más que alegría. Repetimos.

Las compras y la ropa me intranquilizaban. Humana, yo era incapaz de aceptar este presente de gloria. Abrí la puerta del pasajero y lo llamé. Saltó hacia el auto, olfateando la puerta abierta. Se sentó en la vereda y ladeó la cabeza, mirándome con ojos brillantes.

“Vamos”, lo persuadí, dando palmaditas en el asiento del pasajero. Corrió de vuelta al macizo de flores. Sabía que si entraba en el coche, volveríamos a casa.

¡Puccini! ¡Vamos!"

Me miró y me di unas palmaditas en el muslo. Corrió y dio la vuelta al auto. Se puso a lamer la ventana del lado del conductor.

“Vamos”. Le di unas palmaditas al asiento del pasajero otra vez. “¿Puccini?”

Saltó dentro. Lo agarré y pisé el acelerador.

En las películas, cuando alguien hace eso, la puerta se cierra de golpe. En la vida real, no fue así. No podía alcanzar la manija y tenía miedo de parar y que Puccini volviera a escaparse. Terminé manejando con una sola mano por el medio de la calle, agarrando al perro con la otra y tratando de no golpear nada con la puerta abierta que se bamboleaba.

Apreté el pedal del acelerador, después los frenos, el acelerador, los frenos. Un chico en bicicleta me miró fijamente con la boca abierta. Puccini estaba a mi lado, jadeanado felizmente. Pisé de nuevo el acelerador y la puerta se cerró de golpe. Puccini ladró y saltó al asiento trasero. ¿Le había agarrado la cola con la puerta? Volvió al asiento delantero y me lamió el brazo. Se había asustado.

Cuando estacioné en el camino de entrada, le revisé la cola y estaba bien. Lo dejé en el auto y entré sola para que pudiéramos tener un pequeño descanso uno del otro. El mío involucraba una copita. Estaba sentada en el sillón tomando vino frío y dulce cuando comencé a sentirme sola. A Puccini le gustaba acostarse al lado mío con la cabeza apoyada en mi pierna o sobre mis pies. De pronto la habitación se sentía vacía sin él, ¿cuándo había pasado esto?

Salí al auto a buscarlo. Creo que amo a este perro estúpido.



jueves, 24 de agosto de 2023

Oscuridad

 


En mi casa hay

un punto de oscuridad

que acecha.

No tiene cara

no tiene voz.

Acumula cosas

sin hacer

sin decir.

Todas las omisiones

en un solo lugar

de silencio encerrado

sin aliento.

Es un punto frío

impotente y cobarde

pero lastima.


lunes, 22 de mayo de 2023

Nido

 


 

La carne está llena de grasa y de nervios. Parece linda del lado que se ve en el paquete y del otro meten la peor parte. Marina se pregunta si los carniceros que trabajan en el supermercado se llevan algún tipo de comisión o simplemente son unos resentidos hijos de puta. Cocina para seis porque en un ataque de sociabilidad invitaron a los vecinos. No termina más, si tuviera la procesadora podría cortar más rápido la verdura pero, aunque la comprara, ¿dónde la metería? Con esa mesada de medio metro no tiene lugar para nada. Da un paso atrás y se imagina cómo van a quedar los muebles de la bajomesada cuando estén instalados. Los encargó en melamina roja, con cantos en acero inoxidable, hermosos. A veces sueña con ellos. Está tan harta de tener la casa sin terminar. Falta poco, pero ese poco parece infinito. Es como si Francisco creyera que ya está, como si fuera ciego a los defectos, a los huecos, a las desprolijidades por todas partes; entonces ella tiene que remar el doble para que él haga la mitad. ¿Por qué siente esta ansiedad, esta insatisfacción por la casa?, se pregunta. Porque lo que falta es lo más importante, lo que hace que el lugar donde viven deje de ser una caja de cemento y se transforme en algo propio, se responde. Pero su propia respuesta no la convence. Percibe que lo que falta es algo parecido al ardor, que querría erizarse de deseo y satisfacerse enseguida. Quiere erotizarse con la casa, poder mantener los ojos excitados y gozando en una armonía de colores y formas. Eso quiere. Pero lo que tiene son superficies interrumpidas por agujeros, cables saliendo como patas de araña y revoques ásperos.

Sigue lloviendo, desde el jueves que llueve. Pone la cacerola a fuego bajito y va a ver cómo andan los zorzales. Son tan lindos. Hicieron el nido en el níspero. Espera que con la lluvia no se les caiga. No, ahí está. Hay una rama que lo protege. Lo construyeron con pasto, ramitas y barro. También distingue unas lanas azules que deben ser de las que tiró la semana anterior. Ve a uno de los pájaros de la pareja y piensa que es la hembra porque tiene el pico color gris. Come y come, con la lluvia el pasto está lleno de lombrices.

Marina termina de hacer canapés combinando colores. Hay incluso unos con caviar falso que le llevaron horas la noche anterior. Pone el jerez en el freezer y saca las copas talladas que heredó de su abuela. Después se da una ducha rápida y se pone el vestido nuevo. Es un juego, uno lleno de ansiedad, de estrés. Juega a ser la dueña de casa, a ser su madre cuando recibe a la familia en las navidades. Una versión mejorada de su madre, una perfecta. Es difícil, porque su madre es muy buena en esto. Difícil, pero no imposible, se dice Marina. Las  dos parejas son puntuales. Primero entran los de al lado, Vero y Gabriel, y después los de la esquina, Daniela y Alejandro, al mismo tiempo que Francisco, que se retrasó otra vez. Marina tiene toda su fe y su energía puestas en ser la anfitriona, no quiere ver ni oír ni saber nada más. Atiende a los vecinos, que le son completamente indiferentes, como si fueran los reyes de Inglaterra.

--¿Te sirvo otra copa? ¿Más hielo? ¿Un canapé?

Sienta a todos alrededor de la mesa redonda del comedor. Sirve la entrada, un hojaldre muy elaborado con jamón crudo y hongos. Usa los platos color lila, que son su orgullo y alegría. Sirve el vino blanco. Los invitados hacen comentarios elogiosos y formales. En realidad toda la conversación es una cadena de frases hechas, que se unen naturalmente unas con otras, creando una burbuja hueca de sentido, amable, superficial y un poco siniestra.

--¿Hasta cuándo lloverá?

--Dicen que hasta el domingo.

--No soporto más la humedad.

--¿Cómo está Fabiancito?

--¿Y Ludmilla?

--¿Y Nair?

Marina retira la vajilla de la entrada y sirve el plato principal. Colita de cuadril a la crema con verduras al vapor. Trae el vino tinto y las copas más grandes para que se airee. La charla se dispersa. Gabriel y Alejandro hablan de fútbol y Verónica y Daniela, de otros vecinos. El postre es un tiramisú con trufas de chocolate.

Después de comer, se dividen definitivamente en dos bandos. Los hombres se sientan en los sillones con la botella de whisky, las narices y las caras enrojecidas. Las mujeres hablan bajo la luz fría y fluorescente de la cocina y preparan café. Marina sirve bombones y licores, y lleva hasta el final su intención de atiborrarlos, de que no puedan olvidarse fácilmente de esa noche. Francisco cree entender, es difícil estar ahí, en el barrio, en esa realidad. Estar realmente. Hace falta llamarse todo el tiempo, traerse de vuelta. Marina lo consigue a fuerza de platos y copas y gastronomía extrema. Pasa Verónica y le hace un cumplido, a pesar de que es una mujer que le repugna, justamente para disimularlo. Sus gestos se le escapan, son ajenos. Al final de la noche todos tienen dolor de estómago.

Cuando los invitados se van, Francisco y Marina intentan limpiar un poco.

--Comí demasiado –dice Francisco--. Me cayó muy pesado.

Marina se da cuenta de que se manchó el vestido nuevo. Siente un cansancio enorme, indescriptible. Se arrepiente de haberse comprado esa ropa cara, de haber invitado a los vecinos, de haber trabajado horas en la cocina, de haber comido y tomado tanto, de haber comenzado a construir esa casa, de haberse casado, de haber tenido una hija. Vacila ante esta última idea. Quizás de eso no se arrepienta tanto. Pero igualmente siente un inmenso remordimiento, pesado y asfixiante como la tarea de lavar ahora todas esas superficies engrasadas.

--Mejor lo dejamos así –dice--. Limpiemos mañana.

Francisco asiente y para de recoger los platos. Se toca el estómago hinchado.

--¿Por qué me dejaste comer tanto?

Marina lo mira con una mezcla de ternura y asco. Los ojos llorosos por el alcohol, la boca relajada. Se responde a sí misma la pregunta retórica de él. Te dejé porque me gusta mimarte, porque me encanta que disfrutes mi comida, porque no quiero negarte nada. Pero, sobre todo, te dejé porque no me importa, porque no es asunto mío lo que hacés o dejás de hacer. Porque no fui ni soy ni seré tu madre y no lo querés entender. Porque no te estoy prestando atención todo el tiempo aunque vos lo creas. Después para de impulsar el reproche interno y lo deja caer, se siente demasiado cansada para pensar acerca del poder que ganan y pierden todo el tiempo uno sobre otro.

Se van a acostar. Ella odia cuando él está borracho. Es como si fuera un desconocido asqueroso en su cama. Él trata de abrazarla y ella lo rechaza con determinación. Él suspira frustrado y la hace sentir culpable. Por suerte se duerme enseguida. Los ronquidos la tranquilizan, dormido ya no puede reclamarle nada. Se relaja, se acomoda, pero el sueño no llega. La habitación se va colmando con el olor de los pedos silenciosos de los dos. Se levanta y va a tomar agua a la cocina. Sigue lloviendo. Se acuesta en la habitación de su hija Nair y se abraza a los peluches. De a poco los contornos de la colcha rosada se van oscureciendo.

Sueña que están pescando en el Tigre, en el Carapachay, en medio de una tormenta de verano. En el río hay un cocodrilo. Se ve el hocico plano en forma de U por encima de la línea del agua. Francisco lo señala con el dedo y Marina distingue el ojo inconfundible del reptil, con su pupila como un tajo horizontal. El cocodrilo no se mueve, pero su existencia quieta tensa el aire, emana un vapor de peligro. El rio está erizado de juncos y hojas que se deslizan con la corriente, es difícil saber qué es planta y qué animal. Marina mira buscando serpientes en los árboles y encuentra una víbora chica, una cinta amarronada entre las ramas del sauce. La serpiente extiende su cuerpo escurriéndose sin un sonido. Marina quiere saltar al agua, nadar hacia el cocodrilo, sin saber por qué. No sería tan horrible, necesita solamente un poco de coraje. La lluvia es intensa y los empapa. Marina se toma el agua que le cae por la cara, que sabe a manzana. Las gotas rugen suavemente sobre las hojas. Ellos no se protegen, esperaran mientras el agua sube por encima del muelle dejándolos al mismo nivel que al cocodrilo. Se abrazan en medio de la pared de agua. Marina se da cuenta, con una lucidez inesperada, de que aceptó una condición: que solamente uno de ellos podría ser feliz a la vez.

 

El cosquilleo de los dedos de él sobre la oreja la despierta. Abre los ojos y la cara de Francisco le sonríe mañanera, despejada, recién duchada. La besa con la boca blanda y amorosa. Le acerca un mate. Ella se siente feliz sin explicación. Se siente enamorada. Se levanta y lo abraza. Hacen planes en el nacimiento luminoso del día feriado. Planes para el fin de semana, para el mes, para el año, para los próximos cinco años. Se ríen. Se acarician. Hacen el amor despacio, con deleite. Se duchan juntos.

Llaman a la casa de la madre de Francisco y hablan con Nair. Está contenta y les describe todos los juguetes que los abuelos le compraron. Quedan para pasar a buscarla al día siguiente. Cada uno comienza con las tareas planeadas. Marina lava la enorme pila de platos y cacerolas, baldea el piso de la cocina. Después va por las habitaciones pensando en pasar la aspiradora, cambiar todas las sábanas, lavar las cortinas, ordenar los armarios. Lleva pilas y más pilas de ropa sucia al lavadero hasta que se siente un poco descompuesta. Vuelve a la cocina para hacerse un té y cuando prende la luz, la bombita explota. Francisco ve que en el techo del pasillo está empezando a formarse una gotera. Se pone un impermeable y busca la escalera para intentar encontrar la causa. Hay una teja salida de su lugar. Quizás la golpeó una piedra de granizo. Coloca la escalera lo más cerca posible, pero la teja está muy lejos del borde y cuesta encastrarla de nuevo. Un tirón en la espalda lo inmoviliza. Trata de relajarse hasta que ceda el dolor, baja muy despacio. Se apoya en la pared de la cocina y se siente un anciano. Odia el trabajo después del trabajo. Insuflar energía, su propia energía, en las cosas. Las cosas no le importan. Odia la casa, el auto, la palabra mantenimiento. Algo revienta y toda la casa queda a oscuras. Escucha el grito de Marina, llamándolo.

Buscan los repuestos para cambiar los tapones. Lo intentan varias veces, pero no consiguen encontrar el cortocircuito. Finalmente lo logran desenchufando el lavarropas. ¿Y ahora? ¿Qué hacemos con la ropa? Se sientan en la cocina, hartos de todo. Marina dice que no piensa ponerse a cocinar otra vez. Que no lo soporta.

 

Deciden escapar de la casa y caminar hasta el restaurante de la avenida con sus paraguas negros y la garúa insistiendo sobre la realidad empapada. El lugar no es muy lindo, pero está limpio. El agua corre a los costados de la calle tan rápidamente que parece detenida.

Piden vino blanco frío y la panera.

--¿Ves esa mujer en la vereda de enfrente? –pregunta Marina.

--¿Esa que está vestida de blanco?

La mujer es como una aparición, como un sueño. Tiene un vestido claro, sedoso y liviano, casi un camisón, y el pelo a la altura de los hombros completamente blanco.

--Sí –dice ella--. La que está debajo del toldo de la panadería. Te pregunto porque de pronto me pareció que podría ser un fantasma.

--Yo también la veo –dice Francisco-- pero eso no significa que no sea un fantasma. A lo mejor los dos podemos ver el mismo fantasma.

La miran juntos, tomando de a sorbos el vino blanco. La mujer está inmóvil, y el viento le mueve el dobladillo del vestido, acariciándole las rodillas. El pelo blanco le ondea sobre la cara.

--No puede ser un fantasma --dice de pronto Franscisco--. Mirá, tiene un celular. Creo que es posible que los dos veamos un fantasma, pero no que tenga celular. Los fantasmas no pueden tener celulares.

Marina ve las manos de la mujer fantasma apretando el pequeño cuadrado electrónico, moviendo los dedos, leyendo los signos.

--¿Qué creés que está haciendo? ¿Manda un mensaje?

--Creo --diceFrancisco— que le escribe a su marido para decirle que lo perdona, que quiere que vuelva a casa.

--¿Él la engañó?

--Sí, pero no con otra, la engañó porque la dejó que se hiciera demasiadas expectativas sobre él.

Marina está segura de que el fantasma es una viuda. Percibe cómo la tristeza y la pérdida la rodean, intangibles pero espesas. El marido tuvo un accidente. Ella le está escribiendo aunque sabe que él nunca va a contestar.

Francisco reparte los canelones que pidieron y le da las mejores partes. Le sonríe. Ella siente el impulso de acariciarlo y lo toca con el pie por debajo de la mesa.

Vuelven caminando con optimismo. Llegan hasta la casa y bordean el barrial en que se convirtió el jardín hasta la puerta de atrás. El nido de los zorzales esta caído al pie del níspero. Los dos huevos celestes con pequeñas pintitas negras están rotos. Los pájaros dan vueltas a la copa del árbol, pero de pronto se alejan juntos en dirección al sur.

Se quedan parados, enfrentados a la puerta, dándose la mano y sosteniendo el paraguas con la otra. Miran fijamente hacia la casa.La lluvia es tan real que parece un decorado.