El
primer día de clases de mi sexto grado entró por la puerta del aula una mujer
bajita, blanca, de ojos claros, llamada Hebe. Junto con ella entraron a mi vida
la incredulidad, la crítica y los primeros balbuceos de mi propia voz. La
señorita Hebe tenía la voluntad de enseñarnos historia argentina y también tenía
un relato de esa historia al que confundía con la verdad. Ahora creo que si
esta confusión no hubiese sido tan marcada, tan nítida, tan grotesca, mi vida
podría haber andado otros caminos. Pero lo cierto es que la obstinación de esta
pequeña mujer en su reparto de héroes y
malvados me llevó a entender mucho más que cualquier lección con
pretensiones de objetividad y tolerancia.
Llegado
ese año, según mi recuerdo, mis compañeras de primaria y yo estábamos dividas
en tres grupos que respondían, con ciertos márgenes borrosos, a cuestiones
económicas. Las que tenían más dinero eran también más seguras, más aterciopeladas,
mejores alumnas y más sonoras. Las “del
medio” eran grises, en un gris amarronado, un poco beige. No hablaban
demasiado, sólo en susurros entre ellas, y tenían peores notas. El tercer grupo,
un conglomerado disperso, estaba formado por las inclasificables. Las pésimas estudiantes,
las rebeldes con y sin causa y las que tenían algún que otro problema mental. Ahí
estaba yo, excelente alumna, pero pobre; rubia, pero gorda; visible, pero sin purpurinas.
Gracias a que no le hacía asco a nadie y ayudaba con la tarea a quien me lo
pidiese, me llevaba relativamente bien con todo el mundo y pivotaba de un núcleo
al otro.
El
viernes 26 de marzo, la señorita Hebe comenzó con las guerras civiles. Primero
hizo una larga introducción sobre lo triste, pero realmente tristísimo, de la
sangre derramada entre hermanos. Nada peor, nos dijo, nada más terrible; hasta
citó al Martín Fierro: “Los hermanos sean unidos,/Porque ésa es la ley
primera./Tengan unión verdadera/En cualquier tiempo que sea /Porque si entre
ellos pelean /Los devoran los de ajuera.” Como yo era hija única, no le presté
mucha atención a estos mandatos fraternales y me aburrí bastante. Después habló
brevemente de un terrible tirano que había gobernado mucho, muchísimo tiempo
nuestro país y que se llamaba Juan Manuel de Rosas. Finalmente, nos dio como
tarea para el fin de semana leer un resumen de una grandiosa novela: “Amalia”
de José Mármol.
A
la salida de la escuela el aire estaba enrarecido por los petardos. Una
manifestación que traía a los estudiantes del Pellegrini y del Liceo 9 bajaba
por Callao hacia el Congreso. Mis compañeras, las chicas del Normal 9, corrían
a refugiarse en el Pasaje Rauch y apuraban el paso hacia su casa. Yo me quedé
mirando la columna, los carteles y banderas, y las caras y las manos de los
manifestantes. No sabría hasta dos años después que había sido una
manifestación de apoyo al Viborazo el día en que asumía la presidencia
Alejandro Agustín Lanusse. Algo de ese fenómeno callejero y estruendoso,
juvenil y decidido me conmovió, me sedujo, me sacó de mis ensueños infantiles y
me puso por unos minutos en una realidad atemorizante y hermosa. Acompañé a la
marcha desde la vereda tratando de aprenderme los cantitos: "¡San José era
carpintero y María era modista, y tuvieron un hijito guerrillero y
peronista!", "¡Dame una mano, dame la otra, dame un gorila que lo
hago pelota!". Con la música del tango “Fumando espero”: "Fumando un
puro me cago en Aramburu, y si se enojan también me cago en Rojas, y si se
siguen, se siguen enojando, me cago en los comandos, de la libertadora".
En
la esquina de Rivadavia y Callao los bombos se fueron haciendo
atronadores. Justo en la confluencia de
las columnas de las dos avenidas, pero del lado de Riobamba llegaron
uniformados a caballo y carros de asalto con gases. Esas granadas que siseaban
y escancían, pero sobre todo los gritos y corridas de los manifestantes me
produjeron un terror paralizante. Me quedé parada en la esquina del Molino con
los ojos llorosos abiertos como platos, abrazada a mis libros atados con liga y
tosiendo desesperadamente. En ese momento, una chica delgadita de pelo negro lacio
y ojos negros inmensos que también llevaba guardapolvo me agarró de la mano y
me dijo. “¡Vení, corramos!”. Yo le obedecí sin titubeos y seguimos por Entre
Rios, doblamos por Alsina y entramos por una puerta desvencijada. Ahí subimos
una escalera ancha y sucia hasta el tercer piso y llegamos, por fin a salvo, a
una habitación enorme y terriblemente desordenada. Miré a mi bienhechora con
inmensa gratitud.
--Muchas
gracias –le dije—yo soy Lucrecia, ¿vos?
--Mirta
–me contestó y me sonrió con ganas.
Con
el corazón volviendo lentamente a su ritmo normal miré a mi alrededor. Una
mujer joven cosía en la punta de una mesa repleta de retazos y tres chicos
entre cuatro y ocho años jugaban una especie de mancha helada. Mirta me señaló
a sus hermanitos y me presentó a su mamá que me dio un beso y una leche con
galletitas que me pareció deliciosa. Mi nueva amiga tenía alrededor de trece
años, pero todavía estaba en séptimo. Raramente, no hablamos de la marcha sino
que nos pusimos a jugar al tuti fruti y a reírnos del caos que los juegos de
sus hermanos causaban en el ya atestado y desastroso cuarto. Las manchas de
humedad ocupaban casi todo el techo y parte de las paredes. Las camas servían
de escondite y parapeto y era imposible no tropezárselas al intentar caminar. Había
una especie de pileta y cocina improvisadas en un extremo y el baño estaba en
el pasillo. Todo el conjunto me producía una sensación de encanto y
tranquilidad, de profunda comodidad.
Tuve
que irme antes de lo que hubiese querido porque a pesar de que en mi casa no
registraban demasiado mi presencia, el anochecer era una señal de alarma que no
se podía soslayar. Le di a Mirta mi teléfono, ella no tenía, y me fui con miedo
de no volver a verla. Tal como había anticipado, mi mamá no se había percatado
de mi ausencia así que me saqué el
guardapolvo, tiré los libros en un rincón, mientras me distraía con imágenes y
sensaciones de la marcha y de su insólito final. Finalmente decidí comenzar con
la tarea. Saqué el resumen de “Amalia” y me puse a leer.
Eduardo
y Daniel, heroicos enemigos de la tiranía, también habían sido emboscados,
igual que nosotros, los chicos de la marcha, en el primer capítulo. Daniel,
saliendo de la nada, salvaba a Eduardo a último momento y lo llevaba a un lugar
donde pudiera refugiarse, como Mirta había hecho conmigo. Empecé a interesarme.
Los malditos represores contaban el dinero que les habían pagado y me imaginé a
los de los caballos y los gases contando en sus casas el dinero mal habido.
Daniel llevaba a su amigo a la casa de su prima, Amalia. Pero Amalia no estaba
cocinando una sopa o cantando sola en el patio, estaba leyendo a Lamartine, un
tipo raro de la revolución francesa y tenía una mesa de mármol negro y una
lámpara de alabastro. Fui a buscar el diccionario y me enteré que era una
piedra de apariencia marmórea, dúctil y traslúcida. Amalia era buena,
buenísima, tan perfecta que me daba un poco de desconfianza sin saber por qué.
Luego Daniel le pidió que echara a sus sirvientes, a la mitad de ellos, porque
no eran de confianza y ella aceptó sin vacilar. Acá su perfección no pareció
tan maravillosa, su sensibilidad extrema no le alcanzó para pensar en esos criados
despedidos. El autor tampoco pareció reparar en ellos; no les dedicó ni una
línea. Yo, en cambio, me preocupé por su suerte. Se iban a quedar sin trabajo y
sin casa, sin haber hecho nada malo, de un día para otro, ¿que irían a hacer?
Quizás al final no los echaran. Seguí leyendo con esa esperanza.
Pero
lo que seguía eran las dos páginas de descripción de las habitaciones de Amalia.
Papel aterciopelado, hilos dorados, raso azul, tapiz de Italia, cama de caoba
labrada, y seguía y seguía. Yo no lo podía creer. Al tal Mármol no solamente no
le daba vergüenza explicar estos excesos de gasto y lujo sino que le parecían
virtudes. Y no solamente le parecían virtudes, sino virtudes inherentes a
Amalia. Como si fueran rasgos de su carácter. Amalia era buena, blanca y tenía
“un servicio de té de porcelana sobredorada”. Era joven, sacrificada y abnegada
y tenía “ocho pebeteros de oro cincelado, obra del Perú, de un gusto y de un
trabajo admirables”. Amalia era dulce y obediente y tenía “seis magníficos
cuadros de paisaje y cuatro jilgueros dentro de jaulas de alambre dorado” ¡eso
en el baño! Pensé en el baño de Mirta que estaba en el pasillo y en el mío que
no tenía agua caliente y sentí asco e indignación. Tanta sensibilidad, tanto
buen gusto, no les alcanzaba para ver la injustica flagrante de esas
diferencias, distingos que yo ya sufría como la más diáfana de las realidades. Y
no le creí nada a Mármol, nunca más. Yo, tan dispuesta a creer, inauguré mi
desconfianza como una flor salvaje. Y esa noche mientras tiraba el libro a un
rincón y me iba a cenar me hice rosista de una vez y para siempre, sin saber
nada del Restaurador, porque un libro salvajemente unitario me había convertido
en partidaria de la Santa Federación.
Sin
saberlo, me dirigía hacia el peronismo a paso lento y seguro y, al mismo
tiempo, el peronismo se dirigía hacia mí. Era el año 1971, pronto nos
encontraríamos.
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