jueves, 27 de noviembre de 2014

El día que me senté con Jesús en el patio de atrás y un viento me abrió el kimono y se me vieron los pechos

(Traducción del original de Gloria Sawai, inédito en español)

Cuando te pasa algo extraordinario siempre recordás con una claridad antinatural todos los detalles que había alrededor. Te acordás de formas y sonidos que no estaban relacionados directamente con el suceso pero pululaban en la periferia. Te puede pasar cuando leés un libro sorprendente por primera vez, uno que te desubica y te lleva a pensar en profundidad. Te acordás dónde lo leíste, en qué habitación, y quién estaba cerca.
Todavía recuerdo, por ejemplo cuando leí “Cautivo del deseo” de Somerset Maugham.  Estaba en la cucheta de arriba, en el dormitorio de la escuela, envuelta en una colcha azul. En ese momento vivía en la escuela por deseo de mi padre. Era un hombre muy religioso y quería que yo tuviese una educación espiritual. Que escuchara la Palabra y conociera al Señor, había dicho. Así fue que me mandó a la Academia Luterana San Juan en Regina durante dos años. Tenía confianza, supongo, que allí escucharía la Palabra. En todo caso, puedo escuchar todavía a la señora Sverdrup, nuestra casera, golpeando la puerta a medianoche y suspirando con su acento noruego: “Ahora, Gloria, ya pasan de las doce en punto. Es hora de apagar la luz. Ahora mismo”. Lo que es interesante es que no me acuerdo nada del libro. Pero debe haberme conmovido profundamente cuando tenía dieciséis años, hace ya bastante tiempo.


De modo que pueden imaginarse lo perfectamente que recuerdo el día en que Jesús de Nazaret, en persona, escaló la colina detrás de nuestro patio y llegó hasta donde yo estaba sentada en una reposera. Y cómo se quedó un rato conmigo. Entenderán perfectamente lo claros que están todos los detalles en mi memoria.
El suceso ocurrió una mañana de lunes, el 11 de septiembre de 1972, en la ciudad de Moose Jaw, en Sasktchewan.  Estas fechas son por sí mismos más especiales de lo que pueden parecer a primera vista. Septiembre es mi mes favorito, el lunes es mi día favorito y la mañana mi hora favorita. Y, a pesar de que Moose Jaw puede no ser el lugar más magnífico del mundo, aun así, si estás allí una mañana de lunes en septiembre, el sitio tiene su belleza.

No es difícil comprender por qué estos días y horarios son mis favoritos. Tengo esposo y cinco hijos. Las cosas se ponen frenéticas, especialmente durante los fines de semana y las vacaciones. Niños corriendo alrededor de la casa, comiendo, discutiendo, preguntándome cada hora qué pueden hacer en Moose Jaw. Y la televisión. Los programas son siempre los mismos, solamente cambian los nombres.  “Los jinetes valientes”, “Los bomberos azules”, lo que sea. Así que cuando las clases comienzan en septiembre, tomo por fin el sol de la libertad, especialmente los lunes. Sin peleas, sin televisión. Sólo la mañana, clara y hermosa. Un nuevo día. Un nuevo comienzo.
La mañana del 11 de septiembre, me levanté a las 7, como de costumbre, cociné avena para los chicos y salchichas para Fred y luego los acompañé afuera y me tomé una segunda taza de café en paz. Decidí afrontar el planchado de la semana. No me había vestido todavía y tenía puesto mi kimono rosado, el que compré hace años en mi viaje a Japón, mi único verdadero viaje, un tour de trescientos dólares por Tokyo y otras ciudades. Ahorré para ello trabajando como bibliotecaria en Regina. Y estoy contenta de haberlo hecho. Desde entonces casi no salí de Saskatchewan. Una vez fui a Winnipeg y otra al lago en Montana, a visitar a mi hermana.
Puse la tabla de planchar y saqué de una canasta la ropa arrugada. La primera camisa tenía mucho olor a humedad, la segunda estaba cubierta de pequeñas manchas de moho y la tercera también. Fred enseña ciencias en Moose Jaw. Usa muchas camisas.  Decidí enjuagar toda la ropa y tenderla al sol y así lo hice. Mientras se secaba, me senté afuera para aprovechar el día claro y soleado.
Si conocen Moose Jaw, sabrán sobre la nueva subdivisión en el sudeste llamada Hillhurst. Ahí es donde vivimos, justo en el borde de la ciudad. En realidad, nuestro fondo da al descampado y se puede ver la llanura detrás hasta donde alcanza la vista que, cuando se acerca a nuestro terreno, forma una pequeña colina. A la derecha hay un grupo de álamos y las hierbas han crecido altas entre las rocas. Aparte de esto todo es plano, solamente tierra y cielo. Cuando el sale el sol, las hierbas y las rocas se visten con un brillo anaranjado que me encanta.
Desenchufé la plancha y volví a la cocina. Pensé en llevarme una taza de café o un vaso de jugo de naranja. Para alcanzar el jugo, en la parte de atrás de la heladera, mi mano rozó una botella de vino Calona. Esa era una idea mejor. Un vinito en la mañana del lunes, un pequeño relax después de un fin de semana ruidoso. Tomé la botella y me serví, anticipando un día más que agradable.
En el patio, acomodé una reposera en el sol y me senté. Sorbí mi vino. La belleza y la tranquilidad flotaban hacia mí en la mañana del lunes 11 de septiembre a eso de las 9 y 40.
Al principio era solamente un bulto en el horizonte. Luego era un topo que se aproximaba. Después parecía una animal más grande, un perro quizás, que se movía por la pradera. Ya más cerca se transformó en una persona. Sin duda. Una mujer quizás, todavía con su bata. Pero llegando a las rocas, a través de las hierbas, cerca de la colina, ya lo veía claramente. Y supe quién era. Lo supe como sabía que el sol brillaba.
La razón por la que lo supe es que era exactamente como lo había visto en cinco mil cuadros y pinturas, en los libros y en los folletos de los domingos. Si hubo alguna vez una persona de la que yo hubiera oído hablar una y otra vez, miles de veces, era esta.  Hasta en la primaria, con esas preguntas terribles: ¿amas al Señor? ¿serás salvada por la gracia y sólo por la fe? ¿estás esperando el glorioso día del segundo advenimiento? ¿estarás lista para el Gran Día? Cuando era niña, a veces me escondía debajo de la cama preguntándome si realmente me salvaría por la gracia y por la fe o, sin darme cuenta, estaba probando otro método, como los católicos, que creían que se salvarían por las buenas obras y sin embargo irían directamente al infierno. Excepto algunos, que sabían en sus corazones qué era realmente la gracia, pero no querían dejar la iglesia católica por sus parientes. ¿Entonces era esto? ¿Sonaría la trompeta esta noche y el cielo se dividiría en dos? ¿Descendería el Gran Señor y Rey, alfa y omega, sosteniendo los siete candeleros, desde el cielo con un grito poderoso? ¿Y yo estaba lista? El reverendo Hanson, desde su púlpito en Swift Current, Saskatchewan, rugía en mis oídos y chocaba contra mis tímpanos.
Y ahí estaba. Viniendo. Subiendo la colina hacia mi patio, con su hábito volando por el viento. Venía. Y yo no estaba lista. Con toda esa ropa tirada por el living. Y vestida con esta cosa vieja, hecha en Japón, y tomando vino en la mitad de la mañana.
Ya había llegado, subía por los escalones que daban al patio. Los dedos de Jesús se curvaban sobre mi pasamanos. Estaba ascendiendo. Se dirigía hacia mí.
Se paró en los escalones y me miró. Yo lo miré. Se lo veía tal cual en las ilustraciones, con un hábito blanco, una chalina púrpura, pelo rubio y piel clara. ¿Cómo es que todos ilustradores de los periódicos escolares lo habían reproducido tan exactamente?
Se paró en el último escalón. Yo permanecí sentada, sosteniendo mi vaso. ¿Qué se le dice a Jesús cuando viene? ¿Cómo hay que recibirlo? ¿Lo llamás Jesús? Supuse que ese era su nombre de pila. ¿O Cristo? Me acordé de la mujer que vivía en adulterio que lo llamó Señor. Podría llamarlo así. O podría fingir que no lo reconocía. A lo mejor, por alguna razón, él no quería que lo reconocieran.
“Buenos días”, dijo. “Mi nombre es Jesús.”
“¿Cómo está”, le dije. “Mi nombre es Gloria Olson.”
Mi nombre es Gloria Olson. Eso fue lo que dije, como si él no lo supiera.
Él sonrió. Me levanté y le abrí otra reposera. “Qué hermosa vista que hay aquí”, dijo, sentándose en la reposera y apoyando su pie con sandalia sobre el borde.
“Gracias” le contesté. “Nos gusta mucho.”
Hermosa vista. Esas fueron sus palabras. Todos los que vienen a nuestra casa y van al patio de atrás dicen eso. Todos.
“No esperaba visita hoy.” Me cerré con cuidado el kimono y agarré el vaso del piso donde lo había dejado.
“Pasé mientras me dirigía a Winnipeg. Pensé en venir un rato.”
“He oído mucho de usted”, le dije. “Se parece mucho a sus cuadros.” Me llevé el vaso a los labios y me di cuenta que sus manos estaban vacías. Debería ofrecerle algo. ¿Té? ¿Leche? ¿Cómo le pregunto qué quiere tomar? ¿Qué palabras debería usar?
“¿Le gustaría tomar algo?”, le dije finalmente. Miró el vaso en mi mano. “Puedo hacer té”, agregué.
“Gracias”, dijo. “¿Qué está bebiendo?”
“Bueno, es que los lunes trato de relajarme un poquito después del fin de semana con la familia en casa. Tengo cinco chicos, ya sabe. Así que a veces después del desayuno tomo un poco de vino.”
“Un vaso de vino estaría bien”, dijo.
Por suerte encontré una copa limpia en el armario. Me apoyé en la mesada mientras servía el vino. Y luego, como un relámpago, me di cuenta de mi situación. Oh, Juan Sebastian Bach. Gloria. Honor. Sabiduría. Poder. George Handel. Rey de reyes y Señor de señores. Está en mi patio. Hoy está sentado en mi patio. Le puedo hacer cualquier pregunta, cualquiera, y él sabe la respuesta. Aleluya. Aleluya.
Abrí la puerta de la heladera para guardar la botella. Y vi a mi padre. Era la mañana de año nuevo. Mi padre estaba sentado a la mesa de la cocina. Mi madre había tapado el pavo para dejarlo marinando en el horno. Oí el sonido de la tapa contra la asadera. Se sentó enfrente de papá. Sigrid y Freda estaban en un lado de la mesa, y Raymond y yo en la otra. Teníamos libros de himnos, libros negros y pequeños abiertos en la página uno. Afuera estaba oscuro. En la mañana de año nuevo nos levantábamos antes del amanecer. Papá nos miraba con el mentón levantado. Quería decir, quédate quieto y siéntante derecho. Raymond se sentó derecho y duro como un soldado, esperando que papá se diera cuenta qué bien se había sentado. Empezamos a cantar. Página uno. Himno para el año nuevo. Philipp Nicolai. 1599. No necesitábamos los libros. Habíamos cantado este himno todos los años desde que habíamos nacido. Papá siempre era el que cantaba más fuerte.
Al filo de los gallos,
viene la aurora;
los temores se alejan
como las sombras.
¡Dios, Padre nuestro,
en tu nombre dormimos
y amanecemos!
Como luz nos visitas,
Rey de los hombres,
como amor que vigila
siempre de noche;
cuando el que duerme,
bajo el signo del sueño,
prueba la muerte.
Del sueño del pecado
nos resucitas,
y es señal de tu gracia
la luz amiga.
¡Dios que nos velas!
Tú nos sacas por gracia
de las tinieblas.
Gloria al Padre, y al Hijo,
gloria al Espíritu,
al que es paz, luz y vida,
al Uno y Trino;
gloria a su nombre
y al misterio divino que nos lo esconde.
En realidad no me importaría seguir cantando himnos en año nuevo, siempre y cuando estuviese segura que nadie se iba a enterar. Me daría algo de vergüenza si algunos de mis amigos supieran cómo pasábamos el año nuevo. A cierta edad es fácil avergonzarse de la familia. Me acuerdo de Alice Johnson, qué avergonzada estaba de su padre, Elmer Johnson. Era alcohólico y no podía controlar sus deseos de orinar. Su madre siempre tenía que estar limpiando lo que él ensuciaba. Aun así en la casa había olor. Yo sabía que Alice se avergonzaba cuando veía a Elmer con mirada de loco y manchas de orín en los pantalones. No sé qué es más difícil para un niño, tener un padre que se emborracha o uno que es sobrio, pero canta himnos de año nuevo.
Le llevé el vino a Jesús. Me senté, sosteniendo mi propio vaso sobre el dobladillo de mi kimono. Jesús estaba mirando hacia la pradera. Parecía notar cada cosa que había allí. Obviamente no tenía apuro, pero tampoco tenía mucho para decir. Pensé en qué tema podría tocar.
“Supongo que estará más acostumbrado al mar que a la pradera.”
“Sí”, respondió. “Pasé la mayor parte de mi vida cerca del agua. Pero también me gusta la llanura. Hay algo hermoso en la pradera” Volvió la cabeza hacia el viento, que soplaba con más fuerza, y venía del este.
Hermoso, de nuevo. Si alguna vez hubiera usado esa palabra para describir la pradera, en una tarea del colegio de San Juan, por ejemplo, me la habrían devuelto con tres círculos rojos alrededor. Por lo menos tres. Alcé mi copa hacia el viento. Bien por el viejo San Juan. Bien por el viejo Pastor Solberg, que se paraba en frente del altar de madera, sosteniendo su góspel en la mano.
En el comienzo fue la Palabra
Y la Palabra fue con Dios
Y la Palabra fue Dios
Todas las cosas fueron hechas por Él
Y sin Él nada de lo hecho, estaría hecho.
Yo me sentaba en el banco con Paul Thorson. Compartíamos el libro de himnos. Nuestros pulgares se tocaban en el medio del libro. Era invierno. La capilla estaba fría, estaba construida en un galpón abandonado de la Segunda Guerra. Nos poníamos tapados y nos sentábamos muy juntos. Paul jugaba con su pulgar, empujando el mío hacia un lado y después hacia el otro. El viento aullaba afuera. Veíamos nuestro aliento cuando cantábamos el himno.
En tus brazos descanso,
El enemigo no podrá molestarme
Aquí no puede alcanzarme.
Aunque el cielo se sacuda,
Aunque los corazones se aceleren,
Jesús calma mi temor,
Los relámpagos pueden estallar
Y el trueno puede atronar
Y el pecado puede acosar
Jesús no me fallará…
Y aquí estaba. Alfa y Omega. La Palabra. Sentado en mi reposera y diciéndome que la pradera era hermosa. ¿Qué podía responderle?
“A mí también me gusta”, le dije.
Jesús miraba una urraca que volaba alrededor de los álamos. Era muy bello, la verdad. Pero no era como mi padre. Mi padre era perfecto. Como la gente perfecta muy, muy ocupada. Sin embargo no estaba tan ocupado como Elsie. Elsie era la más ocupada. Nunca podías visitarla sin que tuviera que hacer alguna otra cosa al mismo tiempo. Lavar las hojas de las plantas con leche, por ejemplo.  O doblar las medias en el sótano mientras yo me sentaba en un banco al lado del lavarropas. No me habría importado sentarme en el sótano si ese hubiera sido el único lugar que ella tenía. Pero en realidad disponía de un living lleno de sillones comodísimos, donde nadie se sentaba. Ahora Cristo no tenía aparentemente nada que hacer en absoluto.
Se había levantado viento. Le hinchaba y sacudía el hábito alrededor de las piernas. Dejé mi vaso en el suelo y me sujeté el kimono en las rodillas. Se me volaba alrededor de los tobillos. Traté asegurármelo contra las piernas. Un viento de Saskatchewan vino de pronto. Un golpe de viento que me golpeó de frente y se filtró entre los bordes de la seda, se coló debajo, abombando la tela aflojando incluso la faja, y de pronto el kimono estaba totalmente abierto. Lo supe sin mirar. El viento soplaba sobre mis pechos. Luego, tan rápidamente como había llegado, se fue y nos quedamos con la brisa suave.
Miré a Jesús. Él me estaba mirando. Y a mis pechos. Jesús estaba sentado en el patio mirándome los pechos.
¿Qué debía hacer? ¿Decir disculpe y esconderlos de nuevo en el kimono? ¿Hacer una broma? ¿Ir a mirar si el viento había volado algo más? ¿No decir nada? ¿Guardarlos lo más discretamente posible? ¿Qué se dice cuando viene un viento, te vuela el kimono y Él te ve los pechos?
Ahora, ya sé que hay maneras y maneras de mostrar los pechos. Algunas cosas sé. Leo libros. Y también aprendí mucho de mi prima Millie. Millie es la oveja negra. No se graduó porque abandonó los estudios para dedicarse a ser modelo de un artista en Winnipeg. También baila. De todos modos, Millie me contó algunas cosas acerca de mostrar el cuerpo. Me dijo, por ejemplo, que cuando un artista quiere dibujar a su modelo, la desnuda completamente y la coloca en distintas posiciones para pintarla desde distintos ángulos. O la cubre con telas, generalmente de satén. Cubre una parte del cuerpo con la tela y deja el resto expuesto. Lo hace de una manera estética arrugando el satén sobre el tobillo, por ejemplo. Nunca sobre los pechos. De modo que mi apariencia no debía ser agradable, ni estética ni eróticamente hablando, según el punto de vista de Millie. Mis pechos habían aparecido al abrirse el kimono. Y por alguna razón que no puedo explicar, ni siquiera hoy, no hice nada. Me quedé sentada ahí.
Jesús debe haberse dado cuenta de mi confusión. Me dijo –creo que sinceramente-, “Tiene hermosos pechos.”
“Gracias”, respondí. Y no sabía qué más decir, salvo preguntarle si quería más vino.
“Sí, gracias”, dijo, y fui a rellenar el vaso. Cuando volví estaba mirando la urraca que volaba entre las hierbas altas. Me senté y lo observé.
Entonces tuve una sensación muy, muy peculiar. Sabía que era solamente una ilusión, pero fue tan fuerte que me asustó. Es difícil de explicar porque nunca me había ocurrido nada parecido. La urraca comenzó a flotar en dirección a Jesús. La vi flotar hacia él como si alguna aspiradora la estuviera atrayendo. Y cuando llegó, se apoyó sobre su pecho que estaba desnudo porque el hábito se había deslizado hacia abajo. Picoteó sus pequeños pezones marrones, graznó y despareció. Pareció que desaparecía colándose por sus poros, metiéndose dentro de Él. Luego, lo mismo pasó con una roca. Una roca flotó hasta Jesús, se apoyó sobre su pecho y se disolvió en su piel. Era muy extraño, Jesús y yo sentados juntos con todo eso que estaba pasando. Me sentí un poco mareada, así que cerré los ojos.
Y vi a la mujer en el baño público de Tokyo. Había docenas de mujeres y niños. Algunos se apoyaban contra las paredes. Juntaban agua caliente en vasijas y se lavaban con ella con la ropa puesta, cambiaban el agua varias veces y se enjuagaban. Y luego la vi. La mujer sin pechos. Estaba acuclillada cerca de un grifo. Era la mujer más anciana que yo hubiera visto. Y la más flaca. Piel y huesos. Saludaba y sonreía a todos los que entraban. Tenía solamente tres dientes.  Cuando se agachó para llenar la vasija vi los pliegues de piel donde habían estado sus pechos. Al levantarse, los pliegues desaparecieron. En su lugar había dos pequeñas depresiones. Hasta los pezones habían desparecido en las cuevas de sus senos.
Abrí los ojos y miré a Jesús. Afortunadamente, todo había dejado de flotar.
“¿Alguna vez estuvo en Japón?” pregunté.
“Sí”, dijo. “Unas pocas veces.”
No le presté atención a la respuesta y comencé a contarle sobre Japón como si no lo conociera. No podía parar de hablar, especialmente sobre la anciana y sus pechos.
“Debería haberla visto”, dije. “No era simplemente plana, como algunas mujeres de Moose Jaw que conozco. Sus pechos eran cóncavos. Como si la piel estuviera aspirada allí. ¿Alguna vez vio pechos así?”
Los ojos de Jesús se estaban oscureciendo. Parecía haberse hundido en la reposera.
“Las mujeres japonesas tienen pechos más pequeños, generalmente”, dijo.
Pero no me había comprendido. No eran solamente sus pechos lo que me había sorprendido. Eran sus caderas, sus dientes, su cuello, sus tobilos, sus piernas. Todo. No solamente sus pechos. No dije nada durante un rato. Jesús tampoco hablaba.
Finalmente pregunté “Bueno, ¿qué piensa de los pechos así?”
Supe inmediatamente que había hecho la pregunta equivocada. Si querés respuestas específicas y personales, hacés preguntas específicas y personales. Es así de simple. Tendría que haberle preguntado, por ejemplo, qué pensaba de ellos desde un punto de vista sexual. Si fuera un amante, digamos, ¿le gustaría acariciar esos pechos?
O debería haberle pedido algún tipo de opinión estética. Si fuera un artista, un escultor, ¿usaría el mejor mármol de Florencia, y después noche y día en su estudio reproduciría esos pechos en una estatua?
O si era curador de un gran museo en París, ¿colocaría esos pequeños pliegues en un pedestal de plata en el centro del salón?
O si fuera un patrono de las artes ¿iría a una gran muestra y se pararía frente a esas pequeñas cuevas , tomando champagne y se volvería hacia su acompañante, la de los pantalones de seda negra, y le diría “Mira, querida. ¿Has visto esta maravillosa pieza? ¿Crees que el artista ha capturado la esencia de la forma femenina?”.
Estas eran algunas de las cosas que debería haber dicho si hubiese estado inspirada. Pero mi ingenio no me acompañaba ese día. Todo lo que dije, y no quería decirlo, me salió solo, fue “A mí no me gustan”.
Eché la cabeza hacia atrás y dejé que el viento me soplara en el cuello y los pechos. Soplaba fuerte otra vez. Sentí los pequeños granos de arena contra la piel
Jesús, amante de mi alma, déjame volar hacia tu seno.
Mientras fluye el agua, mientras la tempestad todavía no está cerca.
Cuando lo miré de nuevo sus ojos todavía estaban oscuros y su cuerpo había mermado considerablemente. Se parecía a Jimmy, aquella vez en Alberta. Jimmy era un vecino de Regina.  En su cumpleaños número veintisiete se había unido a un club de motociclismo, y se metió en muchos problemas. Terminó recluido en una cárcel de máxima seguridad. Un verano en un viaje de campamento al norte, paramos para visitarlo –Fred y los chicos y yo. No fue una buena visita, dicho sea de paso. Si vas a visitar presos, tenés que hacerlo con cierta regularidad. Ahora me doy cuenta de eso. Pero, de todos modos, fue entonces cuando sus ojos parecían oscuros como éstos. Pero a lo mejor era que había estado fumando. Jimmy Lebrun.
Finalmente Jesús contestó. Todo le tomaba mucho tiempo, incluso responder a preguntas simples.  Pero no estoy segura de qué fue lo que dijo porque sucedió algo tan extraño  que no pude oírlo. El viento me golpeó en la cara y empujó mi pelo hacia atrás. Mi kimono voló en todas direcciones y sacudí los brazos en el aire, como nadando. Y allí, delante de mis ojos estaba el techo de casa. Vi la basura que había dejado la tormenta de agosto. Y recuerdo que pensé que tenía decirle a Fred que limpiara. Había comenzado a dar vueltas alrededor de la casa y veía la cabeza de Jesús desde arriba. Pero no. Porque en realidad estaba sentada en la reposera a su lado y me miraba a mí misma por encima de su hombro. Pero no era yo, era la mujer vieja de Tokyo. Vi su cabello gris en el viento. El agua se le escurría desde el mentón. Estaba flotando en dirección a su pecho. Pero no era ella. Era yo. Pude saborear el jabón en la lengua y el viento en la espalda y vi los huecos en mis pechos. Estaba sonriendo y saludando y el viento soplaba en mis encías desdentadas. Y después rápidamente, muy velozmente, fui como una bandada de gorriones que se introduce en las ramas de los álamos y exploté en millones de pequeños pedazos y me metí en los infinitesimales hoyos de la piel de Jesús. Fui como la urraca y la roca, como si fuese átomos y moléculas o lo que fuera que era aquello en lo que me había convertido.
Después me sentí mareada. Tuve náuseas, allí sentada en mi reposera. Jesús también parecía enfermo. Y triste y solitario. Oh, Cristo, pensé ¿por qué estamos aquí sentados en un día tan hermoso derramándonos tristezas el uno al otro?
Tuve que levantarme y caminar. Fui hasta la cocina y preparé té.
Puse el agua a hervir ¿Qué era lo que me estaba pasando? ¿Por qué desperdiciaba esta mañana perfecta hablando de pechos? La única oportunidad de mi vida y la estaba desperdiciando. ¿Por qué no me controlaba mejor? ¿Por qué todo siempre se me escapaba de las manos? Pechos. ¿Y por qué mi nombre era Gloria? Un nombre tan pío para alguien a quien no se le ocurre nada mejor que hablar de pechos. ¿Por qué no me llamaba Lucille? ¿O Millie? No se puede hablar de pechos todo el día si te llamás Millie. Pero Gloria. Gloria. Glooooooria. Ya sé por qué tantas Glorias andan por los bares, hablando demasiado alto, riéndose de bromas estúpidas y asegurándose de que todos se dan cuenta de que se ríen de chistes verdes. Están tratando de abandonar su nombre, eso es todo. Saqué las tazas y serví el té.
Todo había vuelto a la normalidad cuando volví. Excepto que Jesús todavía parecía desolado. Le di el té y me senté a su lado.
Ay papá. Y Phillip Nicolai. Oh, Bernard de Clairvoux. O, Sagrada Cabeza Ahora Herida. Váyanse un rato y déjennos sentarnos juntos en silencio, en este pequeño sitio bajo el sol.
Lo miré a la cara. Parecía tan triste que le puse la mano en la muñeca. Me quedé ahí sentada mucho tiempo frotando los pequeños vellos de su muñeca con mis dedos. No podía evitarlo. Después de eso, él me puso el brazo en el hombro y su mano en el cuello y empezó a masajearme. Era muy agradable. Cuando algo excitante o inusual me sucede, lo siento primero en mi cuello. Se me pone duro y anudado. Después me da dolor de cabeza y a veces náuseas. Así que se sentía muy bien un masaje en el cuello. Casi podía percibir como se relajaban mis músculos y me sentía más descansada. Jesús también parecía sentirse mejor. Su cuerpo  era normal de nuevo. Sus ojos también.
Luego, repentinamente, empezó a reírse. Se rió muy fuerte. Todavía no sé de qué se reía. No había nada gracioso. Pero oírlo me hizo reír también a mí. No podía parar. Se reía con tanta fuerza que se derramó té sobre la chalina púrpura. Cuando vi eso me tenté más todavía. Nunca había pensado que Jesús pudiera derramarse el té. Y cuando Jesús vio mis carcajadas, mis pechos bamboleándose, se rió todavía más, hasta que le saltaron lágrimas de los ojos.
Después de eso nos quedamos sentados allí. No sé cuánto tiempo. Sé que vimos a la urraca extender sus alas negras hacia las rocas. Miramos los álamos moverse en el  viento  y luego él tenía que irse.
“Adiós, Gloria Olson”, dijo levantándose de la silla. “Gracias por la hospitalidad.”
Me besó en la boca y me dio un golpecito en el pezón con su dedo. Y se fue. Bajó los escalones. Descendió la colina. Me quedé mirándolo. Miré hasta que se perdió de vista. Hasta que fue solamente un punto en el horizonte lejano.
Descolgué la ropa y la llevé adentro. Guardé mis pechos en el kimono y lo até con la faja.
Eso fue lo que me sucedió en Moose Jaw en 1972. Fue el suceso más importante de ese año.

De Gloria Sawai
A Song for Nettie Johnson
Regina: Coteau Books, 2002. 308.

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